5/11/2012

Acerca de "Reflexiones sobre Norteamérica", de Miguel Espinosa


We are America.
We are the coffin fillers.
We are the grocers of death.
We pack them in crates like cauliflowers.
The Firebombers. Anne Sexton (1)

     Seguir en su delirante andadura a quien se autoproclama como líder quizá sea, salvo contadas excepciones que no hacen sino confirmar la regla, una de las pruebas más fehacientes de la humana tontería. Antes al contrario, observarlo detenidamente, estudiar sus movimientos, retórica y acciones con rigor, adivinar sus contradicciones internas, sus flancos débiles, sus vicios y virtudes o incluso su estilo, esto es, aprehenderlo en su específica complejidad, supone garantía de protección ante los más que probables atropellos que de su parte se han de recibir en cuanto la guardia baje, ya que, de otro modo, enfrentarlo abiertamente en plena exhibición de su desmesura no revela sino imprudente temeridad. Parafraseando a Jünger: cuando un rinoceronte embiste, lo sensato es apartarse sin perderle de vista, no oponérsele de forma suicida.
     Esto es, a mi juicio, lo que lleva a cabo Miguel Espinosa en el libro que nos ocupa. Lejos de conformarse con la retahíla de lugares comunes, prejuicios infundados, etiquetas vacuas y clichés tan en boga, a saber: que los Estados Unidos constituyen un pueblo sin apenas historia (2), sumamente inculto y orgulloso de ello, cimentado sobre la peor calaña europea, ignorante de cuanto existe allende sus fronteras, ajeno a cualquier eventualidad salvo a un autocomplaciente mirar la superioridad del propio ombligo embobados los ojos en la televisión y su omnímoda realidad, etcétera (3), sorprende que Espinosa, en estas Reflexiones, escritas cuando apenas contaba treinta años y que publicó la Revista de Occidente en su primera edición allá por 1957 con el título de Las grandes etapas de la Historia Americana, manifieste no sólo un profundo conocimiento del sentido de la Historia, sino gran claridad y agudeza de análisis a la hora de abordarla. Insólita opera prima, pues, estas Reflexiones, cuyo más claro antecedente se encuentre quizá en el tratado que Alexis de Tocqueville dio a conocer en 1835 acerca de La democracia en América. En ellas, Espinosa, sin titubeos, se expresa ya con ese estilo culto, preñado de influencias clásicas y fervor por la antigüedad mediterránea que libros posteriores consumarían, que recoge magistralmente el mejor legado de Cervantes y el barroco español, donde el sentido de lo estético queda vertebrado mediante una apuesta ética insobornable, sin la que no se concibe, y que no sólo trasluce el poderoso aliento especulativo que animará toda su obra, su contrastada familiaridad con la Historia de la Cultura, de Platón a Hegel pasando por Spinoza y la Ilustración, sino que le exime, pese a su juventud, de caer en ingenuidades, demostrando poseer sobradamente esos dos elementos necesarios en toda Filosofía que se precie: intuición y amor veritas. Veámoslo en un fragmento que resulta esclarecedor y en el cual define el autor murciano tres conceptos clave a partir de los que estructurar su ensayo: Infrahistoria, Historia Natural e Historia Universal (4):

«La Infrahistoria carece de calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. En ella no transcurre el tiempo; se detiene simplemente. Todo es allí idéntico, inmutable, eterno, falto de consciencia, fatal y determinado. Tales son los ejemplos del salvaje y de ciertos pueblos donde apenas cuenta la persona, pues no existe Historia donde no hay individualización.
     »La Historia Natural posee calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. Sin embargo, su especial característica estriba en materializar la expectativa humana de felicidad, a cuyo servicio están todas las demás categorías. Por ello resulta una empresa interior e inmanente, como la vida de las mujeres; algo absorto en sí mismo, que no ha podido elevarse y trascender a un empeño superior. El elemento fundamentalmente histórico de la memoria es aquí un valor subjetivo, sólo capaz de recordar el placer o el dolor. De ahí que esta realidad surja en la adolescencia o en la vejez de los grupos humanos, aunque su ideal llegue a concebirse como alto proyecto de sabiduría en ciertas comunidades o espíritus debilitados, verbi gratia, en la Europa nihilista o en Rousseau.
     »La Historia Universal conoce también calendas, estética, orden, sistema, figuras y concepción del Universo. Lo imprevisible, discontinuo e indeterminado se verifica allí de modo objetivo, superando la simple calidad de suceso. Se trata de una empresa donde el conjunto de individuos parece ocupar el lugar de materia informada por un demiurgo exterior y eminentemente soberano, que opera como artista sobre la sustancia del hombre, actualizando una nueva y perenne recreación. Frente al mero suceso de la Historia anterior, la aparición de tal genio representa un verdadero acontecimiento, es decir, algo que puede ser expresado en símbolos. Ahora bien: al pasar del suceder al acontecer, o de la naturaleza al espíritu, se pasa igualmente de la felicidad a la responsabilidad, o de la biología a la abstracción. En la Historia Universal brota una categoría ajena al instinto común. Es la condición de la Cultura, que arranca la sociedad de los maternales brazos de la rerum natura, para elevarla a una posición o jerarquía superior, que hace posible, por así decirlo, la colaboración con el creador. En este sentido cabe afirmar que la Historia Universal sea parte de la naturaleza de Dios y del Espíritu, en eterno fluir y desenvolvimiento.»

