12/26/2012

Policía y locura


La policía... ¿qué puede pensarse de un estamento cuyos perros son yonquis?

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El criminal más hábil puede ser asimismo un habilísimo policía, y viceversa.

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Da la impresión de que para erradicar la ilegalidad, la Seguridad del Estado se comporta a menudo ilegalmente. De manera que cabe preguntarse hasta qué punto no es ella la responsable principal de esa ilegalidad que combate. Sobre todo a la vista de sus probadas corruptelas y de la escasa eficacia que demuestra en su misión, la cual -como en el caso de las drogas prohibidas y la violencia arbitraria contra los peatones- resulta a veces indiscernible de la barbarie.

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La realidad es un delirio compartido, hasta los sueños de un policía encierran más verdad que todo eso.

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Un método infalible para distinguir la realidad consiste en haber enloquecido alguna vez. Después de que uno ha experimentado en carne propia la pérdida o inhibición de las convenciones -eso que la terminología psiquiátrica confunde y denomina «delirios»-, lo real se torna inequívoco. El único inconveniente reside en que, tras ese viaje, la realidad pierde toda importancia.

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Cervantes muestra en El Licenciado Vidriera que el loco, al asumir el lenguaje desde un lugar absolutamente propio, ajeno a las convenciones, sólo puede expresarse de forma comprensible y comunicar mediante aforismos.

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La psiquiatría trata de eliminar la locura. Pero tal pretensión, a la vista del comportamiento de los hombres, no parece muy realista, y, si fuera imposible -de lo cual tiene toda la pinta-, habiendo como hay infinidad de acciones posibles, sería en sí misma una locura, y locura en el sentido de obsesión destructora. Por eso quizá fuera conveniente tratar de dar luz a la locura, (en vez de obstinarse en suprimirla), pues de esa forma bien pudiera ocurrir que la locura desapareciese sola.

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Lectura de Leopoldo María Panero.- La locura ocurre donde una cabeza explota. Pero hay cabezas que explotan para horror y escándalo de las gentes, como las de los poetas, y otras que lo hacen para su adhesión y tortura, como las de los que gobiernan.

12/17/2012

Mirando al suelo, de Franki Béjar



  Sería de agradecer y celebrar que Mirando al suelo, de Francisco Béjar Galera, se abriese camino entre los lectores. Personalmente, me ha alegrado mucho descubrir esta novela negra.
  Tiago y el Alergias, amigos inseparables y a veces indiscernibles que deambulan por Murcia traficando con cocaína, viven su ajetreada existencia rodeados de basura lo más honradamente posible, pero el curso de sus negocios los envuelve, entre otras peripecias, en el oscuro episodio protagonizado por un postmoderno Consejero regional de Cultura apalizado en misteriosas circunstancias. Mediante esta ficción anclada en lo real, Franki Béjar plantea una crítica social y política desde la perspectiva del materialismo filosófico y la lucha de clases, pintando con soltura, acierto, coraje y poesía paisaje y paisanaje. Dice Franki que el Carvalho de Vázquez Montalbán es una de sus influencias. Leopoldo Mª Panero y L. F. Cèline son otros autores a los que apunta. En mi opinión, cabe pensar que también La fea burguesía de Miguel Espinosa ilumina su análisis. Sin embargo, la novela no se pierde en literaturas, sino que indaga y experimenta la sensualidad de lo físico con acción, en su misma verbalidad, apegada al mundo que describe sin eludir su carácter barroco. Cuenta historias de barrio, de bares, de la huerta, de amores perros y de personajes entrecruzados con marcado sentido del humor, suscitando pasmo, ternura o rechazo y poniendo de relieve las injusticias, las contradicciones y los disparates de una sociedad desventuradamente sometida al corrompimiento y el poder.




