5/24/2012

Nuestra enfermedad política


     La oligarquía de partidos cada vez más maniquea que padecemos, obliga con frecuencia a que el poder sea asumido por irresponsables. Es nuestra enfermedad política. Y se extiende cobrando tal magnitud que parece no haber modo de remediarlo sin necesidad de recurrir a la violencia, pues los irresponsables que nos gobiernan no quieren reconocer las tropelías que necesariamente perpetran para llegar a donde están, ni se avienen a hacer las modificaciones legislativas que permitirían vivir sin someternos a más poder que el del autogobierno. Y sin embargo, no merece la pena hacer uso de la violencia, ni siquiera contra ese poder ávido y frívolo que día tras día se nos impone, marcándonos la derrota. La historia del ser humano es la historia de su fracaso como animal político. La sucesión de guerras absurdas, esa manía del control, de querer que las cosas sean de esta o aquella manera, sin jamás dejarlas ser lo que quiera que sean, muestran un paisaje injusto y desalentador. Parece que la libertad de expresión sea el único ámbito de libertad política que queda, pero también que hay vida fuera de la política, y más rica y habitable. A fin de cuentas, es posible que hayamos mejorado en algo con los años y seamos capaces de vivir con más libertad política, aun cuando lo probable sea que ésta siga menguando. Los caminos de la libertad son infinitos y desconocemos la mayoría de ellos.

5/17/2012

Atmósferas desconocidas (sobre los paisajes de Claudio Aldaz Casanova)




     En una anotación de su diario, correspondiente al dos de enero de 1947, escribe Jünger: “Si en este estadio de ahora fuese ya perfecto un cuadro, ello sería un signo de que el artista ha renunciado a la posibilidad extrema y se ha resignado”.
     Esa posibilidad extrema es lo que investigan las pinturas de Claudio Aldaz, que por un lado miran al mundo con dolor y por otro renuncian a conformarse con la alienación de la técnica y el futuro. De ahí su imperfección, que no es voluntaria, sino que ocurre como una necesidad, porque se está ahí. Se trata de una mirada que interroga al mundo sin cesar, surcando paisajes sorprendentes y descubriendo en ellos un enigma ante el que no bastan los elementos románticos, primitivos, ni los estrictamente técnicos. Son, en parte, una aventura en el vacío, entendiendo por vacío, aquí, lo desconocido.
     Centinela.
     Descargando... paisaje romántico.
     Química orgánica.
     Atmósfera desconocida verde.
     Los propios títulos denotan ya complejidad. Es más, ni siquiera esos títulos son fijos, a veces cambian, porque el paisaje no se deja apresar, no se puede reducir. El movimiento está presente siempre. En cada lugar el infinito se impone con una sobreabundancia capaz de provocar aturdimiento. La interrelación de todo lo que hay es continua, tanto que no bastaría un cuadro -ni aunque fuese un cuadro perfecto-, son precisos múltiples cuadros, y es preciso que esos cuadros se comuniquen.




     Los paisajes que aquí se muestran son externos: planos, cuerpos humanos, desiertos, montañas, caminos, escenas del espacio... Están influidos por la literatura futurista y de ciencia ficción, por el presente de una sociedad acelerada e irreflexiva, consumista, llena de aparatos de recepción y multitud de títulos, y que ataca sin consideración a la naturaleza; una sociedad políticamente enferma, donde está teniendo lugar una transformación técnica de impredecibles resultados. Claudio mira ahí con lucidez, trágicamente alegre. Siente la fertilidad, la sensualidad del mundo y especula con la enormidad que se abre ante sus ojos entre el suelo y el cielo. Utiliza tela, madera, óleos de todos los colores, alternando la luz y la oscuridad, barnices vegetales, ceniza, insectos y conchas de caracol. Así, las pinturas transmiten fisicidad y verdad, adquieren un carácter en ocasiones orgánico, terrestre, de pura materia viva.
     No obstante, ese exterior desconocido, caótico del cosmos tiene su correlato en el infinito interno del hombre. El paisaje, los paisajes, son también internos; quizá, ante todo, sean internos a pesar de las referencias culturales que en ellos aparecen. Entramos, de este modo, en el territorio que el pintor explora en tanto que psiconauta, en tanto navegante de su propia psiké, en tanto asume el riesgo de la libertad y decide emprender también ese viaje, movido por una curiosidad que nunca llega a saciarse, que quiere más y más vida.
     Se trata de esa dulce embriaguez que provoca el sexo, de la exuberancia y el vértigo que traspasa los cuerpos en el placer. La carne y la piel se vuelven también paisaje. Los cuerpos se funden voluptuosamente con la tierra, las cinturas acogen valles sinuosos, los senos se convierten en colinas y los culos perfilan la línea curva del horizonte.
     Y se trata también de la experiencia con drogas, con substancias que rompen fugazmente las cadenas del pensamiento y la sensibilidad convencionales, que generan nuevos interrogantes, donde pensar y sentir son lo mismo. Se trata de la ebriedad como posibilidad que abre la percepción a dimensiones diferentes de la existencia, sobre todo de la propia existencia, del propio yo. Se trata de sueños y pesadillas. Se trata de un peligro planetario. Y se trata de todo lo que, al cabo, aún ignoramos de nosotros mismos.
     La sucesión de interrogantes acerca del mundo y el hombre implícitos en estos paisajes permite a cualquiera que los contempla reconocer aspectos que a él mismo, alguna vez, le han inquietado o pueden inquietarle. Pero, en todo caso, la indagación comunica con el espectador, pone en común con él problemas y experiencias, a sabiendas de que las preguntas no tienen fin, de que las respuestas son frágiles y escasas, y de que la tarea resulta, por tanto, inmensa, tan desoladora y dolorosa por momentos como feraz y pródiga en recompensas.


[La muestra Atmósferas desconocidas, de Claudio Aldaz Casanova, se expone desde el 10 de mayo en el Bar(co) El Mallorquín, C./ Joaquín Costa, 10, Murcia.]

5/11/2012

Acerca de "Reflexiones sobre Norteamérica", de Miguel Espinosa


We are America.
We are the coffin fillers.
We are the grocers of death.
We pack them in crates like cauliflowers.
The Firebombers. Anne Sexton (1)

     Seguir en su delirante andadura a quien se autoproclama como líder quizá sea, salvo contadas excepciones que no hacen sino confirmar la regla, una de las pruebas más fehacientes de la humana tontería. Antes al contrario, observarlo detenidamente, estudiar sus movimientos, retórica y acciones con rigor, adivinar sus contradicciones internas, sus flancos débiles, sus vicios y virtudes o incluso su estilo, esto es, aprehenderlo en su específica complejidad, supone garantía de protección ante los más que probables atropellos que de su parte se han de recibir en cuanto la guardia baje, ya que, de otro modo, enfrentarlo abiertamente en plena exhibición de su desmesura no revela sino imprudente temeridad. Parafraseando a Jünger: cuando un rinoceronte embiste, lo sensato es apartarse sin perderle de vista, no oponérsele de forma suicida.
     Esto es, a mi juicio, lo que lleva a cabo Miguel Espinosa en el libro que nos ocupa. Lejos de conformarse con la retahíla de lugares comunes, prejuicios infundados, etiquetas vacuas y clichés tan en boga, a saber: que los Estados Unidos constituyen un pueblo sin apenas historia (2), sumamente inculto y orgulloso de ello, cimentado sobre la peor calaña europea, ignorante de cuanto existe allende sus fronteras, ajeno a cualquier eventualidad salvo a un autocomplaciente mirar la superioridad del propio ombligo embobados los ojos en la televisión y su omnímoda realidad, etcétera (3), sorprende que Espinosa, en estas Reflexiones, escritas cuando apenas contaba treinta años y que publicó la Revista de Occidente en su primera edición allá por 1957 con el título de Las grandes etapas de la Historia Americana, manifieste no sólo un profundo conocimiento del sentido de la Historia, sino gran claridad y agudeza de análisis a la hora de abordarla. Insólita opera prima, pues, estas Reflexiones, cuyo más claro antecedente se encuentre quizá en el tratado que Alexis de Tocqueville dio a conocer en 1835 acerca de La democracia en América. En ellas, Espinosa, sin titubeos, se expresa ya con ese estilo culto, preñado de influencias clásicas y fervor por la antigüedad mediterránea que libros posteriores consumarían, que recoge magistralmente el mejor legado de Cervantes y el barroco español, donde el sentido de lo estético queda vertebrado mediante una apuesta ética insobornable, sin la que no se concibe, y que no sólo trasluce el poderoso aliento especulativo que animará toda su obra, su contrastada familiaridad con la Historia de la Cultura, de Platón a Hegel pasando por Spinoza y la Ilustración, sino que le exime, pese a su juventud, de caer en ingenuidades, demostrando poseer sobradamente esos dos elementos necesarios en toda Filosofía que se precie: intuición y amor veritas. Veámoslo en un fragmento que resulta esclarecedor y en el cual define el autor murciano tres conceptos clave a partir de los que estructurar su ensayo: Infrahistoria, Historia Natural e Historia Universal (4):

