4/15/2012

Testamento de un fanzine


1. Lugares comunes: política.

     Eso que se ha dado en llamar sociedad humana, se asentó durante largo tiempo en la obediencia a Dios, que aseguraba la supervivencia incluso más allá de la muerte, superstición de la cual algunos aún hoy hacen negocio y que el racionalismo se encargó de destronar. A cambio, el racionalismo preconizó una sociedad no ya de súbditos, sino de individuos que, conformados como pueblo soberano, decidirían democráticamente el futuro de la sociedad.
     A grandes rasgos, el individualismo consiste en aquella forma de ser que otorga al hombre una identidad propia e inalienable. El individuo, uno, indivisible, posee un yo entero y acabado, claros lindes que le hacen ser quien es: él mismo, distinto de todos los demás, sólo igual a sí mismo, idéntico a sí mismo solamente. Con ello, el individuo sabe de sí, por contraste con el otro, porque no es el otro. Cada identidad vive distinguiéndose del resto, y ocupa su lugar específico. De este modo, el yo está cerrado, es fijo; franquear sus límites constituye la aniquilación de la identidad individual y, por ende, la de la sociedad entera. El sistema requiere de identidades, que cada cosa sea cada cosa y cada quien sea cada quien, para que todo sea predecible y seguro, para que todo esté bajo control.
     A esto se lo llamó progreso.
     Igual que la sola superstición no puede satisfacer al hombre por cuanto sus respuestas niegan las explicaciones de la razón e intentan que en lugar de plantear interrogantes, el hombre obedezca simplemente, tampoco la sola razón puede bastarle, ya que se ve de continuo abrumado por fenómenos que la razón no puede explicar y que, por más que ésta niegue, espolean su curiosidad y agudizan sus preguntas, preguntas a las que ni la fe ni la razón pueden responder por sí solas de forma satisfactoria. Ambas concepciones, irracionalismo solo o racionalismo solo, radicalmente limitados como son, condenan al hombre a conformarse no ya con un aspecto parcial de sí mismo y del mundo, sino con un prejuicio acerca de sí mismo y del mundo. Se ensalza a Dios o a la Ciencia y se trata luego por todos los medios de que el mundo se adecue a esas ideas; se le obliga a hacerlo mediante amenaza y coerción si demuestra contumacia. Sometido a su señorío, el hombre queda mutilado de manera cruel, reducido, despojado de cualquier atisbo de plenitud.
     Pero como lo propio de la vida es permanecer precisamente cambiando y dado que el hombre no es ajeno a esto, tampoco el racionalismo ha cumplido su ideal. El mundo ha persistido en su rebelde naturaleza, mutando sin tregua. Ese cambio, sin embargo, no ha sido fruto de la voluntad del hombre como se nos prometía, puesto que los individuos, estancados en su identidad irrenunciable y, por tanto, incapacitados para adaptarse a un entorno que nunca es igual, bastante tienen con no sucumbir en medio del fragor como para encima constituirse en pueblo soberano y gobernarse libremente. La sociedad se transforma con los impulsos de la técnica a un ritmo cada vez más rápido. El tiempo es más denso; el espacio se agosta. En esa sociedad cambiante, acelerada, el individuo, obcecado en su ser igual a sí mismo, en el rigor de la fijeza, ve amenazada su identidad por lo otro y por los otros sin desmayo. Sus fronteras, tan seguras antaño, empiezan a difuminarse peligrosamente; neurosis, ansiedad y demás trastornos, crecen. Ante el asedio, su defensa ha consistido en refugiarse más y más en su individualidad, replegándose una y otra vez hacia sí mismo, manteniendo su identidad menguándola, puesto que sólo en ella es, sólo aferrado a ella puede sobrevivir. Su identidad es su única certeza, su única realidad, y, aunque sea minúscula, lo salva. La sociedad, entretanto, como si de un ser vivo autónomo más se tratase, prosigue sus metamorfosis con creciente desdén hacia el individuo; éste, consumido por el miedo, tiende a simplificarse al máximo, para que le sea más fácil preservar su identidad. El proceso termina por vaciar al individuo hasta rebajarlo a la condición de mera cifra. No existen dos números iguales, cada guarismo conserva su identidad, por consiguiente, como es lógico, sólo degradado al estatuto de número puede el individuo sobrevivir en un mundo que cambia sin cesar. La identidad termina por resultar indiferencia y la sociedad fruto de la razón una sociedad de masas. En esa sociedad cada individuo es una cifra estadística cuyo único interés reside en sobrevivir, en conservar su posición a costa de lo que sea. El miedo se convierte en elemento exclusivo de integración social. La gestión de lo público, la política, o mejor dicho, el poder -usurpador por antonomasia de lo político- no es más que administración de ese miedo, único universal vigente aquí y ahora. Como describió Canetti, el asunto se resume en un paisaje de Masa y Poder.