12/11/2012

Jose y yo

 
  -Un poco de higiene -o- Hay que cuidar un poco la higiene -dijo ella. No lo recuerdo bien. En sus pechos veía las motas negras que le habían dejado los restos de mi barba mal afeitada la noche antes, cuando la llamé con una polla por cerebro en la cabeza.
  Lo asombroso es que hubiera contestado por la mañana, y que a mi todavía achispado ofrecimiento de venir a comer hubiese respondido que sí, y que lo dijera además sin dejar lugar a dudas ni llamarse a engaño.
  “Si cambias lo de horror por sexo, ni me lo pienso” –fue su respuesta al sms que le envié.
  Y yo, sin embargo, impaciente, consciente de que no iba a ser aquello sino la enésima prueba de que nuestros polvos apenas tenían ya significado, de que habíamos reducido su sentido al de una mera satisfacción fisiológica que en absoluto podía considerarse satisfactoria, antes al contrario.
  Una y otra vez incurría en errores similares, quizá era el alcohol lo que me mantenía apegado a querencias fuera de moda, o inactuales, como me gustaba llamarlas, o anticuadas, como otros con más razón que yo dirían, o leer casi exclusivamente a los muertos o vivir como si sólo después de muerto fuera mi vida a ser comprendida por alguien más que no fuese yo, por vete a saber qué jugada del destino que no podía desentrañar tampoco en esa ocasión, porque nunca, jamás podía estar seguro sino de las conjeturas y las divagaciones, éstas, entre la rotundidad de la afirmación y el pudor de la sugerencia, parecían capaces de expresarse más claramente que cualquiera de mis exabruptos de franqueza.
  La ebriedad es eficaz contra la rutina, pero se convierte en una costumbre. Y yo, animal de costumbres, no quería renunciar a las mías. La embriaguez me empujaba a evocaciones gratas. Eterno retorno de lo idéntico me devolvía, nuevas, aquellas sensaciones (otra vez los límites léxicos, ¿qué otra cosa es la vida sino lenguaje impropio?) tantas veces exprimidas del placer, con todo el gusto pasando por los poros. Y cedía. Ah, sí. A sabiendas del desliz imperdonable de la cerveza siguiente, de la décima de más que me obstinaba en apurar. Porque entonces la magia surgía inseparable de hechos reales absolutos como la muerte y la política.
  Cuántas veces, inmerso en situaciones prometedoras junto a mujeres jóvenes y bonitas, al principio de la fiesta, cuando el gozo se paladea en la boca y el cuerpo empieza a sentirse penetrado de turbulencias mentalmente prefiguradas e invocadas pero sólo entonces vívidas, cuántas veces no había tenido al alcance de los dedos cuerpos apabullantes, mediando un poco de prudencia, sólo un poco, y una y otra vez, una sinceridad inútil -que únicamente para mí y sólo relativamente, con los ojos puestos en mi carácter o personalidad o como quiera llamárselo, podía llegar a ser, en último extremo, relevante- me abocaba fatalmente a la torpeza, a presumir que aquel despliegue improvisado de momentánea elocuencia, de gracia, belleza y sabiduría instantáneas (que tal vez solamente yo valoraba), resultaría suficiente para que la mujer joven y bonita de cuyo cuerpo y cuya voz y cuya manera de moverse y beber o trabajar o fumar o reír yo llevara horas imaginando o pensando o conjurando el deseo de enamorarme, me aceptara, y aquella sinceridad inútil, una y otra vez, me hacía desvariar con la más incorrecta de las actitudes.
  Pero Jose había sonreído, quitándose las gafas de sol. Mostrando con timidez mal disimulada la deslumbrante emergencia de sus pezones bajo una blusa de algodón blanco probablemente carísima.
  Llevaba el coño rasurado de la misma forma que los últimos dos años.
  La primera vez que la ví así me chocó.
  -¿Tú también? –le pregunté con sarcasmo.
  -Se llaman ingles brasileñas.
  -¿Por qué? –riéndome, y con un hilo de voz, casi avergonzado- no me gusta… no es bonito.
  Ahora, en cambio, antes de bajarle las bragas ya sabía lo que me iba a encontrar. Y no me sorprendió. Ni a ella mi naturalidad al comerle aquel mismo coño que cinco años antes hubiese hundido mi erección en la más patética flacidez.
  Sólo cuando me quejé confesó que me estaba clavando sus colosales piernas de jugadora de voléibol de metro ochenta en los muslos deliberadamente, para hacerme daño.
  -Algunos son tan imbéciles que dicen que no les molesta –afirmó con seriedad, lo cual me contrarió, porque a mi me molestaba.
  El café –descafeinado para más inri- se había acabado y yo ya no sentía deseo alguno hacia aquellas tetas salpicadas de pequeñas rayas negras procedentes de mi barba. A pesar de toda la gratitud mezclada de cólera que me ardía en el pecho, mi deseo era que se fuera.
  -¿Por qué pierdes el tiempo? –hubiera querido que descifrara sin dolor en mis ojos. Porque amarme ni me hacía a mi mejor ni a ella. Era, nuevamente, una especie de costumbre. Y nosotros, animales de costumbres equivocadas, volvíamos, andado el tiempo, por aburrimiento, por la derrota constante de todos los días que nos empeñamos en negar especulando con que quizá a veces uno, de verdad, vive, Jose y yo, volvíamos a caer en ella, a practicarla, a revivirla en medio del caos.
 