«La Infrahistoria carece de calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. En ella no transcurre el tiempo; se detiene simplemente. Todo es allí idéntico, inmutable, eterno, falto de consciencia, fatal y determinado. Tales son los ejemplos del salvaje y de ciertos pueblos donde apenas cuenta la persona, pues no existe Historia donde no hay individualización.
     »La Historia Natural posee calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. Sin embargo, su especial característica estriba en materializar la expectativa humana de felicidad, a cuyo servicio están todas las demás categorías. Por ello resulta una empresa interior e inmanente, como la vida de las mujeres; algo absorto en sí mismo, que no ha podido elevarse y trascender a un empeño superior. El elemento fundamentalmente histórico de la memoria es aquí un valor subjetivo, sólo capaz de recordar el placer o el dolor. De ahí que esta realidad surja en la adolescencia o en la vejez de los grupos humanos, aunque su ideal llegue a concebirse como alto proyecto de sabiduría en ciertas comunidades o espíritus debilitados, verbi gratia, en la Europa nihilista o en Rousseau.
     »La Historia Universal conoce también calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. Lo imprevisible, discontinuo e indeterminado se verifica allí de modo objetivo, superando la simple calidad de suceso. Se trata de una empresa donde el conjunto de individuos parece ocupar el lugar de materia informada por un demiurgo exterior y eminentemente soberano, que opera como artista sobre la sustancia del hombre, actualizando una nueva y perenne recreación. Frente al mero suceso de la Historia anterior, la aparición de tal genio representa un verdadero acontecimiento, es decir, algo que puede ser expresado en símbolos. Ahora bien: al pasar del suceder al acontecer, o de la naturaleza al espíritu, se pasa igualmente de la felicidad a la responsabilidad, o de la biología a la abstracción. En la Historia Universal brota una categoría ajena al instinto común. Es la condición de la Cultura, que arranca la sociedad de los maternales brazos de la rerum natura, para elevarla a una posición o jerarquía superior, que hace posible, por así decirlo, la colaboración con el creador. En este sentido cabe afirmar que la Historia Universal sea parte de la naturaleza de Dios y del Espíritu, en eterno fluir y desenvolvimiento.»

     Así pues, la Infrahistoria coincidiría con la etapa previa a la llegada de los colonos europeos, momento a partir del cual adviene la Historia Natural de Norteamérica, caracterizada por la decisiva impronta del alma puritano-cuáquera, no tanto en su vertiente religiosa-protestante como en su vertiente política, constituyéndose la sociedad en pequeñas comunidades radicalmente independientes, con marcado sentido individualista, donde la persona singular es inseparable del estado y viceversa, y cuya culminación o punto álgido representa la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, plasmación de un ideario basado en la subjetividad que tiene en la libertad, la igualdad y la búsqueda de la felicidad, derechos naturales comunes a todos los hombres y, como tales, "verdades evidentes", sus más altos valores. Ese periodo alumbra los estados federales, que disfrutan de enorme autonomía y cuyo principio es el autogobierno, desprovistos de inquietud respecto del exterior. Ahí recibe Norteamérica, encabezada por Jefferson –embajador en París durante la toma de la Bastilla- la herencia ilustrada, pero consciente de su peculiar idiosincrasia, de su diferencia sustancial en relación con el viejo continente, formando una Weltanschauung o concepción del mundo propia que es quizá el elemento configurador imprescindible para la nueva república. Tal coyuntura, que encarna la única revolución no violenta de la Historia, es el "campo de experimentación de utopías occidentales".
     Esa Sociedad Natural, apuntalada por un sólido sentimiento de independencia, en la que la democracia, más que a través de instituciones, cobra cuerpo a través de los individuos, desemboca en una tensión insostenible con el poder central, ávido de ampliar sus competencias, y provocará a la postre, ya con Lincoln como presidente, la Guerra de Secesión o, como Espinosa prefiere: Conquista del Sur, pues a su parecer semeja más una guerra de conquista que una guerra civil senso stricto (5).
     La sociedad surgida tras el conflicto bélico, no ya natural y en ciertos aspectos telúrica, sino institucional y, en suma, moderno estado central al modo europeo, es calificada por Espinosa como Sociedad democrática. En esta renovada situación, Estados Unidos tiene "en los negocios su negocio", una imparable vocación de apertura al exterior que se concreta ante todo en Latinoamérica, y a la vez lleva a término un excepcional proceso expansivo, desarrollándose el país geográficamente en un territorio cada vez mayor: Alaska en el norte, Texas al sur y Oregón y California en la costa oeste.
     Serán el crack de Wall Street el año 29 y Europa abocada hacia una guerra de inusitadas dimensiones, el punto crítico que producirá una nueva revisión en los fundamentos de la nación. La subsiguiente llegada a la jefatura del estado del populista F. D. Roosevelt acarrea una controversia inédita, jurídica esta vez, pues los métodos socializantes del New Deal (nuevo trato) se revelan contrarios a la constitución original, al Weltanschauung de los Padres de la Patria, de forma que ante el dilema planteado entre optar por un debilitamiento del estado o recurrir a la intromisión del ejecutivo en el poder judicial que requería la reforma constitucional, la utilidad se impone a la libertad y la masa social decide respaldar a Roosevelt con una aplastante mayoría en su segundo mandato.
     Montesquieu se retuerce en su tumba y nace un nuevo ente político que, según Miguel Espinosa, trasciende de Sociedad democrática a Estado democrático, concepción que introduce a Estados Unidos con todas las credenciales en la Historia Universal preconizada por Hegel. Ahora no es el individuo quien realiza la democracia, ni siquiera la comunidad, sino el propio estado. Sólo el estado es ahora democrático, llegando a implantarse una auténtica "dictadura de la democracia".
     El discurrir que describe Miguel Espinosa ofrece una sociedad proteica, metamórfica, pero siempre en una dirección clara: a la sazón que el poder central se fortalece en detrimento de las atribuciones de las federaciones y, por ende, de los propios individuos, se despliega progresivamente una ambiciosa política exterior. Ambos aspectos sustancian lo que significan hoy los Estados Unidos.
     En los antípodas del tópico que etiqueta a la sociedad yanqui de solipsista, Estados Unidos es hoy lo que padecemos gracias a su creciente proyección internacional, que, en el colmo de la hipertrofia, adquiere rasgos mesiánicos de redentora universal y es en demasiadas ocasiones indiscernible de una ordalía medieval (6). Nada más distante de la Weltanschauung de los Padres de la Patria, cuya religiosidad, por el contrario, era no sólo terrenal, sino vaga, y cuyo propósito estribaba en conquistar la libertad limitando el poder con ayuda de las leyes. Republicanos como Jefferson o Madison jamás se hubieran avenido a la aberración de mantener el poder menoscabando la libertad y faltando a los más elementales principios del derecho.
     Valdría la pena un estudio que, medio siglo más tarde, actualizase estas Reflexiones. Como canta Bob Dylan, Things have changed, y saber en qué medida aproximadamente nunca está de más.
     Uno se ve tentado a sugerir, por ejemplo, que en los últimos años la política exterior norteamericana se ha expandido no ya en lo político, sino en lo puramente económico, de lo cual lo político se ha trocado obediente hermano menor, mero instrumento al servicio de los negocios y la despiadada moral a ellos inherente. Ese y no otro ha sido el pingüe botín de la Segunda Guerra Mundial, respecto de Alemania y Japón, y de la Guerra Fría respecto del bloque soviético y China. Contiendas tras las cuales la política de Estados Unidos ha pasado de tener "en los negocios su negocio", a hacer de la Guerra el negocio de los negocios. De forma que el Pentágono administra hoy el miedo global con una rentabilidad inaudita a lo largo y ancho de Infrahistorias, Historias Naturales y Universales. En ello ha descubierto el otrora país de Walt Whitman la empresa mercantil par excellence.
     La duda crece a la hora de elucidar si el propósito de Estados Unidos radica hoy en erigir un Imperio mundial o antes bien en limitarse a gobernar el caos, esto es, a permitirlo, suprimirlo o manipularlo según su particular interés.
     Cualquiera puede, además, darse cuenta de que desde J. F. Kennedy la limpieza de los procedimientos electorales norteamericanos deja bastante que desear, alcanzando el paroxismo de la desvergüenza en la elecciones que encumbraron al dipsómano presidente Bush hijo. Por ello puede cualquiera preguntarse sin temor a ser tachado de apocalíptico si de la "dictadura de la democracia" rooseveltiana que señalaba Espinosa no se habrá acaso pasado a una "dictadura de la economía" o, por mejor decir, "dictadura del dinero" sin más, pues no denota excesiva lucidez económica fomentar una industria que en su mayor parte es pura depredación de los ecosistemas. Tiranía en la que grandes corporaciones empresariales, corrompidas hasta los tuétanos (casos Xerox, Enron, Arthur Andersen, etcétera), subvencionan a los partidos políticos poniendo y quitando presidentes a su antojo al tiempo que los despojan de toda influencia respecto de su propio país, librando los delirios de tales títeres castrados y edípicos hambrientos de poder exclusivamente al ámbito internacional, donde ejercen su señorío inobjetable con la pusilánime aquiescencia de los representantes del resto del planeta, gobiernos europeos a la cabeza, pues es sin duda Estados Unidos el garante máximo de toda verdadera democracia, como en Florida se probó de forma transparente.
     A todo esto cabe añadir que el atentado del 11 de septiembre de 2001 sirvió al ejecutivo estadounidense para perpetrar, amparándose en la consecución de una mayor seguridad (7), un auténtico Golpe de Estado, ciertamente velado, pero Golpe de Estado a fin de cuentas, pues cuando a los cuerpos de seguridad y al ejército de cualquier país les son concedidos en sus actividades poderes discrecionales poco menos que ilimitados, (y así con la Administración en general, que más bien se autoconcede tales prerrogativas), por mucho que esos privilegios sean habilitados mediante leyes escritas, se conculca el principio de legalidad o rule of law, que precisamente nace para evitar tal arbitrariedad. El imperio de la ley consiste en que la entera actividad del estado esté sujeta a regulación a fin de que pueda preverse cómo el poder va a actuar en todo momento frente a una u otra situación. Ese principio es lo único que verdaderamente garantiza cierta seguridad, acaso la única posible: la seguridad jurídica. Una administración a la que se le permite actuar discrecionalmente cuando y como desee, por más que sean las propias leyes las que le permitan hacerlo, no se atiene a los postulados del estado de derecho, pues éste constituye una técnica para el control del control, no para la extensión del Leviathan hasta el espacio de lo íntimo y cotidiano, terreno inocente donde, si algún vestigio de civismo y respeto mutuo nos queda, debemos tener por intolerable cualquier clase de injerencia.



