La
oligarquía de partidos cada vez más maniquea que padecemos, obliga
con frecuencia a que el poder sea asumido por irresponsables. Es
nuestra enfermedad política. Y se extiende cobrando tal magnitud que
parece no haber modo de remediarlo sin necesidad de recurrir a la
violencia, pues los irresponsables que nos gobiernan no quieren
reconocer las tropelías que necesariamente perpetran para llegar a
donde están, ni se avienen a hacer las modificaciones legislativas
que permitirían vivir sin someternos a más poder que el del
autogobierno. Y sin embargo, no merece la pena hacer uso de la
violencia, ni siquiera contra ese poder ávido y frívolo que día
tras día se nos impone, marcándonos la derrota. La historia del ser humano
es la historia de su fracaso como animal político. La sucesión de
guerras absurdas, esa manía del control, de querer que las cosas
sean de esta o aquella manera, sin jamás dejarlas ser lo que quiera
que sean, muestran un paisaje injusto y desalentador. Parece que la
libertad de expresión sea el único ámbito de libertad política
que queda, pero también que hay vida fuera de la política, y más rica y habitable. A fin de cuentas, es posible que
hayamos mejorado en algo con los años y
seamos capaces de vivir con más libertad política, aun cuando lo
probable sea que ésta siga menguando. Los caminos de la libertad son
infinitos y desconocemos la mayoría de ellos.
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