     Así pues, la Infrahistoria coincidiría con la etapa previa a la llegada de los colonos europeos, momento a partir del cual adviene la Historia Natural de Norteamérica, caracterizada por la decisiva impronta del alma puritano-cuáquera, no tanto en su vertiente religiosa-protestante como en su vertiente política, constituyéndose la sociedad en pequeñas comunidades radicalmente independientes, con marcado sentido individualista, donde la persona singular es inseparable del estado y viceversa, y cuya culminación o punto álgido representa la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, plasmación de un ideario basado en la subjetividad que tiene en la libertad, la igualdad y la búsqueda de la felicidad, derechos naturales comunes a todos los hombres y, como tales, "verdades evidentes", sus más altos valores. Ese periodo alumbra los estados federales, que disfrutan de enorme autonomía y cuyo principio es el autogobierno, desprovistos de inquietud respecto del exterior. Ahí recibe Norteamérica, encabezada por Jefferson –embajador en París durante la toma de la Bastilla- la herencia ilustrada, pero consciente de su peculiar idiosincrasia, de su diferencia sustancial en relación con el viejo continente, formando una Weltanschauung o concepción del mundo propia que es quizá el elemento configurador imprescindible para la nueva república. Tal coyuntura, que encarna la única revolución no violenta de la Historia, es el "campo de experimentación de utopías occidentales".
     Esa Sociedad Natural, apuntalada por un sólido sentimiento de independencia, en la que la democracia, más que a través de instituciones, cobra cuerpo a través de los individuos, desemboca en una tensión insostenible con el poder central, ávido de ampliar sus competencias, y provocará a la postre, ya con Lincoln como presidente, la Guerra de Secesión o, como Espinosa prefiere: Conquista del Sur, pues a su parecer semeja más una guerra de conquista que una guerra civil senso stricto (5).
     La sociedad surgida tras el conflicto bélico, no ya natural y en ciertos aspectos telúrica, sino institucional y, en suma, moderno estado central al modo europeo, es calificada por Espinosa como Sociedad democrática. En esta renovada situación, Estados Unidos tiene "en los negocios su negocio", una imparable vocación de apertura al exterior que se concreta ante todo en Latinoamérica, y a la vez lleva a término un excepcional proceso expansivo, desarrollándose el país geográficamente en un territorio cada vez mayor: Alaska en el norte, Texas al sur y Oregón y California en la costa oeste.
     Serán el crack de Wall Street el año 29 y Europa abocada hacia una guerra de inusitadas dimensiones, el punto crítico que producirá una nueva revisión en los fundamentos de la nación. La subsiguiente llegada a la jefatura del estado del populista F. D. Roosevelt acarrea una controversia inédita, jurídica esta vez, pues los métodos socializantes del New Deal (nuevo trato) se revelan contrarios a la constitución original, al Weltanschauung de los Padres de la Patria, de forma que ante el dilema planteado entre optar por un debilitamiento del estado o recurrir a la intromisión del ejecutivo en el poder judicial que requería la reforma constitucional, la utilidad se impone a la libertad y la masa social decide respaldar a Roosevelt con una aplastante mayoría en su segundo mandato.
     Montesquieu se retuerce en su tumba y nace un nuevo ente político que, según Miguel Espinosa, trasciende de Sociedad democrática a Estado democrático, concepción que introduce a Estados Unidos con todas las credenciales en la Historia Universal preconizada por Hegel. Ahora no es el individuo quien realiza la democracia, ni siquiera la comunidad, sino el propio estado. Sólo el estado es ahora democrático, llegando a implantarse una auténtica "dictadura de la democracia".
     El discurrir que describe Miguel Espinosa ofrece una sociedad proteica, metamórfica, pero siempre en una dirección clara: a la sazón que el poder central se fortalece en detrimento de las atribuciones de las federaciones y, por ende, de los propios individuos, se despliega progresivamente una ambiciosa política exterior. Ambos aspectos sustancian lo que significan hoy los Estados Unidos.
