A Miguel Fructuoso
Humano
fue Sócrates, quien nunca se engañó con más verdad que la
ignorancia y no escribió una palabra. Sin embargo, Sócrates,
poseído por su natural demonio, amaba el saber con tamaña devoción
que no cesó de hacer preguntas hasta que sus vecinos, hartos de
indiscreciones, optaron de común acuerdo por asesinarle. Con ocasión
de tan solemne juicio, las leyes promovieron abierta
injusticia para expulsar a los atenienses de la naturaleza y
conducirlos a través de la historia.
Diógenes,
a quien Antístenes testimonió lo ocurrido, ya no quiso saber nada.
Con la herencia de su padre, falsificó una tinaja de las que se
usaban para enterrar a los muertos y la convirtió en su casa. Se
masturbó cínicamente en el ágora profiriendo animaladas y, como
perro hasta el final de sus días, vagó por las calles de Atenas en
busca de un hombre que, a sus ojos, ni siquiera Alejandro alcanzó a
encarnar plausiblemente.
Veintiún
siglos más tarde, en Alemania, Goethe, que debió de intuir con el
opio fractales en la protoplanta, cuánto de demasiado humano había
en ella, a sabiendas del peligro socrático que tal hallazgo podía
acarrearle, estaba, no obstante, tan orgulloso de la buena nueva, que
no pudo resistirse a componer la segunda parte de Fausto, donde la
naturaleza, si bien de manera oscura *,
se
manifestó en un modo que trascendía con mucho lo anteriormente
expresado por sus tratados científicos. En pago, Goethe, adicto como
era a la vida muelle, aterrado ante el destino de ermitaño que se
insinuó a sus pies, hubo de disimular ad
nauseam,
y representó el papel de poeta cortesano sin descreer jamás de Dios
públicamente, asumiendo resignado que él ya era moderno.
Rimbaud,
que no era tan comodón y había leído a conciencia El Quijote
además de Fausto, no pudo menos de acometer el paso siguiente
reclamándose otro, quijotesca y absolutamente moderno, y
prefirió entregarse al comercio de las armas antes que rendir la luz
infernal de sus letras a una mesnada de cobardes y viles criaturas.
Hölderlin
descubrió lo mismo y emprendió su propio camino. Aunque
Hölderlin, tanto más bondadoso cuanto menos dotado para el
fingimiento y la lucha, luego de andar largamente, adoptó el
coherente apelativo de Scardanelli y se refugió en un molino que
seguro transmutó escribiendo disparates en otro imaginado y
gigantesco suceso.
Los
postmodernos reconocen a este último cierto talento, ven en él una
excepción entrañable, si bien luctuosa, cuyo extravío empecinado
en fórmulas caducas acaso un Freud más madrugador habría remediado
a base de cocaína. No tienen pinta, sin embargo, de haber leído con
la atención estimulada a Goethe y es posible que, en breve, reputen
de apócrifa la vida de Sócrates. A tales momias, tristes, aburridas
y anticuadas, oponen nombres más vibrantes: Benjamin, Lyotard,
Derrida, los actuales, el pop, incluso ancestros como Diógenes y
Rimbaud, de quienes no dudan en arrogarse también legados cuando
hablan o escriben o actúan, y hablan y escriben y actúan sin
tregua, traicionándolos bellacamente, exigiendo como retribución
inexcusable de su espectacular trabajo lo máximo de aquello que más
odiaba el griego y enarbolando esa máxima del francés que,
obviamente, son incapaces de comprender, pergeñando neolenguas
postpoéticas que a uno y otro hubieran asqueado y de las cuales se
hubiera compadecido tiernamente Scardanelli, que justifican e imponen
la sucesión de horizontes desérticos, donde las palabras están
vacías y desprecian la belleza, son superfluas, mera jerga de
mentiras académicas, encubridora gimnasia intelectual con una batería en lugar de corazón, a cambio de la cual, el poder, previa
exhibición pública de pleitesía por su parte, les abona prebendas
ridículas. Así, grotescos y amorales, prosiguen esclavos su infame
servicio mientras hacen gala de una infatuación que humilla la
memoria de Benjamin y al mismo Goethe hubiera avergonzado, pues, por
más honores que hubiese recibido a cambio, Goethe, que defendió sin
ambages el belicismo prusiano de Napoleón, jamás habría consentido
dirigir un teatro que, siquiera fuese lírica y sutilmente, no
agitara la hipócrita conciencia burguesa. Ellos, a la inversa,
barruntando por azar o ciencia infusa que en
el teatro no se reza
(Goethe), se afanan por exterminar la semántica hasta en el seno de
sus propios eslóganes; truecan paradigma en dogma; depredan la
naturaleza, la usan y la tiran; postulan pacifismo y respeto falsos
(relativos, en el otro sólo), la muerte de la tragedia, dos
dimensiones, lo nuevo en televisión, aeropuertos, títulos sin nada
o nada pura sin título, frivolidad, obediencia, sucedáneo,
malversación, anfibologías, tautologías, paralogismos, más
dinero, diversión, publicidad, amor risible, parques temáticos,
simulación; llaman metafísica a la incoherencia, libertad a la inercia, amplitud de miras a su ensimismamiento y
miopía presentes; tienen por fin exclusivo engrosar las filas de una
masa ya ni siquiera embaucada con ruedas de molino, sino
estrictamente con chicle; para que el poder, cuya mano lamen
persuadidos de que la muerden (y de que la muerden... ¡cínicamente!),
entretanto, igual que siempre, recaude y administre muerte sin
estorbos mediante el habitual despliegue de numerosa y activa gente
de estaca. Leviathan,
sí, ahora, absolutamente moderno, que ha logrado añadir a sus
deletéreos e incontables monopolios y oligopolios, fuera de las
pantallas, el monopolio del mercado de las armas, llamado "ejército
profesional", "alianza de paz", "plan de
seguridad democrática", "policía autónoma",
etcétera, en prueba de que idéntica hazaña se extenderá pronto
sobre el de las letras, puesto que los postmodernos se muestran
altamente eficaces y las masas, vampirizadas, hipotecadas, estafadas
por voluntad propia, acatan bombardeos, depositan su voto y
únicamente rugen en pos del progreso sostenible contra el libre
mercado.
El
lado amable del asunto estriba en que, sumidos como estamos hasta el
cuello en semejante piélago, si de verdad queremos permanecer con
vida y respirar, hemos de volver por fuerza a los misterios y ruinas
de la antigüedad, y ver entonces qué pasa. Desafortunadamente,
contamos con indicios sólidos de que también Nietzsche, a pesar de
su lucidez y generosidad inagotables, se equivocó, cuando menos de
hora, pues de otro modo no se explica que, entrados ya de lleno en el
siglo por el cual apostó, sigamos sin saber nada, ni siquiera de la
nada ni menos aún cómo salir de ella, por más presente y
aplastante que la sintamos.
(*)
No en vano dice Heráclito que la naturaleza ama esconderse.
[Publicado en el diario La Opinión de Murcia el 29 de Abril de 2012.]
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