*****
 
  -“¿Llevo vino?” –preguntó su sms.
  Me acordé de Li Bo y de Omar Jayyam y pensé que sí. Por supuesto, vino. Al menos esa noche, me mantenía sobrio. No había probado ni gota en toda la semana. Y sin que me costara gran esfuerzo. Después de la última depresión, lo que menos me había apetecido era oler siquiera ningún mejunje alcohólico.
  Aunque si empezaba a beber con ella quizá fuera distinto.
  -“Barro seremos en manos de alfarero” –le respondí.
  Poco más tarde, Jose apareció en la puerta con el pelo largo y castaño cayéndole en los hombros y la espalda como una cascada de ondulaciones mareantes. Llevaba la botella en la mano y el bolso lleno de cosas, como pude comprobar en cuanto entró, lo puso encima del sofá y empezó a sacar de dentro tabaco, el teléfono, un bote grande de cristal hasta arriba de marihuana y una caja de condones.
  Entonces me miró como si estuviera riéndose.
  -¿Cenamos primero o vamos directos a la cama? –deliré que me preguntaba.
  Nuestros ritmos diferían invariablemente. Ella esperaba mientras que yo trataba de ir lo más deprisa posible, lo cual me exigía, sobre todo, permanecer en calma.
  En sus labios se insinuaba una sonrisa tras la que asomaban en fila los dientes blancos y brillantes. Me giré hacia la mesa dispuesta en el comedor, con una pizza de atún y verduras humeando en el centro, y cogí el vino.
  Esta vez sí, la música iba a servir de ayuda. Antes de que llegara, había dejado sonando adrede en el ordenador una de mis listas favoritas: dj aleatorio. De modo que, por algún sitio, la cosa saldría bien. No iba a ser difícil darse cuenta. A veces salía bien.
  El jardín le gustó más de noche. La vieja buganvilla seguía cuajada de flores moradas y las ramas de las palmeras proyectaban sus sombras en la hierba alrededor de hibiscos y rosales.
  -No sería mala idea bailar –dije.
  Entré un momento a la casa, me puse una chaqueta y regresé al frío de fuera con la copa de vino en la mano.
  Jose se había arrancado a cantar:
 
Puedo hacer lo que quiera
 
  La abracé tan fuerte que sentí su risa alegrándome por dentro. Besé su cuello, sus dedos, su boca, todos y cada uno de aquellos dientes duros y cortantes… la boca de húmedos labios abiertos, su lengua dulce como la pulpa de un dátil, el hueso en el cielo de su paladar.

11/23/2012

Un día en Delfos




Atenas, 26 de octubre de 2000

  En la habitación del albergue, calle Victor Hugo, con dos checos y Pek, el koreano. Ayer, en lugar de los checos había un surafricano y un turco. Esperan impacientes que apague la luz. Pero no se puede impedir a la oruga que hile.
  Esta mañana me levanté con la aurora, cogí un tren y llegué a Levadia, allí dos horas o más esperando: he conocido a Francesca, una joven italiana que me aseguraba tarea imposible ir a Delfos desde Atenas y retornar en la misma jornada. El autobús no llegaba, así que he empezado a dudar, se hacía tarde y no parecía posible regresar a tiempo para tomar el tren de vuelta. Finalmente, el autobús a Delfos se ha presentado; ignorando si podría volver, he subido. Al llegar, he sabido que sí era posible. Como dice Atenea en el poema: “si el hombre es audaz más fortuna consigue en su empresa cuando quiere triunfar, sobre todo si es un extranjero”.
  Delfos me ha estremecido. El templo de Apolo se halla en la falda del monte Parnaso, donde se divisa un hermoso valle, anchuroso y fértil. El sol brillaba en su cénit, los abejorros zumbaban, pinos, cipreses, umbríos recodos donde sentarse a contemplar el milagro constante de la naturaleza. En el templo, he rezado al dios para que de prudencia a mis excesos; también Dioniso, dicen, durmió entre aquellas columnas.
  He escrito las notas correspondientes al día de ayer y una postal a J.P.L. contándole lo de los abejorros, que según la física, por el tamaño de sus alas y su peso, no podrían volar; pero como los abejorros esto lo ignoran, sin embargo, vuelan.
  Y he caminado, trepando, bajando riscos lleno de alegría, escribiendo, bebiendo en las frescas fuentes, como si pasara un rito de purificación. En el santuario de Atenea le he pedido inteligencia. Y me he marchado sintiendo una gratitud inmensa por estar vivo. No es fácil ir y volver a Delfos en un día desde Atenas. Los autobuses griegos son imprevisibles, lentos, impuntuales; aunque un poco menos, los trenes igual; los paisanos no prodigan amabilidad precisamente, parecen  “asustados de que los examines”, como ha señalado Francesca, y sin embargo, yo, hoy no he tenido otra opción que tratarlos una y otra vez, cuando uno está en territorio extraño ha de preguntar a cuantos encuentre para saciar su curiosidad.
  El museo arqueológico de Delfos me ha impresionado tanto o más que el de Nápoles. Había allí una estatua de un anciano, probablemente un filósofo, rezaba la cartela. Apenas la he visto aparecer, he presentido que aquel viejo barbado y calvo era Sócrates; luego he cruzado a la sala del auriga.
  Nada me ha augurado el oráculo en Delfos. Supongo que no estoy lo suficientemente abierto a las dimensiones telúricas de la naturaleza. Comoquiera, prefiero no conocer el futuro, prefiero que mi futuro sea obra mía, que no exista más destino que el azar. El destino acontece donde azar, necesidad y libertad confluyen.
  Pek acaba de mirarme con elocuencia y tiene razón. Es tarde y estoy cansado. No obstante, escribiría durante horas.
  Otra curiosidad: entre Delfos y Levadia, un pueblo llamado Karakolithos me ha recordado de nuevo al bueno de Ártur; el caracol es uno de sus tótems. Le echo de menos. Como dice Alcinoo en el poema: “Nunca es inferior a un hermano un amigo prudente”.