     Sobre la masa actúan fuerzas que rivalizan entre sí, a veces contrapuestas y a veces coincidentes: gobiernos, líderes, instituciones, medios de información, partidos políticos, modas, iglesias, nacionalismos, terrorismos, poderes financieros... La presión que estas fuerzas ejercen marca el rumbo, normalmente identificando enemigos de los que librarse, apelando al miedo común. La ridícula voluntad de números que ignoran su condición inmersos en una competición sin cuartel, no puede hacerlo. Sin embargo, ninguna de esas fuerzas ha adquirido todavía poder suficiente como para sobreponerse a las demás, de manera que la masa vaga sin dirección, sin un objetivo concreto, menos aún con un proyecto de convivencia compartido, aterrorizada y compelida por una inercia irresistible que arrastra consigo todo y a todos, siempre ávida de crecimiento. En su seno, la libertad se convierte en un chiste para oligofrénicos o incautos. Constatar este hecho es constatar que el pueblo, tal y como lo definió el racionalismo, ha muerto.
     Semejante estado de cosas obliga a examinar qué sentido, qué grado de verdad, qué realidad efectiva pueden tener el derecho y la democracia como instrumento y forma, respectivamente, de gobierno de la sociedad humana. Más aún porque, como apuntábamos arriba, el poder se ha enseñoreado de la política arbitrando desde el principio mecanismos que le habilitasen para continuar ejerciendo su control, o incluso para acrecentarlo. Rasgo muy de acuerdo con nuestra época, marcada por la preeminencia del sucedáneo.
     Dejando aparte que la representación política impide al individuo responsabilizarse de los asuntos públicos de manera directa y es oligopolio exclusivo de partidos organizados jerárquicamente, que es irrevocable y, por tanto, contraria al derecho, y que tal representación carece ya de justificación puesto que la técnica permite que la voz de los individuos sea oída sin intermediaciones; dejando aparte leyes electorales amañadas; dejando aparte que la separación de poderes se ha esfumado, puesto que es el ejecutivo el que mayormente legisla y no ya el Parlamento, y puesto que el gobierno se inmiscuye de continuo en el poder judicial; dejando aparte incluso que, en aras de la seguridad y la eficacia, la administración goza de discrecionalidad creciente a la hora de ejercer sus funciones, vaciando de contenido el principio de legalidad –único principio, dicho de paso, que garantiza la única seguridad posible, esto es, la seguridad jurídica-. Dejando aparte todos estos resortes de los que el poder se ha servido para perpetuar su dominio, cabe decir que lo más grave estriba en continuar creyendo con fe ciega que el individuo-masa, ocupado en trabajos meramente productivos, en los cuales muere cualquier destello de espontaneidad que pudiera quedarle -en tanto que número irracional tal vez-, adoctrinado de continuo por noticias unilaterales donde se le exhiben toda suerte de peligros y males y se le ordena cómo debe comportarse para evitarlos, mediante las que cree percibir qué pasa en cada rincón del mundo, experimentando así el mundo sólo a través de intermediaciones -nunca de primera mano-, y embrutecido con divertimentos que no le proporcionan placer sino narcosis, sigue participando como buen demócrata del gobierno de la sociedad, y que derecho es sinónimo de legislación. La trampa consiste en hacerle creer que en ese escenario su libertad persiste, que posee librepensamiento, autonomía moral y sensibilidad estética. La mentira radica en hacer que el lenguaje, atributo humano par excellence, carezca ya de significado, en degradarlo hasta la saciedad, hasta vaciarlo de sentido para remitirnos a aquello que al poder –dinerario, religioso, político...