12/11/2012

Jose y yo

 
  -Un poco de higiene -o- Hay que cuidar un poco la higiene -dijo ella. No lo recuerdo bien. En sus pechos veía las motas negras que le habían dejado los restos de mi barba mal afeitada la noche antes, cuando la llamé con una polla por cerebro en la cabeza.
  Lo asombroso es que hubiera contestado por la mañana, y que a mi todavía achispado ofrecimiento de venir a comer hubiese respondido que sí, y que lo dijera además sin dejar lugar a dudas ni llamarse a engaño.
  “Si cambias lo de horror por sexo, ni me lo pienso” –fue su respuesta al sms que le envié.
  Y yo, sin embargo, impaciente, consciente de que no iba a ser aquello sino la enésima prueba de que nuestros polvos apenas tenían ya significado, de que habíamos reducido su sentido al de una mera satisfacción fisiológica que en absoluto podía considerarse satisfactoria, antes al contrario.
  Una y otra vez incurría en errores similares, quizá era el alcohol lo que me mantenía apegado a querencias fuera de moda, o inactuales, como me gustaba llamarlas, o anticuadas, como otros con más razón que yo dirían, o leer casi exclusivamente a los muertos o vivir como si sólo después de muerto fuera mi vida a ser comprendida por alguien más que no fuese yo, por vete a saber qué jugada del destino que no podía desentrañar tampoco en esa ocasión, porque nunca, jamás podía estar seguro sino de las conjeturas y las divagaciones, éstas, entre la rotundidad de la afirmación y el pudor de la sugerencia, parecían capaces de expresarse más claramente que cualquiera de mis exabruptos de franqueza.
  La ebriedad es eficaz contra la rutina, pero se convierte en una costumbre. Y yo, animal de costumbres, no quería renunciar a las mías. La embriaguez me empujaba a evocaciones gratas. Eterno retorno de lo idéntico me devolvía, nuevas, aquellas sensaciones (otra vez los límites léxicos, ¿qué otra cosa es la vida sino lenguaje impropio?) tantas veces exprimidas del placer, con todo el gusto pasando por los poros. Y cedía. Ah, sí. A sabiendas del desliz imperdonable de la cerveza siguiente, de la décima de más que me obstinaba en apurar. Porque entonces la magia surgía inseparable de hechos reales absolutos como la muerte y la política.
  Cuántas veces, inmerso en situaciones prometedoras junto a mujeres jóvenes y bonitas, al principio de la fiesta, cuando el gozo se paladea en la boca y el cuerpo empieza a sentirse penetrado de turbulencias mentalmente prefiguradas e invocadas pero sólo entonces vívidas, cuántas veces no había tenido al alcance de los dedos cuerpos apabullantes, mediando un poco de prudencia, sólo un poco, y una y otra vez, una sinceridad inútil -que únicamente para mí y sólo relativamente, con los ojos puestos en mi carácter o personalidad o como quiera llamárselo, podía llegar a ser, en último extremo, relevante- me abocaba fatalmente a la torpeza, a presumir que aquel despliegue improvisado de momentánea elocuencia, de gracia, belleza y sabiduría instantáneas (que tal vez solamente yo valoraba), resultaría suficiente para que la mujer joven y bonita de cuyo cuerpo y cuya voz y cuya manera de moverse y beber o trabajar o fumar o reír yo llevara horas imaginando o pensando o conjurando el deseo de enamorarme, me aceptara, y aquella sinceridad inútil, una y otra vez, me hacía desvariar con la más incorrecta de las actitudes.
  Pero Jose había sonreído, quitándose las gafas de sol. Mostrando con timidez mal disimulada la deslumbrante emergencia de sus pezones bajo una blusa de algodón blanco probablemente carísima.
  Llevaba el coño rasurado de la misma forma que los últimos dos años.
  La primera vez que la ví así me chocó.
  -¿Tú también? –le pregunté con sarcasmo.
  -Se llaman ingles brasileñas.
  -¿Por qué? –riéndome, y con un hilo de voz, casi avergonzado- no me gusta… no es bonito.
  Ahora, en cambio, antes de bajarle las bragas ya sabía lo que me iba a encontrar. Y no me sorprendió. Ni a ella mi naturalidad al comerle aquel mismo coño que cinco años antes hubiese hundido mi erección en la más patética flacidez.
  Sólo cuando me quejé confesó que me estaba clavando sus colosales piernas de jugadora de voléibol de metro ochenta en los muslos deliberadamente, para hacerme daño.
  -Algunos son tan imbéciles que dicen que no les molesta –afirmó con seriedad, lo cual me contrarió, porque a mi me molestaba.
  El café –descafeinado para más inri- se había acabado y yo ya no sentía deseo alguno hacia aquellas tetas salpicadas de pequeñas rayas negras procedentes de mi barba. A pesar de toda la gratitud mezclada de cólera que me ardía en el pecho, mi deseo era que se fuera.
  -¿Por qué pierdes el tiempo? –hubiera querido que descifrara sin dolor en mis ojos. Porque amarme ni me hacía a mi mejor ni a ella. Era, nuevamente, una especie de costumbre. Y nosotros, animales de costumbres equivocadas, volvíamos, andado el tiempo, por aburrimiento, por la derrota constante de todos los días que nos empeñamos en negar especulando con que quizá a veces uno, de verdad, vive, Jose y yo, volvíamos a caer en ella, a practicarla, a revivirla en medio del caos.
 