     En los antípodas del tópico que etiqueta a la sociedad yanqui de solipsista, Estados Unidos es hoy lo que padecemos gracias a su creciente proyección internacional, que, en el colmo de la hipertrofia, adquiere rasgos mesiánicos de redentora universal y es en demasiadas ocasiones indiscernible de una ordalía medieval (6). Nada más distante de la Weltanschauung de los Padres de la Patria, cuya religiosidad, por el contrario, era no sólo terrenal, sino vaga, y cuyo propósito estribaba en conquistar la libertad limitando el poder con ayuda de las leyes. Republicanos como Jefferson o Madison jamás se hubieran avenido a la aberración de mantener el poder menoscabando la libertad y faltando a los más elementales principios del derecho.
     Valdría la pena un estudio que, medio siglo más tarde, actualizase estas Reflexiones. Como canta Bob Dylan, Things have changed, y saber en qué medida aproximadamente nunca está de más.
     Uno se ve tentado a sugerir, por ejemplo, que en los últimos años la política exterior norteamericana se ha expandido no ya en lo político, sino en lo puramente económico, de lo cual lo político se ha trocado obediente hermano menor, mero instrumento al servicio de los negocios y la despiadada moral a ellos inherente. Ese y no otro ha sido el pingüe botín de la Segunda Guerra Mundial, respecto de Alemania y Japón, y de la Guerra Fría respecto del bloque soviético y China. Contiendas tras las cuales la política de Estados Unidos ha pasado de tener "en los negocios su negocio", a hacer de la Guerra el negocio de los negocios. De forma que el Pentágono administra hoy el miedo global con una rentabilidad inaudita a lo largo y ancho de Infrahistorias, Historias Naturales y Universales. En ello ha descubierto el otrora país de Walt Whitman la empresa mercantil par excellence.
     La duda crece a la hora de elucidar si el propósito de Estados Unidos radica hoy en erigir un Imperio mundial o antes bien en limitarse a gobernar el caos, esto es, a permitirlo, suprimirlo o manipularlo según su particular interés.
     Cualquiera puede, además, darse cuenta de que desde J. F. Kennedy la limpieza de los procedimientos electorales norteamericanos deja bastante que desear, alcanzando el paroxismo de la desvergüenza en la elecciones que encumbraron al dipsómano presidente Bush hijo. Por ello puede cualquiera preguntarse sin temor a ser tachado de apocalíptico si de la "dictadura de la democracia" rooseveltiana que señalaba Espinosa no se habrá acaso pasado a una "dictadura de la economía" o, por mejor decir, "dictadura del dinero" sin más, pues no denota excesiva lucidez económica fomentar una industria que en su mayor parte es pura depredación de los ecosistemas. Tiranía en la que grandes corporaciones empresariales, corrompidas hasta los tuétanos (casos Xerox, Enron, Arthur Andersen, etcétera), subvencionan a los partidos políticos poniendo y quitando presidentes a su antojo al tiempo que los despojan de toda influencia respecto de su propio país, librando los delirios de tales títeres castrados y edípicos hambrientos de poder exclusivamente al ámbito internacional, donde ejercen su señorío inobjetable con la pusilánime aquiescencia de los representantes del resto del planeta, gobiernos europeos a la cabeza, pues es sin duda Estados Unidos el garante máximo de toda verdadera democracia, como en Florida se probó de forma transparente.
     A todo esto cabe añadir que el atentado del 11 de septiembre de 2001 sirvió al ejecutivo estadounidense para perpetrar, amparándose en la consecución de una mayor seguridad (7), un auténtico Golpe de Estado, ciertamente velado, pero Golpe de Estado a fin de cuentas, pues cuando a los cuerpos de seguridad y al ejército de cualquier país les son concedidos en sus actividades poderes discrecionales poco menos que ilimitados, (y así con la Administración en general, que más bien se autoconcede tales prerrogativas), por mucho que esos privilegios sean habilitados mediante leyes escritas, se conculca el principio de legalidad o rule of law, que precisamente nace para evitar tal arbitrariedad. El imperio de la ley consiste en que la entera actividad del estado esté sujeta a regulación a fin de que pueda preverse cómo el poder va a actuar en todo momento frente a una u otra situación. Ese principio es lo único que verdaderamente garantiza cierta seguridad, acaso la única posible: la seguridad jurídica. Una administración a la que se le permite actuar discrecionalmente cuando y como desee, por más que sean las propias leyes las que le permitan hacerlo, no se atiene a los postulados del estado de derecho, pues éste constituye una técnica para el control del control, no para la extensión del Leviathan hasta el espacio de lo íntimo y cotidiano, terreno inocente donde, si algún vestigio de civismo y respeto mutuo nos queda, debemos tener por intolerable cualquier clase de injerencia.