- conviene en cada momento para lograr sus propósitos, pues aunque el poder fracase sin excepción a la hora de lograr sus propósitos, venderá al individuo su derrota como un éxito impar en la historia. La tragedia estriba en que así, sólo así, puede el individuo subsistir, creyendo que su libertad, su voluntad y su virtud permanecen intactas, y que su obediencia contribuye al desarrollo ineluctable del progreso. Aunque sea un número insignificante e indiferente, manipulable a diestro y siniestro y su libertad, su voluntad y su virtud existan sólo en la medida en que afiance su fe en ellas, sólo en la medida en que su respeto al lenguaje sea aniquilado: cuando llama libertad, verdad y belleza al miedo, a la mentira y a lo feo; cuando a la muerte la llama bienestar, y sonríe complacido.
     Pese a todo, la vida se obstina en su rebelde naturaleza, e igual que sobre la masa no se impone poder alguno de forma omnímoda y de la pugna entre ellos es una inercia irresistible y sin rumbo el único fruto, tampoco la masa se impone, ni son todos los hombres un número... no todavía al menos. ¿Quienes son, entonces, esos hombres? ¿Qué son? Coaccionados, sin fe, atronados por el tráfago de palabras huecas mientras todo en torno suyo se derrumba. Invisibles, sin voz, sin saber qué hacer, intuyendo que el poder no oculta sino mentiras, pero sin albergar certeza alguna tampoco, indefensos en mitad del caos. Negándose a asumir la triste, huera, fría, intercambiable condición del número, negándose a sí mismos, negando su identidad, con dolor profundo. La naturaleza y su rebeldía se obstinan en ellos.
     Un hombre así no es un individuo. Cuando siguió a Heráclito y se dejó de historias, Hegel lo expresó mejor: “es lo que no es y no es lo que es”, o sea, pura posibilidad. No es fijo ni uno ni se acaba nunca, no se deja apresar, no es nadie y puede ser cualquiera; como la rebelde naturaleza, se transforma sin desmayo, in-idéntico. Ni como el individuo-masa ni como él mismo siquiera, cambiando en todo momento de máscara... persona.
     Digamos que, como todas las palabras, el término “persona” es una metáfora. Pero sin duda constituye una metáfora más exacta que el término “individuo”, ya que éste, referido al ser humano, resulta ideal, puesto que o bien termina por reducirlo a simple número conformador de la masa, o bien, siendo como es el individuo, fijo, unitario, indiviso, un yo cerrado e idéntico sólo a sí mismo, niega la genuina naturaleza del hombre: “ser lo que no es y no ser lo que es”, substancia plural que permanece cambiando. Por eso la palabra persona supone una metáfora más acertada, que se atiene con más rigor a lo que está designando y permite al hombre esa indeterminación implícita en todo lo viviente, sin obligarle a creer que es el que es, no otro.
     Ahora bien, ¿qué puede hacer cualquier persona ante una situación como la descrita? O en palabras de Ernst Jünger: qué puede hacer “en presencia de la catástrofe y en el interior de ella”.
     Considerando la cuestión política, que es de la que en este punto se trata, lo primero que puede destacarse es que la persona no dispone de fuerzas ni recursos suficientes para enfrentarse a la masa, ni siquiera para plantearle una mínima oposición. Tratar de destruirla por la fuerza sería un suicidio, y esperar que los individuos-masa despierten o tratar de despertarlos no puede sino conducir a desesperación. Todo esfuerzo en contra del statu quo fracasa de antemano, pues implica situarse en la posición del enemigo, de modo que será criminalizado de inmediato, contribuyendo a alimentar el miedo y, lejos de alcanzar su objetivo, servir de argumento al Leviathan, que todo lo devora en beneficio propio, desvirtuando el lenguaje a su antojo para que cada cosa sea lo que en cada momento es conveniente que sea.
     Intentar cambiar el mundo es absurdo, pues el mundo no es sino cambio en estado puro. Tratar de dirigir o controlar ese cambio es algo que ni siquiera la acción de los actuales poderes ha logrado, consiguiendo sólo depredar el mundo paulatinamente. Esfuerzos de esa índole son inútiles y desembocan directamente en la frustración y la melancolía. Si, encima, tratan de organizarse en grupo, ya ni siquiera es necesario que la masa y el poder los aplasten -aunque a buen seguro lo harán-, ellos solos habrán ahorrado ese trabajo adjudicándose una identidad en el momento mismo en que, por contraste, tratan de diferenciarse de los otros, del otro, y, cómo no, sojuzgarlo. La situación ha adquirido tales proporciones que sólo resistirse a ser arrastrado por la inercia de los acontecimientos puede surtir algún resultado provechoso. La persona es capaz de resistirse a ser convertida en un número más, aunque su intento sea retribuido con soledad y rechazo por parte de la masa; puede conservar su libertad y su soberanía, puede otorgarse su propia ley, salir de los caminos trillados y reconocerse en la rebelde naturaleza, incluso, fugazmente, en otras máscaras o, parcialmente, en individuos, pero no por contraste, no por no ser como ellos, pues la persona no puede distinguirse de nada: es cualquiera, y nunca uno: más lenguaje que matemática. Su tarea no es social, sino personal, y su propiedad no es pecuniaria, sino ética.
     Actuar políticamente a través de las instituciones establecidas significa ser absorbido por ellas, pasar a engrosar las filas de la masa, otorgar al número capacidad de decisión, prescindir de la propia libertad y prostituir el lenguaje. Participar en política desde las vías que a la masa se le proponen entraña renunciar a una vida digna de tal nombre y convertirse en cómplice de una farsa. La persona actúa políticamente de forma paradójica: al margen de la sociedad. Ahí sí es posible que su tarea resulte efectiva, pero lo principal no es que su labor fructifique y repercuta en el sistema, sino que le permite mantener su libertad incólume, le permite seguir cambiando, le permite vivir. No puede partir del orden imperante. No puede servirse de la realidad convencional con su vacuo parloteo. Ha de abrir las puertas al misterio, a lo posible, a aquello que “es lo que no es y no es lo que es”, ha de reconocerse en ello, disolverse en ello, en perpetua metamorfosis. Sólo así la política recobra su sentido: proteger y ensanchar la libertad. Y sólo así la libertad guarda aliento para hacer todavía preguntas.



2. Lugares desconocidos: arte.

     La llave que sirve a la persona para abrir las puertas del misterio y de lo posible, para aproximarse a ellos, para darles libertad, para poder ella vivir verdaderamente, es el arte. La vida es arte o no es nada. Literatura, plástica y música palidecen separadas de la vida concebida como obra de arte; sólo entreveradas con ésta recobran su sentido.
     Se dice que libertad, belleza o virtud no existen más, que son términos ilusorios, convenciones arbitrarias carentes a fin de cuentas de significado. Esto es falso. El hecho de que se haya impuesto un uso arbitrario o interesado de tales conceptos no revela sino la degradación a la que el lenguaje está siendo sometido, el desprecio cada vez mayor del poder y de las masas, pero no invalida tales términos, que tal vez no puedan explicarse, pero que sin duda pueden comprenderse, que quizá escapan a todo intento de definición pero cuyo sentido último es el desvelamiento de “algo que se siente con todo el cuerpo”, como proponía Borges.
     Un uso arbitrario, interesado del lenguaje no sólo es incapaz de acercar las cosas, sino que aniquila cuanto nombra. La tarea del arte estriba en permitir que su lenguaje –verbal, plástico, musical...- reconquiste su rango y vuelva a acercar lo que nombra. Consiste, fundamentalmente, en una destructiva labor de conservación. Lo primero que debe hacer quien se embarque en esa aventura es profesar auténtica veneración hacia el lenguaje con el que se mida, pues sólo a través suyo cabe al hombre tender puentes con la naturaleza.
     Cuando masa y poder han alcanzado tal expansión que las posibilidades del ser humano de participar todavía del mundo corren peligro de extinguirse, no puede el arte buscar revolución alguna, ha de conformarse con llamar a las cosas por su nombre, sin tratar de suplantarlas o controlarlas, para lograr conocerlas y hacer posible todavía el contacto con ellas. Y sobre todo, ha de poner de manifiesto la mentira, desnudar la impostura que masa y poder esconden, pero recordando al mismo tiempo que nada tiene que ver su raíz con masa y poder, y que si se ocupa de ellos es sólo porque están degradando el lenguaje, porque están destruyendo cualquier camino que pudiese quedar abierto al hombre para vivir de acuerdo a su naturaleza.
     Es una tarea hercúlea, inmensa, que exige la entrega total de quien la acomete. De nuevo se hace imposible que pueda atenerse a los senderos trillados, que pueda esperar respuesta positiva por parte de la masa y el poder. En el momento en que trate de conciliarse con éstos estará rompiendo los lazos con su fuente originaria de vida, se estará prestando a usar un lenguaje envilecido. De nuevo ha de volver la espalda a la sociedad e internarse en tierra de nadie, no buscar el reconocimiento de los otros, sino reconocerse en lo otro, transgredir esa deletérea frontera que separa el arte de la vida o que, peor aún, considera el arte sólo un aspecto de la vida, un entretenimiento más, un lujo. No es un lujo el arte, más aún: si algo hay necesario es la poesía.
     Cualquier forma de arte que olvide esta preocupación esencial traiciona su naturaleza. El arte no puede ser amable dado el estado de cosas. Dado ese estado de cosas, resulta difícil que pueda siquiera hallar eco. Es un trabajo de zapa silencioso, que se desarrolla las más de las veces en los subterráneos. En el momento en que ese lenguaje corrompido de la masa y el poder se apropie de él, quedará esterilizado, separado de su raíz más honda. Logra su propósito en la medida en que consiga sustraerse a esa manipulación, en la medida en que no se deje apresar por componendas ni pueda ser experimentado a través de intermediaciones, en la medida en que no exista antídoto para su veneno, cuanto más peligroso e inaceptable resulte para masa y poder.
     Ciertamente, las así llamadas “obras de arte” proliferan por doquier, pero en el fondo obras tales no son más que ejemplos del nivel de putrefacción alcanzado por el lenguaje, pues su finalidad acostumbra a ser estrictamente mercantil, un medio más de hacer dinero que si en algo se ocupa de la libertad, la virtud o la belleza es para venderlas como si de artículos de supermercado se tratase. Asimismo, su inflación contribuye al mantenimiento de un circo mediático revestido de nobles propósitos que entretiene a las masas concediéndoles la ilusión de permanecer en contacto con el espíritu, aunque el motor de ese circo sean intereses obscenos y el nulo respeto a la verdad o la belleza. Vanidad, relaciones de dominio y acaparamiento monetario es a lo que tales “obras de arte” sirven, y sólo en la medida en que lo hagan son reconocidas como tales. Cargos, premios, becas y subvenciones sostienen ese mecanismo perverso para mantener al individuo en la fe de que aún tiene acceso al arte, para que toda forma de arte que pudiera surgir sea fagocitada de inmediato, etiquetada y rentabilizada, desligada así de su detonante natural, de todo misterio. Como decía Stevenson, “lo primero que debe hacer cualquiera que escoja un arte como oficio es olvidarse de prosperar económicamente”. Un arte subvencionado es un arte prostituido. Nada a lo que el poder o la masa favorezcan favorece a la vida. No es posible vivir del arte, vivir del arte es insultarlo, solamente hecha arte puede la vida seguir. El arte se obstina en su rebeldía y fluye incontrolable.
     La palabra es uno de los medios de los cuales dispone el hombre para conocer el mundo, acaso el más importante. En cuanto el hombre olvida o elude esto y mediante la palabra trata de controlar el mundo para que éste se pliegue a los caprichos de su indolencia, en vez de conocerlo y con ello conocerse a sí mismo, en vez de aprender, niega la libertad. Sólo fiel a la palabra puede el hombre reconciliarse con el mundo, aunque esa reconciliación constituya una mera posibilidad. Un uso riguroso del lenguaje no constriñe a la naturaleza ni es incompatible con la libertad, aún más: un uso riguroso del lenguaje abre los ojos a una visión plural del mundo, abre el mundo al hombre, concediéndole la posibilidad de vivir. No proporciona seguridad ni certezas, antes al contrario desvela un flujo inagotable de abundancia que engendra por doquier, participa de ese océano inasequible al dominio y la predicción, feraz, caótico, donde nada sucede si no es en íntimo acoplamiento con el resto, que en su orgía, en la confusión de su urdimbre, trasluce forma, orden, veneros de poder cosmogónico restallando sin pausa y que mudándose emanan eternidad.
     Ese torrente de vitalismo no puede sino horrorizar al hombre y que, empequeñecido, humillado, inerme, éste tema ser arrasado. La primera tarea del lenguaje que abre la intuición humana a ese mundo consiste en librarle del miedo. De otro modo la reacción del hombre será nombrar el mundo de forma que el lenguaje no sirva sino para subsanar su ausencia de coraje e inteligencia a la hora de afrontar ese misterio. El lenguaje no será ya un medio de conocer el mundo y relacionarse con él naturalmente, sino de pervertirlo, de ocultarlo, de apuntalar en el hombre la ilusión de dominio. El arte recobra así su sentido: desatar la naturaleza reprimida en el hombre. Aunque el hombre sienta pánico ante un lenguaje de esta índole, el arte le muestra que él no es ajeno a eso que se escapa de su control y le aterra por desconocido. Le muestra que forma parte de ese flujo impetuoso, y que sólo mezclado con él puede conocerlo, pero que antes ha de enfrentarse al miedo.
     Esta actitud acarrea ingentes cantidades de dolor: no sólo no sabemos a ciencia cierta casi nada acerca de ese paisaje exuberante de la vida, sino que tratar de reivindicarlo tal cual, sin intentar controlarlo, apenas describiéndolo, reportará en primer lugar el rechazo del poder, puesto que tal perspectiva disgrega la realidad en lugar de ponerle límites, impidiendo al poder alcanzar efectividad, y en segundo lugar rechazo también por parte de las masas, que exigen seguridad ante lo incierto y se opondrán con virulenta furia a todo punto de vista que siembre la duda o resquebraje sus dogmas. Por eso esta actitud ha de expresarse en forma de batalla contra el miedo a la muerte, que es siempre, en último extremo, el temor que subyace a todas las manifestaciones del miedo.
     Es preciso, pues, subrayar el dolor. No reclamar dolor, en ningún caso decir que el dolor es un precio necesario a pagar, otra especie de sacrificio, pero sí señalar que es harto inusual una vida en la que esa contingencia esté ausente y, más aún, que, dado el carácter de la época, cuanto más cerca de sus fuentes primordiales se halle esa vida, puesto que la sociedad rueda por autopistas cada vez más alejadas de tales fuentes, más dolor sufrirá esa vida, marginada del resto de la sociedad, sin más fuerzas que las propias pero sin dejar por ello de ser humana, sin dejar, en consecuencia, de ser social. El dolor no es un corolario derivado en relación causa-efecto del aferrarse a la vida, sino más bien al contrario: del progresivo extrañamiento de ésta en el que se empecinan las masas y el poder, que son en última instancia quienes lo infligen al apóstata en la mayoría de los casos.
     La propuesta es arrogarse un talante trágico como forma de estar en el mundo y saber que no hay otro modo de sobrellevar esa tragedia que la alegría. Cabe pensar que tanto dolor, tanta soledad, tanto rechazo, tanta incertidumbre, serán al cabo la prueba más sólida de que la libertad pervive. Esa debe ser la fuente de toda dicha, más aún, de todo placer. Caer en la tristeza, finalmente, no conduce sino a la inacción. Es urgente plantear batalla sin pensar siquiera en la opción de rendirse, aun cuando la oposición de masa y poder se ensañe. La palabra acude entonces como un bálsamo, derramando sus frescos manantiales, irradiando al que se sostiene digno la libertad y la belleza del mundo, o creando incluso realidades nuevas, si por azar se le brinda el don de la poesía.
     No hay otra manera de preservar y agrandar la libertad que el cuidado meticuloso de la palabra. No hay más forma de vivir que dando nombre a las cosas, pero no para dominarlas, desplazarlas o sustituirlas, sino para aproximarlas. El lenguaje expresa su esencia no tanto mediante definiciones como en forma de inacabables descripciones, y es por ello tanto más riguroso e imaginativo, tanto más exigente. Una vez nos acercamos a los fenómenos sin prejuzgarlos, sin intentar someterlos, descubrimos cuánto de ellos nos estábamos perdiendo, de una modesta flor, de una brizna de yerba o un trozo de tierra, que el infinito late ahí sólo a la espera de ser nombrado poco a poco, y que esa tarea de precisión no tiene utilidad ni objetivo; ella sola es el fin: ir viviendo. Se la puede incluso calificar de trabajo en la acepción más excelsa del término: la de arte. La vida entera vivida como trabajo creador, no el arte concebido como profesión o medio estrictamente material de vida. El arte no satisface materialmente la vida, sino que revela su ánima, modela el germen inasible que palpita en ella. Buscar en el arte resuello, o paz, y seguir luego malviviendo en medio de otros negocios, constituye un error cuya consecuencia inmediata es la esclavitud.
     Razón e imaginación se unen aquí, vigilia y sueño fluyen como un continuum, complementándose, arrojándose luz recíprocamente. Sólo desde esta perspectiva integradora y dinámica cabe hablar de libertad sin aniquilar lo que esta palabra sagrada encierra y no sabemos. Por eso mismo es necesario seguir indagando y no contentarse con un arte que entretenga meramente. El arte ha de poner al hombre contra las cuerdas, señalar su cobardía, sus mentiras y sus crímenes; ha de apuntar a la belleza del mundo, exaltar la libertad, despojado de todo condicionamiento que la manía dineraria pretenda imponerle. Ese arte ayuda a vivir, aunque pueda resultar sumamente turbador, y demuestra que sólo una vida libre merece la pena ser vivida. Acceder a su lenguaje surte de tesoros incalculables en sentido estricto: tesoros que no se pueden cuantificar. En ello reside su riqueza, que no es crematística, sino moral, estética.
     Aumentan los ejércitos, las prohibiciones, la sed de dominio y el afán de lucro en una espiral vertiginosa y sin retorno. Crece el desprecio por la libertad y los ecosistemas son destruidos. La ignorancia, el crimen y lo feo siguen predominando entre los hombres. En esas condiciones, un arte complaciente constituye una inmoralidad. Como postulaba Cioran: “Un libro debe ser un peligro”. El arte, la poesía, son lo más alto a lo que puede aspirar el hombre; degradarlos para halagar la humana vanidad equivale a firmar su sentencia de muerte.
