9/19/2012

Timocracia, de Claudio Aldaz Casanova

 

  A raíz de una anécdota personal completamente ajena a su trabajo pictórico anterior -montar una heladería junto a dos amigos de la infancia (*) con la finalidad de evitar las servidumbres comerciales del arte-, Claudio Aldaz, sobreponiéndose a sus peores sospechas, empezó a relacionarse estrechamente con bancos, cajas de ahorro y aseguradoras, con abogados y asesores fiscales, con hacienda, la seguridad social, el ayuntamiento y las más peregrinas y recalcitrantes entidades gubernamentales, con compañías de telecomunicaciones y de suministro de energías... relaciones fundamentalmente burocráticas, basadas en documentos -cartas, contratos, notificaciones, facturas, albaranes, tiquets de compra, folletos publicitarios, extractos bancarios, multas- redactados en una jerga infame desde la perspectiva de cualquiera con un mínimo de buena fe.
  Ese archivo es el soporte material que Claudio ha trabajado plásticamente para contar la particular lectura que él hace del mismo. Pues las conclusiones que extrajo de la ominosa empresa no fueron precisamente festivas. Antes al contrario, su relato es el de un encuentro con el MAL con mayúsculas y una lucha en su contra sin posibilidad de justicia, cuyo único recurso es la venganza, la befa y la denuncia sin ambages de los usos y abusos, verbales y de hecho, que los entes citados emplean en su proceder, exprimiendo hasta el paroxismo el lenguaje jurídico con el único fin de extenuar la paciencia del lector/cliente/consumidor, abrumándolo con una logorrea infernal en la forma y en el fondo, pergeñada con turbios galimatías y que jamás coincide con lo que de viva voz se le asegura que dice, puesto que el principio pacta sunt servanda carece hoy día de vigencia y nadie, menos aún un subordinado de tales instancias, se considera obligado a cumplir su palabra; para qué, si puede mentir y mentirse. Lo que importa es la avidez, la codicia. Usura, non homines, rezan varios de los papeles expuestos.
  La indefensión es permanente. Luego de un arduo estudio, los documentos desvelan estar concebidos, además de para minar la entereza del intérprete, para imponerle onerosas cargas que sólo a él le afectan, sin que los mismos supuestos que las motivan sean igualmente aplicables a la entidad de que se trate.
  Es el caso del establecimiento crediticio que grava con recargos la demora en el abono de cuotas. Recargo que el cliente tiene que afrontar a intereses leoninos a partir del primer minuto y que, sin embargo, no vincula al banco ni siquiera cuando éste se retrasa meses en la efectiva entrega de las cantidades pactadas como préstamo. Con la agravante de que las notificaciones de dichas demoras son también cobradas y, en ocasiones, hasta coinciden con felicitaciones de cumpleaños o navidad dirigidas al distinguido cliente por parte del usurero.
  La lectura atenta de una simple factura de agua revela que por el bien en sí apenas se paga un 20% del total, yendo el resto a satisfacer cánones, tasas, impuestos, comisiones, intereses y demás aditamentos innecesarios, útiles únicamente para quienes se lucran gracias a ellos, que nada tienen que ver con lo que uno necesita y quiere pero que le cuelan subrepticiamente a no ser que se resigne a prescindir de ese servicio esencial.
  Por no hablar, por ejemplo, de agosto, el mes de las notificaciones sancionadoras par excellence. Es en plena canícula cuando más meridianamente descubre el incauto la mala fe de los órganos administrativos.

 
  La relación de trapacerías podría llenar bibliotecas. El tríptico Magna sede de la letra pequeña, así como el resto de piezas individuales realizadas sobre soportes análogos -facturas, contratos, notificaciones- a las que indirectamente remite, resume a la perfección este mecanismo perverso mediante el cual el derecho pasa de ser una herramienta orientada a facilitar y regular las transacciones garantizando su seguridad, a convertirse, literalmente, en un instrumento de tortura. Mas no para ambas partes del contrato, sino exclusivamente para la así llamada débil, forzada a financiar la corrupción imperante, los cínicos y siniestros tejemanejes que perpetran la administración y las grandes empresas, aquellas que nunca actúan en igualdad de condiciones con el usuario, sino a través de esa aberración jurídica que constituyen los contratos de adhesión, según los cuales uno, o bien acepta íntegramente cláusulas que sólo un demente aceptaría, o se queda sin agua, sin luz, sin gas, sin teléfono o sin cualesquiera otros bienes y servicios vitales, no ya para desempeñar la más modesta actividad económica, sino para desenvolverse cotidianamente. Desafuero que difícilmente acataría si la educación obligatoria se hubiera tomado la molestia de informarle de ese otro principio jurídico en función del cual, en un contrato, ninguna de las partes puede imponer sus condiciones a la otra.
  De este modo, la víctima, el pardillo, elemento indispensable al mismo tiempo que inane del sistema, derrotado e inerme, toma conciencia del Horror, de su mera condición de alimento del Leviathan, y no puede menos de reconocer con angustia que su esfuerzo, lejos de servirle a él, sirve para sufragar el complejo entramado de corruptelas que se extiende a lo largo y ancho de la sociedad, sobre todo en lo económico o, por mejor decir, en lo dinerómano, ya que semejantes usos de comercio, por insostenibles a fin de cuentas, no denotan excesiva inteligencia económica.
  A través del sarcasmo y el humor negro, la venganza mezcla una estética en ocasiones aparentemente amable e ingenua, no exenta de cierta ligereza a la que contribuyen los materiales -lápiz, bolígrafo y rotulador; acuarela excepcionalmente, a modo de irónico alarde suntuario-, junto a otra más abigarrada y fieramente agresiva, con la que el relato exige vestirse más a menudo y que, para representar al adversario tan grosero como en verdad es y mofarse de él hasta el delirio, apela indistintamente a la iconografía de la cultura televisiva, cinematográfica y arquitectónica, a los periódicos y a la publicidad, a la animalización, a lo grotesco, a la parafernalia del sadomasoquismo y el terrorismo o al papel pautado, a El Bosco y a Picasso; y que, en otro orden, se sirve insistentemente del eslogan, del puro grito desesperado, desnudando con crudeza y brevedad las intenciones ocultas del poder, el masivo proceso de alienación gregaria que la fe del individuo medio (o medio individuo) -semejante a ese rucio que, en pos de la proverbial zanahoria, tira de la estatua de la libertad en el políptico titulado El sueño americano- termina nutriendo inconscientemente y por el cual es a la postre engullido. Porque no hay salida dentro del actual estado de cosas. A lo sumo, resta esta suerte de exorcismo con el que Claudio parece querer probarse a sí mismo que sigue siendo humano, que, a pesar de pertenecer a esa generación llamada X cuya incógnita ha sido finalmente despejada revelándose generación H (por muda e hipotecada), persiste aún en él, después de haber sido sometido a tamañas vejaciones, un vestigio de lucidez y sensibilidad. Es en ese último reducto indestructible donde Claudio Aldaz, "en derrota, nunca en doma" -como decía el poeta, ha encontrado alivio, la fuerza y la creatividad necesarias para construír su Timocracia, este pequeño a la vez que inacabable viaje al fondo de nuestra miseria.

(*) Se da la pintoresca circunstancia de que uno de ellos, agobiado por las responsabilidades empresariales, huyó recién iniciado el negocio y es ahora concejal.


 
 
 [Timocracia, de Claudio Aldaz Casanova se expone en la Asociación La Azotea de Murcia desde el 13 de septiembre de 2012. C./ La Estrella, 2.]
 
Fotos por cortesía de Lola Nieto.

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