Notas:

(1) Nosotros somos América. / Somos los que rellenan ataúdes. / Somos los tenderos de la muerte. / Los envolvemos como si fuesen coliflores. (Los Bombarderos. Anne Sexton).

(2) Como si la historia, o el pasado, justificaran lo que hoy pasa sólo cuando así ha sucedido desde siempre, no teniendo de este modo lo meramente posible carta blanca para realizarse jamás y condenando a la historia, que es por esencia dinámica, a un estatismo incongruente. O peor: como si la historia otorgara derechos en el presente, olvidando, paradójico fanatismo de la memoria, que no es la antigüedad lo que sustenta un derecho, sino su íntima justicia, sin la cual, por viejo que sea, debe desaparecer. Lo más que hace ese campo asolado de sangre, mentiras e iniquidad que es la Historia, y conviene valorar esto en la medida que merece, es ayudarnos a explicar el presente y ser conscientes de los errores que no han de repetirse. Como dice Polibio: “La humanidad no posee mejor regla de conducta que el conocimiento del pasado”.

(3) Tópicos de esa ralea resultan intolerables siempre, pero mucho más cuando se trata de interpretar lo que ya Tocqueville reconoció como “el gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo”. Aun así el oído se acostumbra a escucharlos por doquier, -simplemente porque evitan la enojosa tarea, a punto de total extinción, de pensar por uno mismo, siquiera sea cinco minutos, en lo que verdaderamente puedan ser las cosas e intentar, por más penoso que intentarlo parezca, ilustrarse al respecto-, velando así la multiforme realidad, sus variadas y policromas facetas y modos de aparecérsenos, y abandonando a quien a tales postulados se atiene en la más honda indigencia intelectual, inerme frente al capricho del autoproclamado líder en su loca e incierta carrera de rinoceronte desbocado.

(4) Categorías éstas de clara raigambre hegeliana, y por ello, desde cierta perspectiva, -a la luz de los trabajos de Friedrich Nietzsche, Oswald Spengler, Jakob Burckhardt o Walter Benjamin, por citar sólo cuatro ejemplos que interpretan la historia desde posiciones escasamente complacientes con Hegel y, además, muy distintas entre sí-, punto débil de la investigación de Miguel Espinosa. Punto débil en el sentido de que la vigencia de tales categorías se da por sobreentendida en las Reflexiones cuando, a esas alturas del pasado siglo, había ya muestras de que resultaban por lo menos discutibles. A mi entender el propio Espinosa así lo advierte, y novelas como Asklepios o Escuela de Mandarines reflejarán una concepción del tiempo que ya no es histórica o reductible a categorías sistemáticas, sino tiempo mítico, relato.

(5) Distinción sutil en la que cabe percibir los ecos de la terminología empleada, a propósito del origen del Estado, por David Hume.

(6) En referencia a la así llamada Guerra contra el Terrorismo, que acoge conflictos como el de Afganistán o el de Irak, a los que cabe prever que se sumen otros, y cuyo objetivo final no parece ser sino militarizar la vida colocándonos en un permanente estado de excepción, Bush jr. afirmó que vencerían porque sólo ellos defienden el Bien, porque Dios está de su lado. Idéntico paralogismo, dicho de paso, es el que esgrimen sus enemigos declarados. Probablemente, la denominación dada a esta guerra deba cambiarse en breve por la de III Guerra Mundial.

(7) Objetivo quimérico por otro lado, teniendo en cuenta que la vida es más bien equilibrio inestable antes que previsible fijeza; pero objetivo, además, a todas luces espurio, pues trata de hacer creer como dogma de fe que seguridad y libertad son conceptos incompatibles, inversamente relacionados, argumento que está muy lejos de ser probado y que no hace sino desvelar los intereses inconfesables de una clase política empeñada en perpetuarse y, por ello, dispuesta a convencer de su carácter necesario viendo, o haciendo ver, que allí donde no reina su absoluto control, se impone el más temible de los peligros. En rigor, no es desechable la hipótesis de que, directa o indirectamente, sea capaz incluso de provocar ella misma ese peligro -si es que no lo ha hecho ya-, puesto que éste representa la conditio sine qua non de su existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario