A
raíz de una anécdota personal completamente ajena a su trabajo
pictórico anterior -montar una heladería junto a dos amigos de la
infancia (*)
con la finalidad de evitar las servidumbres comerciales del arte-,
Claudio Aldaz, sobreponiéndose a sus peores sospechas, empezó a
relacionarse estrechamente con bancos, cajas de ahorro y
aseguradoras, con abogados y asesores fiscales, con hacienda, la
seguridad social, el ayuntamiento y las más peregrinas y
recalcitrantes entidades gubernamentales, con compañías de
telecomunicaciones y de suministro de energías... relaciones
fundamentalmente burocráticas, basadas en documentos -cartas,
contratos, notificaciones, facturas, albaranes, tiquets de compra,
folletos publicitarios, extractos bancarios, multas- redactados en una jerga infame desde
la perspectiva de cualquiera con un mínimo de buena fe.
Ese
archivo es el soporte material que Claudio ha trabajado plásticamente
para contar la particular lectura que él hace del mismo. Pues las
conclusiones que extrajo de la ominosa empresa no fueron precisamente
festivas. Antes al contrario, su relato es el de un encuentro con el
MAL con mayúsculas y una lucha en su contra sin posibilidad de
justicia, cuyo único recurso es la venganza, la befa y la denuncia
sin ambages de los usos y abusos, verbales y de hecho, que los entes
citados emplean en su proceder, exprimiendo hasta el paroxismo el
lenguaje jurídico con el único fin de extenuar la paciencia del
lector/cliente/consumidor, abrumándolo con una logorrea infernal en
la forma y en el fondo, pergeñada con turbios galimatías y que jamás
coincide con lo que de viva voz se le asegura que dice, puesto que el
principio pacta sunt
servanda
carece hoy día de vigencia y nadie, menos aún un subordinado de
tales instancias, se considera obligado a cumplir su palabra; para
qué, si puede mentir y mentirse. Lo que importa es la avidez, la
codicia. Usura, non
homines, rezan varios de
los papeles expuestos.
La
indefensión es permanente. Luego de un arduo estudio, los documentos
desvelan estar concebidos, además de para minar la entereza del
intérprete, para imponerle onerosas cargas que sólo a él le
afectan, sin que los mismos supuestos que las motivan sean igualmente
aplicables a la entidad de que se trate.
Es
el caso del establecimiento crediticio que grava con recargos la
demora en el abono de cuotas. Recargo que el cliente tiene que
afrontar a intereses leoninos a partir del primer minuto y que, sin
embargo, no vincula al banco ni siquiera cuando éste se retrasa
meses en la efectiva entrega de las cantidades pactadas como
préstamo. Con la agravante de que las notificaciones de dichas
demoras son también cobradas y, en ocasiones, hasta coinciden con
felicitaciones de cumpleaños o navidad dirigidas al distinguido
cliente por parte del usurero.
La
lectura atenta de una simple factura de agua revela que por el bien
en sí apenas se paga un 20% del total, yendo el resto a satisfacer
cánones, tasas, impuestos, comisiones, intereses y demás
aditamentos innecesarios, útiles únicamente para quienes se lucran
gracias a ellos, que nada tienen que ver con lo que uno necesita y
quiere pero que le cuelan subrepticiamente a no ser que se resigne a
prescindir de ese servicio esencial.
Por
no hablar, por ejemplo, de agosto, el mes de las notificaciones
sancionadoras par
excellence. Es en plena
canícula cuando más meridianamente descubre el incauto la mala fe
de los órganos administrativos.
La
relación de trapacerías podría llenar bibliotecas. El tríptico
Magna sede de la letra
pequeña, así
como el resto de piezas individuales realizadas sobre soportes
análogos -facturas, contratos, notificaciones- a las que
indirectamente remite, resume
a la perfección este mecanismo perverso mediante el cual el derecho
pasa de ser una herramienta orientada a facilitar y regular las
transacciones garantizando su seguridad, a convertirse, literalmente,
en un instrumento de tortura. Mas no para ambas partes del contrato,
sino exclusivamente para la así llamada débil, forzada a financiar
la corrupción imperante, los cínicos y siniestros tejemanejes que
perpetran la administración y las grandes empresas, aquellas que
nunca actúan en igualdad de condiciones con el usuario, sino a
través de esa aberración jurídica que constituyen los contratos de
adhesión, según los cuales uno, o bien acepta íntegramente
cláusulas que sólo un demente aceptaría, o se queda sin agua, sin
luz, sin gas, sin teléfono o sin cualesquiera otros bienes y
servicios vitales, no ya para desempeñar la más modesta actividad
económica, sino para desenvolverse cotidianamente. Desafuero que
difícilmente acataría si la educación obligatoria se hubiera
tomado la molestia de informarle de ese otro principio jurídico en
función del cual, en un contrato, ninguna de las partes puede
imponer sus condiciones a la otra.
De este modo, la víctima, el pardillo, elemento indispensable al mismo tiempo que inane del sistema, derrotado e inerme, toma conciencia del Horror, de su mera condición de alimento del Leviathan, y no puede menos de reconocer con angustia que su esfuerzo, lejos de servirle a él, sirve para sufragar el complejo entramado de corruptelas que se extiende a lo largo y ancho de la sociedad, sobre todo en lo económico o, por mejor decir, en lo dinerómano, ya que semejantes usos de comercio, por insostenibles a fin de cuentas, no denotan excesiva inteligencia económica.
De este modo, la víctima, el pardillo, elemento indispensable al mismo tiempo que inane del sistema, derrotado e inerme, toma conciencia del Horror, de su mera condición de alimento del Leviathan, y no puede menos de reconocer con angustia que su esfuerzo, lejos de servirle a él, sirve para sufragar el complejo entramado de corruptelas que se extiende a lo largo y ancho de la sociedad, sobre todo en lo económico o, por mejor decir, en lo dinerómano, ya que semejantes usos de comercio, por insostenibles a fin de cuentas, no denotan excesiva inteligencia económica.
A
través del sarcasmo y el humor negro, la venganza mezcla una
estética en ocasiones aparentemente amable e ingenua, no exenta de
cierta ligereza a la que contribuyen los materiales -lápiz,
bolígrafo y rotulador; acuarela excepcionalmente, a modo de irónico
alarde suntuario-, junto a otra más abigarrada y fieramente
agresiva, con la que el relato exige vestirse más a menudo y que,
para representar al adversario tan grosero como en verdad es y
mofarse de él hasta el delirio, apela indistintamente a la
iconografía de la cultura televisiva, cinematográfica y
arquitectónica, a los periódicos y a la publicidad, a la
animalización, a lo grotesco, a la parafernalia del sadomasoquismo y
el terrorismo o al papel pautado, a El Bosco y a Picasso; y que, en
otro orden, se sirve insistentemente del eslogan, del puro grito
desesperado, desnudando con crudeza y brevedad las
intenciones ocultas del poder, el masivo proceso de alienación
gregaria que la fe del individuo medio (o medio individuo) -semejante
a ese rucio que, en pos de la proverbial zanahoria, tira de la
estatua de la libertad en el políptico titulado El
sueño americano-
termina nutriendo inconscientemente y por el cual es a la postre
engullido. Porque no hay salida dentro del actual estado de cosas. A
lo sumo, resta esta suerte de exorcismo con el que Claudio parece
querer probarse a sí mismo que sigue siendo humano, que, a pesar de
pertenecer a esa generación llamada X cuya incógnita ha sido
finalmente despejada revelándose generación H (por muda e
hipotecada), persiste aún en él, después de haber sido sometido a
tamañas vejaciones, un vestigio de lucidez y sensibilidad. Es en ese
último reducto indestructible donde Claudio Aldaz, "en derrota,
nunca en doma" -como decía el poeta, ha encontrado alivio, la
fuerza y la creatividad necesarias para construír su Timocracia,
este pequeño a la vez que inacabable viaje al fondo de nuestra
miseria.
(*) Se da la pintoresca circunstancia de que uno de ellos, agobiado por las responsabilidades empresariales, huyó recién iniciado el negocio y es ahora concejal.
[Timocracia, de Claudio Aldaz Casanova se expone en la Asociación La Azotea de Murcia desde el 13 de septiembre de 2012. C./ La Estrella, 2.]
Fotos por cortesía de Lola Nieto.
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