11/14/2012

Ojos y respiración


  "Broch era muy reservado y, como he dicho, producía la impresión de ser un hombre inseguro. Absorbía cualquier cosa sobre la que su mirada cayese, pero el ritmo de esa absorción no era el ritmo de deglutir, sino el de aspirar. Él no chocaba contra nada, todo seguía igual que antes, inmodificado, y conservaba su especial aura de aire. Parecía acoger dentro de sí las cosas más dispares para protegerlas. Desconfiaba de las prédicas vehementes, y por muy bien intencionado que fuese el propósito con que se enunciasen, siempre sospechaba que ocultaban algo malo. Más allá del bien y del mal no había para él nada, y el hecho de que, desde la primera frase, hiciese profesión de una actitud responsable y no se avergonzase de ella, le ganó mis simpatías. Esa actitud responsable se manifestaba también en la reserva de sus juicios, en lo que antes he llamado su forma «entrecortada» de hablar, de bloquearse, en cierto modo."

Elias Canetti. El juego de ojos. Historia de una vida 1931-1937
Traducción de Andrés Sánchez Pascual

11/02/2012

Por no gobernarse, luchan

 

  En España hay lugares, hombres y mujeres admirables. Pero el tono general -a mi juicio- es de chiste trágico, un esperpento. Los españoles son héroes negadores del heroísmo, infinitamente hambrientos y serviles. Luchan por no gobernarse. Obedecen. Creen. Apenas leen y no viajan, menos aún por el interior; salvo los músicos de carretera y manta y los de la España gris, los inciertos. Acechan con torpeza a las heroicas españolas, heroínas puras de paz esquiva. Las playas griegas en Almería. Velázquez. Mientras curas y reyes y corruptos a su servicio, la canalla de sierpes, exprime y humilla a todos de nasciturus a cadáver.

10/16/2012

Colegio


  El colegio, cercado por las alambradas, parece una jaula durante el recreo. Hay griterío de niños que juegan, descansan de su encierro en las aulas del mastodonte de ladrillo rojo. Entran en los baños, corren tras la pelota, ríen, saltan, patinan, se juntan en grupos a conversar, tramando amistades y amores, deseos, rivalidades y envidias. Se los ve viviendo sus primeros años ahí, arremolinados bajo las farolas, pisando tierra seca y cemento, y se recuerda la propia infancia sin nostalgia, no muy distinta en el fondo, con las mismas demasiadas horas perdidas en un simulacro.


10/03/2012

Fare Ala



  La cultura como excusa.- Desde una perspectiva biológica, la cultura es, fundamentalmente, innecesaria. Quizás el acto fundacional de la cultura tuvo lugar cuando el animal llamado hombre mató por vez primera a un semejante sin que le resultara imprescindible para mantenerse con vida. De la cultura forman parte tanto La Odisea como la santa inquisición española; acervo de la cultura universal son, en idéntico grado, Las Meninas, la esclavitud y los concursos de televisión. Que la música sea tal vez la expresión más excelsa de la cultura, no disminuye un ápice el carácter igualmente cultural del garrote vil y la silla eléctrica.
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  Hay que llamar a las cosas por su nombre, pero para eso primero hay que llamar a las palabras por su nombre.

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  Para hacer notar que ciertas palabras suelen usarse mal, es más eficaz emplear una estrategia oblicua y, sencillamente, usarlas bien, sin tener que andar a cada momento señalando como inquisidores que en este o aquel punto son utilizadas de manera espúrea.
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  Si hay algo políticamente incorrecto ello tal vez sea, precisamente, el ejercicio del poder político por parte de los seres humanos; algo que tiene más que ver con nuestras acciones que con los lenguajes o símbolos con que las representamos. Y si una cosa sabemos del ser humano en el ejercicio del poder a lo largo de la Historia, es de su inmensa capacidad para realizar desastres. Por eso quizá lo idóneo no consista tanto en seguir experimentando nuevas formas de perpetuar ese dominio como en tratar de repartirlo entre todos al mismo ras para ver si así se disuelve.
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  Podemos buscar un lenguaje más representativo o descriptivo que valorativo, sabiendo, no obstante, que valoramos, que esa búsqueda rara vez ha de ser completa y seguiremos valorando. Pero podemos hacerlo legítimamente si juzgamos nuestras valoraciones con más severidad que ninguna otra cosa.
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  Postpoesía.- Que a los así llamados "poetas" ya no les baste con las palabras para cumplir su tarea, no acontece por insuficiencia de las palabras ante la enésima metamorfosis del mundo, sino porque los así llamados "poetas" han dejado de leer el código penal y, naturalmente, no saben hablar.
 [ Aforismos publicados en los números 9 y 12 del Fanzine Fare Ala. http://fareala.blogspot.com.es/ ]

9/28/2012

Presentación de El laberinto del Albayzín


 
   El próximo Martes, 2 de Octubre, a las 20 h., en el Museo Ramón Gaya de Murcia (Plaza de Santa Catalina, s/n).

  Me acompañarán el filósofo Francisco Jarauta y el pintor Miguel Fructuoso.

  http://www.libertarias.com/index.php?menu=3&op=7&tit=550
  http://www.museoramongaya.es/

9/19/2012

Timocracia, de Claudio Aldaz Casanova

 

  A raíz de una anécdota personal completamente ajena a su trabajo pictórico anterior -montar una heladería junto a dos amigos de la infancia (*) con la finalidad de evitar las servidumbres comerciales del arte-, Claudio Aldaz, sobreponiéndose a sus peores sospechas, empezó a relacionarse estrechamente con bancos, cajas de ahorro y aseguradoras, con abogados y asesores fiscales, con hacienda, la seguridad social, el ayuntamiento y las más peregrinas y recalcitrantes entidades gubernamentales, con compañías de telecomunicaciones y de suministro de energías... relaciones fundamentalmente burocráticas, basadas en documentos -cartas, contratos, notificaciones, facturas, albaranes, tiquets de compra, folletos publicitarios, extractos bancarios, multas- redactados en una jerga infame desde la perspectiva de cualquiera con un mínimo de buena fe.
  Ese archivo es el soporte material que Claudio ha trabajado plásticamente para contar la particular lectura que él hace del mismo. Pues las conclusiones que extrajo de la ominosa empresa no fueron precisamente festivas. Antes al contrario, su relato es el de un encuentro con el MAL con mayúsculas y una lucha en su contra sin posibilidad de justicia, cuyo único recurso es la venganza, la befa y la denuncia sin ambages de los usos y abusos, verbales y de hecho, que los entes citados emplean en su proceder, exprimiendo hasta el paroxismo el lenguaje jurídico con el único fin de extenuar la paciencia del lector/cliente/consumidor, abrumándolo con una logorrea infernal en la forma y en el fondo, pergeñada con turbios galimatías y que jamás coincide con lo que de viva voz se le asegura que dice, puesto que el principio pacta sunt servanda carece hoy día de vigencia y nadie, menos aún un subordinado de tales instancias, se considera obligado a cumplir su palabra; para qué, si puede mentir y mentirse. Lo que importa es la avidez, la codicia. Usura, non homines, rezan varios de los papeles expuestos.
  La indefensión es permanente. Luego de un arduo estudio, los documentos desvelan estar concebidos, además de para minar la entereza del intérprete, para imponerle onerosas cargas que sólo a él le afectan, sin que los mismos supuestos que las motivan sean igualmente aplicables a la entidad de que se trate.
  Es el caso del establecimiento crediticio que grava con recargos la demora en el abono de cuotas. Recargo que el cliente tiene que afrontar a intereses leoninos a partir del primer minuto y que, sin embargo, no vincula al banco ni siquiera cuando éste se retrasa meses en la efectiva entrega de las cantidades pactadas como préstamo. Con la agravante de que las notificaciones de dichas demoras son también cobradas y, en ocasiones, hasta coinciden con felicitaciones de cumpleaños o navidad dirigidas al distinguido cliente por parte del usurero.
  La lectura atenta de una simple factura de agua revela que por el bien en sí apenas se paga un 20% del total, yendo el resto a satisfacer cánones, tasas, impuestos, comisiones, intereses y demás aditamentos innecesarios, útiles únicamente para quienes se lucran gracias a ellos, que nada tienen que ver con lo que uno necesita y quiere pero que le cuelan subrepticiamente a no ser que se resigne a prescindir de ese servicio esencial.
  Por no hablar, por ejemplo, de agosto, el mes de las notificaciones sancionadoras par excellence. Es en plena canícula cuando más meridianamente descubre el incauto la mala fe de los órganos administrativos.