Notas:

(1) Nosotros somos América. / Somos los que rellenan ataúdes. / Somos los tenderos de la muerte. / Los envolvemos como si fuesen coliflores. (Los Bombarderos. Anne Sexton).

(2) Como si la historia, o el pasado, justificaran lo que hoy pasa sólo cuando así ha sucedido desde siempre, no teniendo de este modo lo meramente posible carta blanca para realizarse jamás y condenando a la historia, que es por esencia dinámica, a un estatismo incongruente. O peor: como si la historia otorgara derechos en el presente, olvidando, paradójico fanatismo de la memoria, que no es la antigüedad lo que sustenta un derecho, sino su íntima justicia, sin la cual, por viejo que sea, debe desaparecer. Lo más que hace ese campo asolado de sangre, mentiras e iniquidad que es la Historia, y conviene valorar esto en la medida que merece, es ayudarnos a explicar el presente y ser conscientes de los errores que no han de repetirse. Como dice Polibio: “La humanidad no posee mejor regla de conducta que el conocimiento del pasado”.

(3) Tópicos de esa ralea resultan intolerables siempre, pero mucho más cuando se trata de interpretar lo que ya Tocqueville reconoció como “el gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo”. Aun así el oído se acostumbra a escucharlos por doquier, -simplemente porque evitan la enojosa tarea, a punto de total extinción, de pensar por uno mismo, siquiera sea cinco minutos, en lo que verdaderamente puedan ser las cosas e intentar, por más penoso que intentarlo parezca, ilustrarse al respecto-, velando así la multiforme realidad, sus variadas y policromas facetas y modos de aparecérsenos, y abandonando a quien a tales postulados se atiene en la más honda indigencia intelectual, inerme frente al capricho del autoproclamado líder en su loca e incierta carrera de rinoceronte desbocado.

(4) Categorías éstas de clara raigambre hegeliana, y por ello, desde cierta perspectiva, -a la luz de los trabajos de Friedrich Nietzsche, Oswald Spengler, Jakob Burckhardt o Walter Benjamin, por citar sólo cuatro ejemplos que interpretan la historia desde posiciones escasamente complacientes con Hegel y, además, muy distintas entre sí-, punto débil de la investigación de Miguel Espinosa. Punto débil en el sentido de que la vigencia de tales categorías se da por sobreentendida en las Reflexiones cuando, a esas alturas del pasado siglo, había ya muestras de que resultaban por lo menos discutibles. A mi entender el propio Espinosa así lo advierte, y novelas como Asklepios o Escuela de Mandarines reflejarán una concepción del tiempo que ya no es histórica o reductible a categorías sistemáticas, sino tiempo mítico, relato.

(5) Distinción sutil en la que cabe percibir los ecos de la terminología empleada, a propósito del origen del Estado, por David Hume.

(6) En referencia a la así llamada Guerra contra el Terrorismo, que acoge conflictos como el de Afganistán o el de Irak, a los que cabe prever que se sumen otros, y cuyo objetivo final no parece ser sino militarizar la vida colocándonos en un permanente estado de excepción, Bush jr. afirmó que vencerían porque sólo ellos defienden el Bien, porque Dios está de su lado. Idéntico paralogismo, dicho de paso, es el que esgrimen sus enemigos declarados. Probablemente, la denominación dada a esta guerra deba cambiarse en breve por la de III Guerra Mundial.

(7) Objetivo quimérico por otro lado, teniendo en cuenta que la vida es más bien equilibrio inestable antes que previsible fijeza; pero objetivo, además, a todas luces espurio, pues trata de hacer creer como dogma de fe que seguridad y libertad son conceptos incompatibles, inversamente relacionados, argumento que está muy lejos de ser probado y que no hace sino desvelar los intereses inconfesables de una clase política empeñada en perpetuarse y, por ello, dispuesta a convencer de su carácter necesario viendo, o haciendo ver, que allí donde no reina su absoluto control, se impone el más temible de los peligros. En rigor, no es desechable la hipótesis de que, directa o indirectamente, sea capaz incluso de provocar ella misma ese peligro -si es que no lo ha hecho ya-, puesto que éste representa la conditio sine qua non de su existencia.

5/03/2012

Socorro (SOS)

A Miguel Fructuoso
    
     Humano fue Sócrates, quien nunca se engañó con más verdad que la ignorancia y no escribió una palabra. Sin embargo, Sócrates, poseído por su natural demonio, amaba el saber con tamaña devoción que no cesó de hacer preguntas hasta que sus vecinos, hartos de indiscreciones, optaron de común acuerdo por asesinarle. Con ocasión de tan solemne juicio, las leyes promovieron abierta injusticia para expulsar a los atenienses de la naturaleza y conducirlos a través de la historia.
     Diógenes, a quien Antístenes testimonió lo ocurrido, ya no quiso saber nada. Con la herencia de su padre, falsificó una tinaja de las que se usaban para enterrar a los muertos y la convirtió en su casa. Se masturbó cínicamente en el ágora profiriendo animaladas y, como perro hasta el final de sus días, vagó por las calles de Atenas en busca de un hombre que, a sus ojos, ni siquiera Alejandro alcanzó a encarnar plausiblemente.
     Veintiún siglos más tarde, en Alemania, Goethe, que debió de intuir con el opio fractales en la protoplanta, cuánto de demasiado humano había en ella, a sabiendas del peligro socrático que tal hallazgo podía acarrearle, estaba, no obstante, tan orgulloso de la buena nueva, que no pudo resistirse a componer la segunda parte de Fausto, donde la naturaleza, si bien de manera oscura *, se manifestó en un modo que trascendía con mucho lo anteriormente expresado por sus tratados científicos. En pago, Goethe, adicto como era a la vida muelle, aterrado ante el destino de ermitaño que se insinuó a sus pies, hubo de disimular ad nauseam, y representó el papel de poeta cortesano sin descreer jamás de Dios públicamente, asumiendo resignado que él ya era moderno.
     Rimbaud, que no era tan comodón y había leído a conciencia El Quijote además de Fausto, no pudo menos de acometer el paso siguiente reclamándose otro, quijotesca y absolutamente moderno, y prefirió entregarse al comercio de las armas antes que rendir la luz infernal de sus letras a una mesnada de cobardes y viles criaturas.
     Hölderlin descubrió lo mismo y emprendió su propio camino. Aunque Hölderlin, tanto más bondadoso cuanto menos dotado para el fingimiento y la lucha, luego de andar largamente, adoptó el coherente apelativo de Scardanelli y se refugió en un molino que seguro transmutó escribiendo disparates en otro imaginado y gigantesco suceso.
     Los postmodernos reconocen a este último cierto talento, ven en él una excepción entrañable, si bien luctuosa, cuyo extravío empecinado en fórmulas caducas acaso un Freud más madrugador habría remediado a base de cocaína. No tienen pinta, sin embargo, de haber leído con la atención estimulada a Goethe y es posible que, en breve, reputen de apócrifa la vida de Sócrates. A tales momias, tristes, aburridas y anticuadas, oponen nombres más vibrantes: Benjamin, Lyotard, Derrida, los actuales, el pop, incluso ancestros como Diógenes y Rimbaud, de quienes no dudan en arrogarse también legados cuando hablan o escriben o actúan, y hablan y escriben y actúan sin tregua, traicionándolos bellacamente, exigiendo como retribución inexcusable de su espectacular trabajo lo máximo de aquello que más odiaba el griego y enarbolando esa máxima del francés que, obviamente, son incapaces de comprender, pergeñando neolenguas postpoéticas que a uno y otro hubieran asqueado y de las cuales se hubiera compadecido tiernamente Scardanelli, que justifican e imponen la sucesión de horizontes desérticos, donde las palabras están vacías y desprecian la belleza, son superfluas, mera jerga de mentiras académicas, encubridora gimnasia intelectual con una batería en lugar de corazón, a cambio de la cual, el poder, previa exhibición pública de pleitesía por su parte, les abona prebendas ridículas. Así, grotescos y amorales, prosiguen esclavos su infame servicio mientras hacen gala de una infatuación que humilla la memoria de Benjamin y al mismo Goethe hubiera avergonzado, pues, por más honores que hubiese recibido a cambio, Goethe, que defendió sin ambages el belicismo prusiano de Napoleón, jamás habría consentido dirigir un teatro que, siquiera fuese lírica y sutilmente, no agitara la hipócrita conciencia burguesa. Ellos, a la inversa, barruntando por azar o ciencia infusa que en el teatro no se reza (Goethe), se afanan por exterminar la semántica hasta en el seno de sus propios eslóganes; truecan paradigma en dogma; depredan la naturaleza, la usan y la tiran; postulan pacifismo y respeto falsos (relativos, en el otro sólo), la muerte de la tragedia, dos dimensiones, lo nuevo en televisión, aeropuertos, títulos sin nada o nada pura sin título, frivolidad, obediencia, sucedáneo, malversación, anfibologías, tautologías, paralogismos, más dinero, diversión, publicidad, amor risible, parques temáticos, simulación; llaman metafísica a la incoherencia, libertad a la inercia, amplitud de miras a su ensimismamiento y miopía presentes; tienen por fin exclusivo engrosar las filas de una masa ya ni siquiera embaucada con ruedas de molino, sino estrictamente con chicle; para que el poder, cuya mano lamen persuadidos de que la muerden (y de que la muerden... ¡cínicamente!), entretanto, igual que siempre, recaude y administre muerte sin estorbos mediante el habitual despliegue de numerosa y activa gente de estaca. Leviathan, sí, ahora, absolutamente moderno, que ha logrado añadir a sus deletéreos e incontables monopolios y oligopolios, fuera de las pantallas, el monopolio del mercado de las armas, llamado "ejército profesional", "alianza de paz", "plan de seguridad democrática", "policía autónoma", etcétera, en prueba de que idéntica hazaña se extenderá pronto sobre el de las letras, puesto que los postmodernos se muestran altamente eficaces y las masas, vampirizadas, hipotecadas, estafadas por voluntad propia, acatan bombardeos, depositan su voto y únicamente rugen en pos del progreso sostenible contra el libre mercado.
     El lado amable del asunto estriba en que, sumidos como estamos hasta el cuello en semejante piélago, si de verdad queremos permanecer con vida y respirar, hemos de volver por fuerza a los misterios y ruinas de la antigüedad, y ver entonces qué pasa. Desafortunadamente, contamos con indicios sólidos de que también Nietzsche, a pesar de su lucidez y generosidad inagotables, se equivocó, cuando menos de hora, pues de otro modo no se explica que, entrados ya de lleno en el siglo por el cual apostó, sigamos sin saber nada, ni siquiera de la nada ni menos aún cómo salir de ella, por más presente y aplastante que la sintamos.

(*) No en vano dice Heráclito que la naturaleza ama esconderse.


[Publicado en el diario La Opinión de Murcia el 29 de Abril de 2012.]


4/23/2012

Probatio diabolica


     Ni siquiera Tomás de Aquino logró probar stricto senso la existencia de Dios, por más que trató de desvirtuar lo que dijo Aristóteles. El argumento que, para rechazar la existencia de Dios, alega que es necesario probar su inexistencia, incurre en lo que el derecho denomina probatio diabolica, que consiste en postular la prueba de un hecho negativo. Tal cosa es imposible no sólo desde el punto de vista jurídico, sino desde el punto de vista de la lógica. Procede más bien que quien propugne la existencia de algo, lo demuestre de inmediato, no que traslade esa carga al adversario cuando se ve desesperado. Quien de esta forma se conduce, lo hace guiado por una fe ciega, no respeta el lenguaje ni atiende a razones. Es, por tanto, difícil convencerlo de su error. Pero tampoco hay por qué obedecerle.

4/15/2012

Testamento de un fanzine


1. Lugares comunes: política.

     Eso que se ha dado en llamar sociedad humana, se asentó durante largo tiempo en la obediencia a Dios, que aseguraba la supervivencia incluso más allá de la muerte, superstición de la cual algunos aún hoy hacen negocio y que el racionalismo se encargó de destronar. A cambio, el racionalismo preconizó una sociedad no ya de súbditos, sino de individuos que, conformados como pueblo soberano, decidirían democráticamente el futuro de la sociedad.
     A grandes rasgos, el individualismo consiste en aquella forma de ser que otorga al hombre una identidad propia e inalienable. El individuo, uno, indivisible, posee un yo entero y acabado, claros lindes que le hacen ser quien es: él mismo, distinto de todos los demás, sólo igual a sí mismo, idéntico a sí mismo solamente. Con ello, el individuo sabe de sí, por contraste con el otro, porque no es el otro. Cada identidad vive distinguiéndose del resto, y ocupa su lugar específico. De este modo, el yo está cerrado, es fijo; franquear sus límites constituye la aniquilación de la identidad individual y, por ende, la de la sociedad entera. El sistema requiere de identidades, que cada cosa sea cada cosa y cada quien sea cada quien, para que todo sea predecible y seguro, para que todo esté bajo control.
     A esto se lo llamó progreso.
     Igual que la sola superstición no puede satisfacer al hombre por cuanto sus respuestas niegan las explicaciones de la razón e intentan que en lugar de plantear interrogantes, el hombre obedezca simplemente, tampoco la sola razón puede bastarle, ya que se ve de continuo abrumado por fenómenos que la razón no puede explicar y que, por más que ésta niegue, espolean su curiosidad y agudizan sus preguntas, preguntas a las que ni la fe ni la razón pueden responder por sí solas de forma satisfactoria. Ambas concepciones, irracionalismo solo o racionalismo solo, radicalmente limitados como son, condenan al hombre a conformarse no ya con un aspecto parcial de sí mismo y del mundo, sino con un prejuicio acerca de sí mismo y del mundo. Se ensalza a Dios o a la Ciencia y se trata luego por todos los medios de que el mundo se adecue a esas ideas; se le obliga a hacerlo mediante amenaza y coerción si demuestra contumacia. Sometido a su señorío, el hombre queda mutilado de manera cruel, reducido, despojado de cualquier atisbo de plenitud.
     Pero como lo propio de la vida es permanecer precisamente cambiando y dado que el hombre no es ajeno a esto, tampoco el racionalismo ha cumplido su ideal. El mundo ha persistido en su rebelde naturaleza, mutando sin tregua. Ese cambio, sin embargo, no ha sido fruto de la voluntad del hombre como se nos prometía, puesto que los individuos, estancados en su identidad irrenunciable y, por tanto, incapacitados para adaptarse a un entorno que nunca es igual, bastante tienen con no sucumbir en medio del fragor como para encima constituirse en pueblo soberano y gobernarse libremente. La sociedad se transforma con los impulsos de la técnica a un ritmo cada vez más rápido. El tiempo es más denso; el espacio se agosta. En esa sociedad cambiante, acelerada, el individuo, obcecado en su ser igual a sí mismo, en el rigor de la fijeza, ve amenazada su identidad por lo otro y por los otros sin desmayo. Sus fronteras, tan seguras antaño, empiezan a difuminarse peligrosamente; neurosis, ansiedad y demás trastornos, crecen. Ante el asedio, su defensa ha consistido en refugiarse más y más en su individualidad, replegándose una y otra vez hacia sí mismo, manteniendo su identidad menguándola, puesto que sólo en ella es, sólo aferrado a ella puede sobrevivir. Su identidad es su única certeza, su única realidad, y, aunque sea minúscula, lo salva. La sociedad, entretanto, como si de un ser vivo autónomo más se tratase, prosigue sus metamorfosis con creciente desdén hacia el individuo; éste, consumido por el miedo, tiende a simplificarse al máximo, para que le sea más fácil preservar su identidad. El proceso termina por vaciar al individuo hasta rebajarlo a la condición de mera cifra. No existen dos números iguales, cada guarismo conserva su identidad, por consiguiente, como es lógico, sólo degradado al estatuto de número puede el individuo sobrevivir en un mundo que cambia sin cesar. La identidad termina por resultar indiferencia y la sociedad fruto de la razón una sociedad de masas. En esa sociedad cada individuo es una cifra estadística cuyo único interés reside en sobrevivir, en conservar su posición a costa de lo que sea. El miedo se convierte en elemento exclusivo de integración social. La gestión de lo público, la política, o mejor dicho, el poder -usurpador por antonomasia de lo político- no es más que administración de ese miedo, único universal vigente aquí y ahora. Como describió Canetti, el asunto se resume en un paisaje de Masa y Poder.
     Sobre la masa actúan fuerzas que rivalizan entre sí, a veces contrapuestas y a veces coincidentes: gobiernos, líderes, instituciones, medios de información, partidos políticos, modas, iglesias, nacionalismos, terrorismos, poderes financieros... La presión que estas fuerzas ejercen marca el rumbo, normalmente identificando enemigos de los que librarse, apelando al miedo común. La ridícula voluntad de números que ignoran su condición inmersos en una competición sin cuartel, no puede hacerlo. Sin embargo, ninguna de esas fuerzas ha adquirido todavía poder suficiente como para sobreponerse a las demás, de manera que la masa vaga sin dirección, sin un objetivo concreto, menos aún con un proyecto de convivencia compartido, aterrorizada y compelida por una inercia irresistible que arrastra consigo todo y a todos, siempre ávida de crecimiento. En su seno, la libertad se convierte en un chiste para oligofrénicos o incautos. Constatar este hecho es constatar que el pueblo, tal y como lo definió el racionalismo, ha muerto.
     Semejante estado de cosas obliga a examinar qué sentido, qué grado de verdad, qué realidad efectiva pueden tener el derecho y la democracia como instrumento y forma, respectivamente, de gobierno de la sociedad humana. Más aún porque, como apuntábamos arriba, el poder se ha enseñoreado de la política arbitrando desde el principio mecanismos que le habilitasen para continuar ejerciendo su control, o incluso para acrecentarlo. Rasgo muy de acuerdo con nuestra época, marcada por la preeminencia del sucedáneo.
     Dejando aparte que la representación política impide al individuo responsabilizarse de los asuntos públicos de manera directa y es oligopolio exclusivo de partidos organizados jerárquicamente, que es irrevocable y, por tanto, contraria al derecho, y que tal representación carece ya de justificación puesto que la técnica permite que la voz de los individuos sea oída sin intermediaciones; dejando aparte leyes electorales amañadas; dejando aparte que la separación de poderes se ha esfumado, puesto que es el ejecutivo el que mayormente legisla y no ya el Parlamento, y puesto que el gobierno se inmiscuye de continuo en el poder judicial; dejando aparte incluso que, en aras de la seguridad y la eficacia, la administración goza de discrecionalidad creciente a la hora de ejercer sus funciones, vaciando de contenido el principio de legalidad –único principio, dicho de paso, que garantiza la única seguridad posible, esto es, la seguridad jurídica-. Dejando aparte todos estos resortes de los que el poder se ha servido para perpetuar su dominio, cabe decir que lo más grave estriba en continuar creyendo con fe ciega que el individuo-masa, ocupado en trabajos meramente productivos, en los cuales muere cualquier destello de espontaneidad que pudiera quedarle -en tanto que número irracional tal vez-, adoctrinado de continuo por noticias unilaterales donde se le exhiben toda suerte de peligros y males y se le ordena cómo debe comportarse para evitarlos, mediante las que cree percibir qué pasa en cada rincón del mundo, experimentando así el mundo sólo a través de intermediaciones -nunca de primera mano-, y embrutecido con divertimentos que no le proporcionan placer sino narcosis, sigue participando como buen demócrata del gobierno de la sociedad, y que derecho es sinónimo de legislación. La trampa consiste en hacerle creer que en ese escenario su libertad persiste, que posee librepensamiento, autonomía moral y sensibilidad estética. La mentira radica en hacer que el lenguaje, atributo humano par excellence, carezca ya de significado, en degradarlo hasta la saciedad, hasta vaciarlo de sentido para remitirnos a aquello que al poder –dinerario, religioso, político...- conviene en cada momento para lograr sus propósitos, pues aunque el poder fracase sin excepción a la hora de lograr sus propósitos, venderá al individuo su derrota como un éxito impar en la historia. La tragedia estriba en que así, sólo así, puede el individuo subsistir, creyendo que su libertad, su voluntad y su virtud permanecen intactas, y que su obediencia contribuye al desarrollo ineluctable del progreso. Aunque sea un número insignificante e indiferente, manipulable a diestro y siniestro y su libertad, su voluntad y su virtud existan sólo en la medida en que afiance su fe en ellas, sólo en la medida en que su respeto al lenguaje sea aniquilado: cuando llama libertad, verdad y belleza al miedo, a la mentira y a lo feo; cuando a la muerte la llama bienestar, y sonríe complacido.
     Pese a todo, la vida se obstina en su rebelde naturaleza, e igual que sobre la masa no se impone poder alguno de forma omnímoda y de la pugna entre ellos es una inercia irresistible y sin rumbo el único fruto, tampoco la masa se impone, ni son todos los hombres un número... no todavía al menos. ¿Quienes son, entonces, esos hombres? ¿Qué son? Coaccionados, sin fe, atronados por el tráfago de palabras huecas mientras todo en torno suyo se derrumba. Invisibles, sin voz, sin saber qué hacer, intuyendo que el poder no oculta sino mentiras, pero sin albergar certeza alguna tampoco, indefensos en mitad del caos. Negándose a asumir la triste, huera, fría, intercambiable condición del número, negándose a sí mismos, negando su identidad, con dolor profundo. La naturaleza y su rebeldía se obstinan en ellos.
     Un hombre así no es un individuo. Cuando siguió a Heráclito y se dejó de historias, Hegel lo expresó mejor: “es lo que no es y no es lo que es”, o sea, pura posibilidad. No es fijo ni uno ni se acaba nunca, no se deja apresar, no es nadie y puede ser cualquiera; como la rebelde naturaleza, se transforma sin desmayo, in-idéntico. Ni como el individuo-masa ni como él mismo siquiera, cambiando en todo momento de máscara... persona.
     Digamos que, como todas las palabras, el término “persona” es una metáfora. Pero sin duda constituye una metáfora más exacta que el término “individuo”, ya que éste, referido al ser humano, resulta ideal, puesto que o bien termina por reducirlo a simple número conformador de la masa, o bien, siendo como es el individuo, fijo, unitario, indiviso, un yo cerrado e idéntico sólo a sí mismo, niega la genuina naturaleza del hombre: “ser lo que no es y no ser lo que es”, substancia plural que permanece cambiando. Por eso la palabra persona supone una metáfora más acertada, que se atiene con más rigor a lo que está designando y permite al hombre esa indeterminación implícita en todo lo viviente, sin obligarle a creer que es el que es, no otro.
     Ahora bien, ¿qué puede hacer cualquier persona ante una situación como la descrita? O en palabras de Ernst Jünger: qué puede hacer “en presencia de la catástrofe y en el interior de ella”.
     Considerando la cuestión política, que es de la que en este punto se trata, lo primero que puede destacarse es que la persona no dispone de fuerzas ni recursos suficientes para enfrentarse a la masa, ni siquiera para plantearle una mínima oposición. Tratar de destruirla por la fuerza sería un suicidio, y esperar que los individuos-masa despierten o tratar de despertarlos no puede sino conducir a desesperación. Todo esfuerzo en contra del statu quo fracasa de antemano, pues implica situarse en la posición del enemigo, de modo que será criminalizado de inmediato, contribuyendo a alimentar el miedo y, lejos de alcanzar su objetivo, servir de argumento al Leviathan, que todo lo devora en beneficio propio, desvirtuando el lenguaje a su antojo para que cada cosa sea lo que en cada momento es conveniente que sea.
     Intentar cambiar el mundo es absurdo, pues el mundo no es sino cambio en estado puro. Tratar de dirigir o controlar ese cambio es algo que ni siquiera la acción de los actuales poderes ha logrado, consiguiendo sólo depredar el mundo paulatinamente. Esfuerzos de esa índole son inútiles y desembocan directamente en la frustración y la melancolía. Si, encima, tratan de organizarse en grupo, ya ni siquiera es necesario que la masa y el poder los aplasten -aunque a buen seguro lo harán-, ellos solos habrán ahorrado ese trabajo adjudicándose una identidad en el momento mismo en que, por contraste, tratan de diferenciarse de los otros, del otro, y, cómo no, sojuzgarlo. La situación ha adquirido tales proporciones que sólo resistirse a ser arrastrado por la inercia de los acontecimientos puede surtir algún resultado provechoso. La persona es capaz de resistirse a ser convertida en un número más, aunque su intento sea retribuido con soledad y rechazo por parte de la masa; puede conservar su libertad y su soberanía, puede otorgarse su propia ley, salir de los caminos trillados y reconocerse en la rebelde naturaleza, incluso, fugazmente, en otras máscaras o, parcialmente, en individuos, pero no por contraste, no por no ser como ellos, pues la persona no puede distinguirse de nada: es cualquiera, y nunca uno: más lenguaje que matemática. Su tarea no es social, sino personal, y su propiedad no es pecuniaria, sino ética.
     Actuar políticamente a través de las instituciones establecidas significa ser absorbido por ellas, pasar a engrosar las filas de la masa, otorgar al número capacidad de decisión, prescindir de la propia libertad y prostituir el lenguaje. Participar en política desde las vías que a la masa se le proponen entraña renunciar a una vida digna de tal nombre y convertirse en cómplice de una farsa. La persona actúa políticamente de forma paradójica: al margen de la sociedad. Ahí sí es posible que su tarea resulte efectiva, pero lo principal no es que su labor fructifique y repercuta en el sistema, sino que le permite mantener su libertad incólume, le permite seguir cambiando, le permite vivir. No puede partir del orden imperante. No puede servirse de la realidad convencional con su vacuo parloteo. Ha de abrir las puertas al misterio, a lo posible, a aquello que “es lo que no es y no es lo que es”, ha de reconocerse en ello, disolverse en ello, en perpetua metamorfosis. Sólo así la política recobra su sentido: proteger y ensanchar la libertad. Y sólo así la libertad guarda aliento para hacer todavía preguntas.



2. Lugares desconocidos: arte.

     La llave que sirve a la persona para abrir las puertas del misterio y de lo posible, para aproximarse a ellos, para darles libertad, para poder ella vivir verdaderamente, es el arte. La vida es arte o no es nada. Literatura, plástica y música palidecen separadas de la vida concebida como obra de arte; sólo entreveradas con ésta recobran su sentido.
     Se dice que libertad, belleza o virtud no existen más, que son términos ilusorios, convenciones arbitrarias carentes a fin de cuentas de significado. Esto es falso. El hecho de que se haya impuesto un uso arbitrario o interesado de tales conceptos no revela sino la degradación a la que el lenguaje está siendo sometido, el desprecio cada vez mayor del poder y de las masas, pero no invalida tales términos, que tal vez no puedan explicarse, pero que sin duda pueden comprenderse, que quizá escapan a todo intento de definición pero cuyo sentido último es el desvelamiento de “algo que se siente con todo el cuerpo”, como proponía Borges.
     Un uso arbitrario, interesado del lenguaje no sólo es incapaz de acercar las cosas, sino que aniquila cuanto nombra. La tarea del arte estriba en permitir que su lenguaje –verbal, plástico, musical...- reconquiste su rango y vuelva a acercar lo que nombra. Consiste, fundamentalmente, en una destructiva labor de conservación. Lo primero que debe hacer quien se embarque en esa aventura es profesar auténtica veneración hacia el lenguaje con el que se mida, pues sólo a través suyo cabe al hombre tender puentes con la naturaleza.
     Cuando masa y poder han alcanzado tal expansión que las posibilidades del ser humano de participar todavía del mundo corren peligro de extinguirse, no puede el arte buscar revolución alguna, ha de conformarse con llamar a las cosas por su nombre, sin tratar de suplantarlas o controlarlas, para lograr conocerlas y hacer posible todavía el contacto con ellas. Y sobre todo, ha de poner de manifiesto la mentira, desnudar la impostura que masa y poder esconden, pero recordando al mismo tiempo que nada tiene que ver su raíz con masa y poder, y que si se ocupa de ellos es sólo porque están degradando el lenguaje, porque están destruyendo cualquier camino que pudiese quedar abierto al hombre para vivir de acuerdo a su naturaleza.
     Es una tarea hercúlea, inmensa, que exige la entrega total de quien la acomete. De nuevo se hace imposible que pueda atenerse a los senderos trillados, que pueda esperar respuesta positiva por parte de la masa y el poder. En el momento en que trate de conciliarse con éstos estará rompiendo los lazos con su fuente originaria de vida, se estará prestando a usar un lenguaje envilecido. De nuevo ha de volver la espalda a la sociedad e internarse en tierra de nadie, no buscar el reconocimiento de los otros, sino reconocerse en lo otro, transgredir esa deletérea frontera que separa el arte de la vida o que, peor aún, considera el arte sólo un aspecto de la vida, un entretenimiento más, un lujo. No es un lujo el arte, más aún: si algo hay necesario es la poesía.
     Cualquier forma de arte que olvide esta preocupación esencial traiciona su naturaleza. El arte no puede ser amable dado el estado de cosas. Dado ese estado de cosas, resulta difícil que pueda siquiera hallar eco. Es un trabajo de zapa silencioso, que se desarrolla las más de las veces en los subterráneos. En el momento en que ese lenguaje corrompido de la masa y el poder se apropie de él, quedará esterilizado, separado de su raíz más honda. Logra su propósito en la medida en que consiga sustraerse a esa manipulación, en la medida en que no se deje apresar por componendas ni pueda ser experimentado a través de intermediaciones, en la medida en que no exista antídoto para su veneno, cuanto más peligroso e inaceptable resulte para masa y poder.
     Ciertamente, las así llamadas “obras de arte” proliferan por doquier, pero en el fondo obras tales no son más que ejemplos del nivel de putrefacción alcanzado por el lenguaje, pues su finalidad acostumbra a ser estrictamente mercantil, un medio más de hacer dinero que si en algo se ocupa de la libertad, la virtud o la belleza es para venderlas como si de artículos de supermercado se tratase. Asimismo, su inflación contribuye al mantenimiento de un circo mediático revestido de nobles propósitos que entretiene a las masas concediéndoles la ilusión de permanecer en contacto con el espíritu, aunque el motor de ese circo sean intereses obscenos y el nulo respeto a la verdad o la belleza. Vanidad, relaciones de dominio y acaparamiento monetario es a lo que tales “obras de arte” sirven, y sólo en la medida en que lo hagan son reconocidas como tales. Cargos, premios, becas y subvenciones sostienen ese mecanismo perverso para mantener al individuo en la fe de que aún tiene acceso al arte, para que toda forma de arte que pudiera surgir sea fagocitada de inmediato, etiquetada y rentabilizada, desligada así de su detonante natural, de todo misterio. Como decía Stevenson, “lo primero que debe hacer cualquiera que escoja un arte como oficio es olvidarse de prosperar económicamente”. Un arte subvencionado es un arte prostituido. Nada a lo que el poder o la masa favorezcan favorece a la vida. No es posible vivir del arte, vivir del arte es insultarlo, solamente hecha arte puede la vida seguir. El arte se obstina en su rebeldía y fluye incontrolable.
     La palabra es uno de los medios de los cuales dispone el hombre para conocer el mundo, acaso el más importante. En cuanto el hombre olvida o elude esto y mediante la palabra trata de controlar el mundo para que éste se pliegue a los caprichos de su indolencia, en vez de conocerlo y con ello conocerse a sí mismo, en vez de aprender, niega la libertad. Sólo fiel a la palabra puede el hombre reconciliarse con el mundo, aunque esa reconciliación constituya una mera posibilidad. Un uso riguroso del lenguaje no constriñe a la naturaleza ni es incompatible con la libertad, aún más: un uso riguroso del lenguaje abre los ojos a una visión plural del mundo, abre el mundo al hombre, concediéndole la posibilidad de vivir. No proporciona seguridad ni certezas, antes al contrario desvela un flujo inagotable de abundancia que engendra por doquier, participa de ese océano inasequible al dominio y la predicción, feraz, caótico, donde nada sucede si no es en íntimo acoplamiento con el resto, que en su orgía, en la confusión de su urdimbre, trasluce forma, orden, veneros de poder cosmogónico restallando sin pausa y que mudándose emanan eternidad.
     Ese torrente de vitalismo no puede sino horrorizar al hombre y que, empequeñecido, humillado, inerme, éste tema ser arrasado. La primera tarea del lenguaje que abre la intuición humana a ese mundo consiste en librarle del miedo. De otro modo la reacción del hombre será nombrar el mundo de forma que el lenguaje no sirva sino para subsanar su ausencia de coraje e inteligencia a la hora de afrontar ese misterio. El lenguaje no será ya un medio de conocer el mundo y relacionarse con él naturalmente, sino de pervertirlo, de ocultarlo, de apuntalar en el hombre la ilusión de dominio. El arte recobra así su sentido: desatar la naturaleza reprimida en el hombre. Aunque el hombre sienta pánico ante un lenguaje de esta índole, el arte le muestra que él no es ajeno a eso que se escapa de su control y le aterra por desconocido. Le muestra que forma parte de ese flujo impetuoso, y que sólo mezclado con él puede conocerlo, pero que antes ha de enfrentarse al miedo.
     Esta actitud acarrea ingentes cantidades de dolor: no sólo no sabemos a ciencia cierta casi nada acerca de ese paisaje exuberante de la vida, sino que tratar de reivindicarlo tal cual, sin intentar controlarlo, apenas describiéndolo, reportará en primer lugar el rechazo del poder, puesto que tal perspectiva disgrega la realidad en lugar de ponerle límites, impidiendo al poder alcanzar efectividad, y en segundo lugar rechazo también por parte de las masas, que exigen seguridad ante lo incierto y se opondrán con virulenta furia a todo punto de vista que siembre la duda o resquebraje sus dogmas. Por eso esta actitud ha de expresarse en forma de batalla contra el miedo a la muerte, que es siempre, en último extremo, el temor que subyace a todas las manifestaciones del miedo.
     Es preciso, pues, subrayar el dolor. No reclamar dolor, en ningún caso decir que el dolor es un precio necesario a pagar, otra especie de sacrificio, pero sí señalar que es harto inusual una vida en la que esa contingencia esté ausente y, más aún, que, dado el carácter de la época, cuanto más cerca de sus fuentes primordiales se halle esa vida, puesto que la sociedad rueda por autopistas cada vez más alejadas de tales fuentes, más dolor sufrirá esa vida, marginada del resto de la sociedad, sin más fuerzas que las propias pero sin dejar por ello de ser humana, sin dejar, en consecuencia, de ser social. El dolor no es un corolario derivado en relación causa-efecto del aferrarse a la vida, sino más bien al contrario: del progresivo extrañamiento de ésta en el que se empecinan las masas y el poder, que son en última instancia quienes lo infligen al apóstata en la mayoría de los casos.
     La propuesta es arrogarse un talante trágico como forma de estar en el mundo y saber que no hay otro modo de sobrellevar esa tragedia que la alegría. Cabe pensar que tanto dolor, tanta soledad, tanto rechazo, tanta incertidumbre, serán al cabo la prueba más sólida de que la libertad pervive. Esa debe ser la fuente de toda dicha, más aún, de todo placer. Caer en la tristeza, finalmente, no conduce sino a la inacción. Es urgente plantear batalla sin pensar siquiera en la opción de rendirse, aun cuando la oposición de masa y poder se ensañe. La palabra acude entonces como un bálsamo, derramando sus frescos manantiales, irradiando al que se sostiene digno la libertad y la belleza del mundo, o creando incluso realidades nuevas, si por azar se le brinda el don de la poesía.
     No hay otra manera de preservar y agrandar la libertad que el cuidado meticuloso de la palabra. No hay más forma de vivir que dando nombre a las cosas, pero no para dominarlas, desplazarlas o sustituirlas, sino para aproximarlas. El lenguaje expresa su esencia no tanto mediante definiciones como en forma de inacabables descripciones, y es por ello tanto más riguroso e imaginativo, tanto más exigente. Una vez nos acercamos a los fenómenos sin prejuzgarlos, sin intentar someterlos, descubrimos cuánto de ellos nos estábamos perdiendo, de una modesta flor, de una brizna de yerba o un trozo de tierra, que el infinito late ahí sólo a la espera de ser nombrado poco a poco, y que esa tarea de precisión no tiene utilidad ni objetivo; ella sola es el fin: ir viviendo. Se la puede incluso calificar de trabajo en la acepción más excelsa del término: la de arte. La vida entera vivida como trabajo creador, no el arte concebido como profesión o medio estrictamente material de vida. El arte no satisface materialmente la vida, sino que revela su ánima, modela el germen inasible que palpita en ella. Buscar en el arte resuello, o paz, y seguir luego malviviendo en medio de otros negocios, constituye un error cuya consecuencia inmediata es la esclavitud.
     Razón e imaginación se unen aquí, vigilia y sueño fluyen como un continuum, complementándose, arrojándose luz recíprocamente. Sólo desde esta perspectiva integradora y dinámica cabe hablar de libertad sin aniquilar lo que esta palabra sagrada encierra y no sabemos. Por eso mismo es necesario seguir indagando y no contentarse con un arte que entretenga meramente. El arte ha de poner al hombre contra las cuerdas, señalar su cobardía, sus mentiras y sus crímenes; ha de apuntar a la belleza del mundo, exaltar la libertad, despojado de todo condicionamiento que la manía dineraria pretenda imponerle. Ese arte ayuda a vivir, aunque pueda resultar sumamente turbador, y demuestra que sólo una vida libre merece la pena ser vivida. Acceder a su lenguaje surte de tesoros incalculables en sentido estricto: tesoros que no se pueden cuantificar. En ello reside su riqueza, que no es crematística, sino moral, estética.
     Aumentan los ejércitos, las prohibiciones, la sed de dominio y el afán de lucro en una espiral vertiginosa y sin retorno. Crece el desprecio por la libertad y los ecosistemas son destruidos. La ignorancia, el crimen y lo feo siguen predominando entre los hombres. En esas condiciones, un arte complaciente constituye una inmoralidad. Como postulaba Cioran: “Un libro debe ser un peligro”. El arte, la poesía, son lo más alto a lo que puede aspirar el hombre; degradarlos para halagar la humana vanidad equivale a firmar su sentencia de muerte.
     El lenguaje no puede seguir escudándose en un altruismo edificante, porque la tragedia del hombre no va a desaparecer por más que se trate de aligerar el viaje con burdas mentiras. Y tampoco puede el lenguaje refugiarse en el cinismo, porque la alegría no es cosa de risa: es trágica. El lenguaje tiene que recuperar su rango y afirmar la verdad, por más que a los hombres les pese, por más que esa verdad desgarradora se les haga insoportable y antipática. El hombre ha de aprender a vivir con ello, ha de aprender a vivir otra vez. Lo contrario, la tolerancia para con el hombre, no oculta en el fondo más que una absoluta falta de respeto hacia el hombre y el lenguaje. O, en otras palabras, proclamar que el hombre es una especie abyecta, lejos de difamarle, constituye un acto de filantropía. Como escribió Nietzsche: “El hombre debe ser superado”... por él mismo.



3. Utopías: filosofía.

En lo divino creen únicamente aquellos que lo son
Hölderlin

     Afirmar un arte de estas características, que tenga en el respeto insobornable por el lenguaje su interés capital, ¿implica afirmar la existencia de lo trascendente? Es decir, ¿afirma ese lenguaje una naturaleza oculta, independiente de los hombres? Este discurso sostiene esa posibilidad, mas no para ensalzar a Dios, pues tal conclusión resolvería el misterio con una simpleza. Se trata, antes bien, de multiplicar ese misterio, de multiplicar los dioses y las posibilidades de experimentarlos. Para afrontar el misterio no es necesario recurrir a fe alguna, basta con la experiencia; en definitiva, toda Fe supone una renuncia al misterio. “¡La divinidad consiste en que haya dioses pero no Dios!” –así habló Zaratustra.
     La vanidad del hombre aboca a un mundo antropomorfo, diseñado a su medida mediante un lenguaje ramplón, meramente funcional, con el que el hombre pretende que el mundo sea sólo en tanto se ajuste a su miopía. La palabra pasa de ser un medio a constituirse en fin, fija las cosas en lugar de esclarecerlas, en lugar de darles forma. Prescinde de la creación para limitarse a legislar.
     Antes que apelar a un Dios con atributos de prestidigitador, que extrae conejos de su chistera en cuanto el cansancio vence al hombre, o creer que el lenguaje pertenece a éste en exclusiva y negar cualquier realidad fuera de su subjetividad, puede el hombre sondear sus propios demonios. Tal vez así le sea dado seguir andando el camino y no quedarse en la cuneta aguardando que venga Dios a confirmar su cortedad de miras o la muerte a zanjar su yermo ensimismamiento. Toda explicación totalizadora del mundo, tanto si lo niega como si lo reduce a una ecuación, es la expresión de una limitación que el hombre resulta incapaz de admitir. Dios no puede aparecer y la muerte nunca es ahora; entretanto giran los dados, lo divino juega, habla misteriosamente en mitad de la calle, y el hombre, ciego, se engaña o se deprime, aunque disfrace su fe de ciencia y de risa su desesperación. ¿Por qué?
     Pensaban los paganos que entre los hombres y los dioses la diferencia era sólo una cuestión de grados. La creatividad de su lenguaje así lo demuestra. El racionalismo, que empeñado en perseguir fantasmas por poco no acaba con el espíritu, persuadió al ser humano de que el lenguaje le pertenecía, craso error que nos ha traído donde estamos. Ciertamente el hombre es lenguaje, pero éste no le pertenece, antes al contrario. ¿Puede el lenguaje dar forma al mundo para que el hombre se reconcilie con él? ¿Puede la palabra reconducir esa relación?
     Hemos mencionado de pasada lo demoníaco como territorio donde vale al hombre penetrar en busca de respuestas que rompan sus ataduras. Pensemos primeramente en el concepto de ello que alimentó el cristianismo. Como es sabido, Demonio, allí, equivalía a mal. La mitología representaba a Satanás como antagonista de Dios, como su antónimo por excelencia. Junto a mundo y carne, el demonio era el pecado. Desde un punto de vista estrictamente moral esto es ya significativo, pues parando mientes en lo que dicha religión prescribió como bueno, de ninguna otra forma que dejándose tentar por el mal podía el hombre sentir todavía un mínimo vínculo con la vida y huir de esa escatología necrófila y masoquista propia del cristianismo. Sin querer, ya la grey del crucificado estaba revelando por sí misma los beneficios de lo demoníaco. Profundizando un poco en el mito de esa figura antagónica, contemplamos cómo Lucifer se ve obligado a desempeñar su ingrato papel para dar cumplimiento al castigo con el que Dios retribuye el pecado de su rebeldía. Y así, Lucifer hace honor a su nombre, se muestra como “el que porta la luz”, alumbrando el camino de regreso a una vida sin culpa: la desobediencia.
     Pero más allá de tan toscas maquinaciones, cuya ruin aspiración es amedrentar a niños desvalidos, el carácter multiforme, plural, indomeñable de lo demoníaco, se manifestó certeramente en los misterios de Dioniso -el endemoniado dios llegado de Oriente-, que relacionaban al hombre más estrecha y plenamente con la vida, que desvelaban su carácter trágico y lo obligaban a experimentarla a fondo, a extraviar su identidad, a confundirse, a mirar cara a cara al miedo. Este legado de la sabiduría y el coraje de los paganos, que trata de acercarse a lo desconocido sin ideas preconcebidas, podría estimular aún hoy y servir de ejemplo. En una orgía hay infinitamente más oportunidades de saber que en cualquier universidad. Pese a todo, que ese potencial se realice depende a fin de cuentas de la actitud que se adopte, pues si como suele acaecer, tal actitud ante los misterios de Baco es frívola, el aprendizaje que allí pudiera adquirirse resultará suprimido ipso facto. Es evidente que el misterio requiere de predisposición al juego, pero eso es algo de todo punto opuesto a cualquier clase de impaciencia por la obtención de placeres inmediatos, placeres que así se buscan no pueden menos de ser groseros, y no colman la necesidad espiritual de conocimiento que subyace a la embriaguez, al “juego de la naturaleza con el hombre”, como la llamaba Nietzsche.
     La physis, el mundo físico, se propone como juego. Si no apuesta por el juego, el hombre se desgaja del espíritu del mundo para someterse al espíritu del tiempo, donde queda determinado y caduca irremisiblemente, dedicado a contar los días que restan hasta que el suyo se agote. Vencer al tiempo, salirse de él, imbuirse en la eternidad del instante que se vive hasta la hez... he ahí el secreto. El acceso vendrá propiciado por el juego; es el juego mismo.
     Ni pasado que obligue, ni futuro que alcanzar. Continuo, restallante presente que dinamite el tiempo y lo haga saltar por los aires. La vida no juega a la espalda, ni después, sino aquí y ahora; no admite demoras ni debe nada a quien ya no juega, menos aún a quien no quiere jugar o sólo se presta a ello con naipes marcados, menos que a nadie a quien busca seguridad, certezas. Se carcajea de la historia y despliega su juego fuera del tiempo, donde no hay “hechos reales” y las cosas son sencillamente posibles. Cada vez que el hombre se entrega de corazón a ese juego se libera del tiempo, vive poéticamente y se experimenta verdadero. Su inmortalidad es fugaz, pero hacia ese margen del río ha de lanzar todas sus escalas, tender todos sus puentes. Inscribirse en la historia es morir ya en vida y habitar un tiempo vacío, permitir que sea el miedo, no el juego, el juego trágico, quien guíe la acción, las palabras.



Fanzine la cabra. nº último. junio´2004

4/04/2012

El infinito interno


      El término psiconáutica fue acuñado a mediados del siglo XX por el escritor alemán Ernst Jünger. Etimológicamente, su significado podría traducirse como navegación de la mente. Ergo, psiconauta es el navegante de la mente. Estas palabras aluden a los estados de ánimo inducidos por la experiencia con drogas, aluden a la ebriedad como empresa filosófica, como una de las bellas artes.
     Lo que Jünger descubre mediante la psiconáutica es que el ser humano resulta tan vasto hacia dentro como el mundo lo es hacia fuera. De ahí que recupere la distinción humanista entre microcosmos y macrocosmos. El macrocosmos haría referencia a la physis, al universo físico, al conjunto de planetas, estrellas, constelaciones y galaxias que se expanden en el espacio y que, cómo no, también incluyen a la Tierra. Microcosmos, en cambio, sería lo que podemos denominar nuestra mente, alma o espíritu, -psiké, decían los griegos-, diferente en cada individuo, tan asombrosa, rica y fascinante como el espacio exterior, y, desafortunadamente, tan desconocida e inexplorada. De este modo, el hombre se caracterizaría por ser un ente finito en el que cabe lo infinito, igual que los fractales de la última geometría.
     El psiconauta se dispone a realizar una travesía interior, con los consiguientes riesgos y revelaciones. La aventura de este peculiar viaje es la aventura del autoconocimiento. Guiado por la máxima inscrita sobre el pórtico del Templo de Apolo en Delfos, pierde el miedo a sí mismo, a zonas de sí mismo que ignora, que una vez atravesadas lo harán surgir cambiado, acrecido, e inicia su investigación pertrechado de coraje, prudencia y respeto.
     Al surcar estados anímicos extraordinarios se sorprende de continuo. Pero hay sorpresas, sobre todo las que a uno mismo conciernen, capaces de turbar en extremo. En experiencias de gran intensidad el viajero extravía su yo ordinario y puede sentir que se halla fuera de sí -ni objeto ni sujeto-, dudar de su cordura o presentir su muerte. Sumido en una realidad por entero desconcertante, no puede aferrarse a sus viejos asideros y ha de encontrar referencias nuevas. Durante el viaje transformamos y ampliamos la experiencia, la percepción y el juicio del contacto con el mundo y la relación con el tiempo. Tales escollos son el precio que ha de pagarse, la moneda que Caronte exige cada trayecto. Aldous Huxley sostenía que determinadas substancias actúan como llaves que facilitan a la especie humana desprenderse transitoriamente de ésa su más pesada carga: el tiempo, que lo constriñe y lo limita vedándole más y mejores cotas de libertad.
     Y es que, en el fondo, éste, como tantos otros, es un problema de libertad, de ética. El psiconauta reclama su derecho inalienable a conocer y conocerse sin restricciones ni coartadas. Sin embargo, en su labor no encuentra más que impedimentos y prohibiciones. Leyes que tratan de protegerle de sí mismo -ilegítimas por tanto- le cercan en cualquier Estado del planeta en el que viva. Se convierte, pues, en rebelde, en transgresor, en disidente, sólo por el hecho de intentar seguir, sin hacer daño a nadie, el camino que le dicta su conciencia en lugar de imposiciones exógenas. La cuestión de la psiconáutica deviene así una cuestión de desobediencia civil, de subversión política.
     La actual situación de los ordenamientos jurídicos a este respecto no puede acarrear sino desastres. Es oportuno recordar que desde antiguo se advirtió lo contraproducente de la proscripción. Eurípides muestra en Las Bacantes cómo la oposición de un gobierno a la libertad de Dioniso se traduce en un absurdo. El dios, apoyado por todo el pueblo, especialmente por las mujeres, vence a sus enemigos, que acaban como era de esperar: muertos. Constituye un error de graves consecuencias tratar de impedir algo tan natural y arraigado en el espíritu de todas las civilizaciones conocidas como lo es la embriaguez. Dioniso aparece por doquier. Más valdría a nuestras autoridades políticas no obstinarse en negarlo, quitarse de una maldita vez la venda de los ojos y despenalizar las drogas. Algo tan esencial para la plenitud del ser humano como el autoconocimiento no puede permanecer desarrollándose de manera clandestina y culpabilizada.
     Como escribió cierto médico: “Cerebros potentes no se fortalecen con leche, sino con alcaloides (…) Vida significa vida provocada”.


Bibliografía:

-Benn, Gottfried: El yo moderno. Pre-textos, 1999.
-Escohotado, Antonio: Retrato del libertino. Espasa, 1998. Aprendiendo de las drogas. Anagrama, 1995.
-Eurípides: Las Bacantes. Gredos, 2000.
-Huxley, Aldous: The doors of perception. Heaven and Hell. Penguin, 1993. Moksha. Edhasa, 1982.
-Jünger, Ernst: Acercamientos. Tusquets, 2000.
-Ocaña, Enrique: El Dionisio moderno y la farmacia utópica. Anagrama, 1998.
-Velasco, Miguel Ángel. El dibujo de la savia. Lucina, 1998.