*****
 
  -“¿Llevo vino?” –preguntó su sms.
  Me acordé de Li Bo y de Omar Jayyam y pensé que sí. Por supuesto, vino. Al menos esa noche, me mantenía sobrio. No había probado ni gota en toda la semana. Y sin que me costara gran esfuerzo. Después de la última depresión, lo que menos me había apetecido era oler siquiera ningún mejunje alcohólico.
  Aunque si empezaba a beber con ella quizá fuera distinto.
  -“Barro seremos en manos de alfarero” –le respondí.
  Poco más tarde, Jose apareció en la puerta con el pelo largo y castaño cayéndole en los hombros y la espalda como una cascada de ondulaciones mareantes. Llevaba la botella en la mano y el bolso lleno de cosas, como pude comprobar en cuanto entró, lo puso encima del sofá y empezó a sacar de dentro tabaco, el teléfono, un bote grande de cristal hasta arriba de marihuana y una caja de condones.
  Entonces me miró como si estuviera riéndose.
  -¿Cenamos primero o vamos directos a la cama? –deliré que me preguntaba.
  Nuestros ritmos diferían invariablemente. Ella esperaba mientras que yo trataba de ir lo más deprisa posible, lo cual me exigía, sobre todo, permanecer en calma.
  En sus labios se insinuaba una sonrisa tras la que asomaban en fila los dientes blancos y brillantes. Me giré hacia la mesa dispuesta en el comedor, con una pizza de atún y verduras humeando en el centro, y cogí el vino.
  Esta vez sí, la música iba a servir de ayuda. Antes de que llegara, había dejado sonando adrede en el ordenador una de mis listas favoritas: dj aleatorio. De modo que, por algún sitio, la cosa saldría bien. No iba a ser difícil darse cuenta. A veces salía bien.
  El jardín le gustó más de noche. La vieja buganvilla seguía cuajada de flores moradas y las ramas de las palmeras proyectaban sus sombras en la hierba alrededor de hibiscos y rosales.
  -No sería mala idea bailar –dije.
  Entré un momento a la casa, me puse una chaqueta y regresé al frío de fuera con la copa de vino en la mano.
  Jose se había arrancado a cantar:
 
Puedo hacer lo que quiera
 
  La abracé tan fuerte que sentí su risa alegrándome por dentro. Besé su cuello, sus dedos, su boca, todos y cada uno de aquellos dientes duros y cortantes… la boca de húmedos labios abiertos, su lengua dulce como la pulpa de un dátil, el hueso en el cielo de su paladar.

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