 
  La relación de trapacerías podría llenar bibliotecas. El tríptico Magna sede de la letra pequeña, así como el resto de piezas individuales realizadas sobre soportes análogos -facturas, contratos, notificaciones- a las que indirectamente remite, resume a la perfección este mecanismo perverso mediante el cual el derecho pasa de ser una herramienta orientada a facilitar y regular las transacciones garantizando su seguridad, a convertirse, literalmente, en un instrumento de tortura. Mas no para ambas partes del contrato, sino exclusivamente para la así llamada débil, forzada a financiar la corrupción imperante, los cínicos y siniestros tejemanejes que perpetran la administración y las grandes empresas, aquellas que nunca actúan en igualdad de condiciones con el usuario, sino a través de esa aberración jurídica que constituyen los contratos de adhesión, según los cuales uno, o bien acepta íntegramente cláusulas que sólo un demente aceptaría, o se queda sin agua, sin luz, sin gas, sin teléfono o sin cualesquiera otros bienes y servicios vitales, no ya para desempeñar la más modesta actividad económica, sino para desenvolverse cotidianamente. Desafuero que difícilmente acataría si la educación obligatoria se hubiera tomado la molestia de informarle de ese otro principio jurídico en función del cual, en un contrato, ninguna de las partes puede imponer sus condiciones a la otra.
  De este modo, la víctima, el pardillo, elemento indispensable al mismo tiempo que inane del sistema, derrotado e inerme, toma conciencia del Horror, de su mera condición de alimento del Leviathan, y no puede menos de reconocer con angustia que su esfuerzo, lejos de servirle a él, sirve para sufragar el complejo entramado de corruptelas que se extiende a lo largo y ancho de la sociedad, sobre todo en lo económico o, por mejor decir, en lo dinerómano, ya que semejantes usos de comercio, por insostenibles a fin de cuentas, no denotan excesiva inteligencia económica.
  A través del sarcasmo y el humor negro, la venganza mezcla una estética en ocasiones aparentemente amable e ingenua, no exenta de cierta ligereza a la que contribuyen los materiales -lápiz, bolígrafo y rotulador; acuarela excepcionalmente, a modo de irónico alarde suntuario-, junto a otra más abigarrada y fieramente agresiva, con la que el relato exige vestirse más a menudo y que, para representar al adversario tan grosero como en verdad es y mofarse de él hasta el delirio, apela indistintamente a la iconografía de la cultura televisiva, cinematográfica y arquitectónica, a los periódicos y a la publicidad, a la animalización, a lo grotesco, a la parafernalia del sadomasoquismo y el terrorismo o al papel pautado, a El Bosco y a Picasso; y que, en otro orden, se sirve insistentemente del eslogan, del puro grito desesperado, desnudando con crudeza y brevedad las intenciones ocultas del poder, el masivo proceso de alienación gregaria que la fe del individuo medio (o medio individuo) -semejante a ese rucio que, en pos de la proverbial zanahoria, tira de la estatua de la libertad en el políptico titulado El sueño americano- termina nutriendo inconscientemente y por el cual es a la postre engullido. Porque no hay salida dentro del actual estado de cosas. A lo sumo, resta esta suerte de exorcismo con el que Claudio parece querer probarse a sí mismo que sigue siendo humano, que, a pesar de pertenecer a esa generación llamada X cuya incógnita ha sido finalmente despejada revelándose generación H (por muda e hipotecada), persiste aún en él, después de haber sido sometido a tamañas vejaciones, un vestigio de lucidez y sensibilidad. Es en ese último reducto indestructible donde Claudio Aldaz, "en derrota, nunca en doma" -como decía el poeta, ha encontrado alivio, la fuerza y la creatividad necesarias para construír su Timocracia, este pequeño a la vez que inacabable viaje al fondo de nuestra miseria.

(*) Se da la pintoresca circunstancia de que uno de ellos, agobiado por las responsabilidades empresariales, huyó recién iniciado el negocio y es ahora concejal.


 
 
 [Timocracia, de Claudio Aldaz Casanova se expone en la Asociación La Azotea de Murcia desde el 13 de septiembre de 2012. C./ La Estrella, 2.]
 
Fotos por cortesía de Lola Nieto.

9/05/2012

El más alegre cuando ríe

  Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957) es un escritor descomunal. Cioran parece un histrión vacuo comparado con el pesimismo que rezuman A este lado (Pamiela, 1993), Paisaje con fisuras (Pre-Textos, 1999), Los días de enmedio (Destino, 2002) o Historia de las malas ideas (Destino, 2003); Schopenhauer, una plañidera neurótica. El cinismo de Gil Bera es estoico, una disección de la estupidez y la crueldad humanas enraizada en los más antiguos estratos materiales, que parte de la actualidad para remontarse hasta cronologías insondables.
  Mediante la investigación histórica, arqueológica, moral, lingüística, jurídica, literaria, filosófica, retórica y traductológica, la revolucionaria erudición clásica de Ninguno es mi nombre (Pre-Textos, 2012) se yergue como un hito filológico equiparable, pongamos por caso, a la tesis doctoral de Nietzsche, si no mayor, -albricias, Eduardo Gil Bera no es universitario-, puesto que descubre y esclarece los rastros ignorados de Homero, como Paisaje con fisuras hacía con la Biblia, como éstos y otros de sus ensayos con la Epopeya de Gilgamesh.
  El español que escribe Gil Bera vale más leerlo que comentarlo. Tienta pensar que Ferlosio, -a quien mejora sin desplantes, consciente de que la honestidad intelectual es implacable-, lo lee agradecido.

8/26/2012

Carta al padre, de Franz Kafka


  La carta de Franz Kafka a su padre es un escrito demoledor, terrible, pero su prosa brillante, su tema y su estructura, la convierten en pura armonía, en un hito literario y humano de incalculable valor. A mi juicio, constituye la referencia en cuanto composición literaria de la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard, que puede leerse como una Carta al padre de Kafka llevada al extremo, omniabarcante y qué duda cabe, a fin de cuentas, contra su autor.
  Se trata de un texto sin parangón en la propia obra de Kafka, nada de ésta se le parece demasiado, ni siquiera el resto de su correspondencia, de la cual es el documento más extenso. A La metamorfosis sólo es comparable en su rareza, en su carácter marginal dentro del propio legado kafkiano, aunque comparta con ella una enorme intensidad de emoción y razón. Y, aunque trate temas de su Diario, éste se desenvuelve de una forma muy diferente, en él sólo hay alusiones breves y alguna diatriba, pero el asunto principal de la carta, Hermann Kafka, se desarrolla aquí en sus perfiles más claros, con mayor riqueza de percepciones. Parece que el perdido K. de las novelas es capaz aquí de ver con nitidez. Conoce al detalle la figura de su padre. Su retrato es portentoso en este sentido, de una agudeza y una multiplicidad desbordantes. Kafka pone delante de su padre algo mejor que un espejo, se pone a sí mismo, con toda la inteligencia y la sensibilidad de que es capaz. Reconoce que en ocasiones su análisis es frío, pero la finalidad de la carta es romper el distanciamiento con su padre, y eso pasa porque Kafka logre hacerse comprender por él, a sabiendas de que resultará difícil, puesto que todo en la relación entre ellos, desde que el niño observaba atemorizado el poder de su padre, supone un obstáculo que aleja esa posibilidad.
  La carta comienza dando respuesta a una pregunta que el padre había hecho: ¿Por qué Franz dice que le tiene miedo? Es curioso que la inquietud del padre se refiera a que el hijo diga que le teme, no a que le tema. Al padre le perturba que su hijo exprese ese miedo, no que lo sufra. Desde el principìo empieza a describirse al padre por caminos insospechados. Comenzar así justifica el envío de la carta. Una carta así no podía haber sido solicitada y menos aún hacerse pasar por tal. Sin embargo, la pregunta que responde en su arranque la introduce de manera natural en el devenir de su interlocutor, tiene perfecto sentido, no es "locura" o "insensatez", como el padre gusta calificar otras actividades de su hijo. (Quizás en este punto asoman las "mañas de abogado" que Kafka confiesa a Milena Jesenka al enviarle una copia de la carta.)
  Kafka aborda desde el inicio una de las ideas centrales que quiere explicar a su padre: su miedo, que ha resultado tan determinante para él en tantos otros aspectos de su vida. Ese miedo es la causa de su sentimiento de disminución, que es global, que se manifiesta en lo físico, en la capacidad de juicio y en los motivos para actuar. Ante el hijo, Hermann aparece como un pater familias que reclama sus privilegios en todo momento y actúa arbitrariamente sin consentir desobediencias, imponiéndose por la fuerza de sus gritos, su dinero, su edad o incluso sus achaques. Un hombre cuya vida se dirige al sometimiento de quienes tiene alrededor, donde su hijo Franz se siente el más oprimido.
  Sin embargo, Kafka demuestra un conocimiento profundo de la forma de pensar y las razones del padre, de su particular ética, y, pese a que le parezcan nefastas, las expone con el propósito de llegar a un entendimiento con él.
  Se trata de un pleito privado, en el que las partes han de ponerse de acuerdo o jamás salvarán sus diferencias.
  Kafka completa el cuadro mostrándose también a sí mismo. Recuerda su sentimiento de culpa respecto de la familia al descubrir que sus amistades eran rechazadas sin apelación, que su deseo de vivir nada tenía que ver con el que su padre había planeado para él. Presenta el panorama que llevó lógicamente al malentendido. Y no cesa de profundizar en él, para que su padre le comprenda. Penetra en la diferencia que existe entre los dos. El padre: orgulloso, autoritario, torpe pero generoso, en ocasiones tan irresponsable como una tormenta de la naturaleza. El hijo: temeroso, enteco, atormentado por la culpa, incapaz de comprender las contradicciones de su padre, por qué actúa de forma opuesta a lo que dice que debería hacerse, por qué aplasta cualquier intento que surja de transgredir ese deber que él mismo incumple de continuo. "Tú, un ser para mí absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías a mí". Incluso el hecho de que se le desobedezca es para el padre un motivo para imponerse, independientemente de lo que ordene.
  ¿Puede extrapolarse el carácter de Hermann a un plano más general?, ¿en tanto burgués de su generación, por ejemplo, o en cuanto burgués de su generación que es padre además?
  En tanto que es judío no lo parece tanto. El dinero, el trabajo y las aspiraciones sociales han repercutido más en su vida que la religiosidad. Ante la religión adopta una actitud típicamente burguesa, la hipocresía. De hecho, Kafka sugiere que por el judaísmo podían haberse encontrado, o haber encontrado al menos una salida juntos de él. Comoquiera, la singularidad del padre resulta muy mermada respecto de la del hijo. Con el padre entran en juego una larga lista de convenciones, normas sociales y formas arteras para eludirlas, injusticias de toda laya, fingimientos sin sentido y prejuicios de clase; todo un sistema de poder que lucha con violencia por su expansión. La extrapolación sería posible en lo referido a los modos y valores de una forma de paternidad que ha imperado de manera más o menos generalizada en Europa hasta una época no tan lejana -Kafka sería hoy bisabuelo nuestro- y que tiene en esta carta una piedra de toque ineludible.


[Carta al padre y otros escritos. Franz Kafka. Traducción de Carmen Gauger. Alianza Editorial, 1999.]




8/19/2012

La otra parte, de Alfred Kubin


  Como señala Paco Jarauta en el prólogo a la presente edición, esta novela es “el sueño de un mago poderoso”. Alfred Kubin, nacido en Bohemia en 1877, pintor y dibujante cuya obra gráfica había alcanzado reconocimiento en los círculos expresionistas de la época, -destacándose por sus ilustraciones para los libros de Nerval o Strindberg, entre otros-, sufre una honda crisis depresiva a la muerte de su padre y, tras emprender un viaje a Italia que no logra reconciliarlo con su trabajo, “para buscar alivio”, según cuenta en su Autobiografía, comienza “a imaginar una historia fantástica y a anotar su trama”. Pero las ideas se agolpan en su cabeza, obligándole día y noche a escribir, de forma que en doce semanas concluye la redacción de La otra parte.
  El protagonista del relato, un joven artista cuyo nombre no llegamos a conocer, recibe de Claus Patera, antiguo camarada escolar, una extraña invitación para acudir con su esposa a un misterioso lugar situado en un punto impreciso del continente asiático, el cual constituye el “refugio para los descontentos con la cultura moderna”. A la invitación, Patera acompaña una cuantiosa suma de dinero, de manera que el matrimonio no tarda en decidirse y aceptar. A partir de ahí, asistimos al relato vívido y minucioso del descubrimiento del Reino de los Sueños, y de Perla, su capital, ciudadela donde Patera ha invertido su inmensa fortuna, reconstruyéndola siguiendo un plan rígido y peculiar: a base de viejas edificaciones y antigüedades traídas de todo el orbe, guiado por “una profunda aversión (...) contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso”. Los escogidos habitantes de tan extravagante país, invariablemente marcados por alguna tara o rareza, viven bajo el influjo de un poderoso hechizo, en un mundo donde sólo la ilusión es real, ajenos al exterior y sometidos a los inescrutables designios de El Amo. La utopía está lejos de resultar halagüeña. El joven dibujante innominado da cuenta con pavor del desquiciamiento creciente que reina en Perla, y de cómo él mismo se ve envuelto, atrapado por su locura. La vorágine de episodios infernales se precipita en un apocalipsis de destrucción y muerte. El narrador, como Dante, no puede más que describir el derrumbe con prodigiosa plasticidad, tratando de rescatar la poesía del miserable abandono y lo incomprensible hasta que, finalmente, el Reino de los Sueños es aniquilado.
  La otra parte es el desmoronamiento de una ilusión y una indagación en el vacío, en lo desconocido, en lo que ni siquiera tiene nombre. Kubin la escribió empujado por un arrebato de creatividad que escapaba a su total comprensión. Cruzó esa línea para arrojar sobre su época una luz que tal vez sólo ahora comprendemos.

[Alfred Kubin, La otra parte. Traducida por Juan José del Solar, Ed. Minotauro, 2003.]