     El lenguaje no puede seguir escudándose en un altruismo edificante, porque la tragedia del hombre no va a desaparecer por más que se trate de aligerar el viaje con burdas mentiras. Y tampoco puede el lenguaje refugiarse en el cinismo, porque la alegría no es cosa de risa: es trágica. El lenguaje tiene que recuperar su rango y afirmar la verdad, por más que a los hombres les pese, por más que esa verdad desgarradora se les haga insoportable y antipática. El hombre ha de aprender a vivir con ello, ha de aprender a vivir otra vez. Lo contrario, la tolerancia para con el hombre, no oculta en el fondo más que una absoluta falta de respeto hacia el hombre y el lenguaje. O, en otras palabras, proclamar que el hombre es una especie abyecta, lejos de difamarle, constituye un acto de filantropía. Como escribió Nietzsche: “El hombre debe ser superado”... por él mismo.



3. Utopías: filosofía.

En lo divino creen únicamente aquellos que lo son
Hölderlin

     Afirmar un arte de estas características, que tenga en el respeto insobornable por el lenguaje su interés capital, ¿implica afirmar la existencia de lo trascendente? Es decir, ¿afirma ese lenguaje una naturaleza oculta, independiente de los hombres? Este discurso sostiene esa posibilidad, mas no para ensalzar a Dios, pues tal conclusión resolvería el misterio con una simpleza. Se trata, antes bien, de multiplicar ese misterio, de multiplicar los dioses y las posibilidades de experimentarlos. Para afrontar el misterio no es necesario recurrir a fe alguna, basta con la experiencia; en definitiva, toda Fe supone una renuncia al misterio. “¡La divinidad consiste en que haya dioses pero no Dios!” –así habló Zaratustra.
     La vanidad del hombre aboca a un mundo antropomorfo, diseñado a su medida mediante un lenguaje ramplón, meramente funcional, con el que el hombre pretende que el mundo sea sólo en tanto se ajuste a su miopía. La palabra pasa de ser un medio a constituirse en fin, fija las cosas en lugar de esclarecerlas, en lugar de darles forma. Prescinde de la creación para limitarse a legislar.
     Antes que apelar a un Dios con atributos de prestidigitador, que extrae conejos de su chistera en cuanto el cansancio vence al hombre, o creer que el lenguaje pertenece a éste en exclusiva y negar cualquier realidad fuera de su subjetividad, puede el hombre sondear sus propios demonios. Tal vez así le sea dado seguir andando el camino y no quedarse en la cuneta aguardando que venga Dios a confirmar su cortedad de miras o la muerte a zanjar su yermo ensimismamiento. Toda explicación totalizadora del mundo, tanto si lo niega como si lo reduce a una ecuación, es la expresión de una limitación que el hombre resulta incapaz de admitir. Dios no puede aparecer y la muerte nunca es ahora; entretanto giran los dados, lo divino juega, habla misteriosamente en mitad de la calle, y el hombre, ciego, se engaña o se deprime, aunque disfrace su fe de ciencia y de risa su desesperación. ¿Por qué?
     Pensaban los paganos que entre los hombres y los dioses la diferencia era sólo una cuestión de grados. La creatividad de su lenguaje así lo demuestra. El racionalismo, que empeñado en perseguir fantasmas por poco no acaba con el espíritu, persuadió al ser humano de que el lenguaje le pertenecía, craso error que nos ha traído donde estamos. Ciertamente el hombre es lenguaje, pero éste no le pertenece, antes al contrario. ¿Puede el lenguaje dar forma al mundo para que el hombre se reconcilie con él? ¿Puede la palabra reconducir esa relación?
     Hemos mencionado de pasada lo demoníaco como territorio donde vale al hombre penetrar en busca de respuestas que rompan sus ataduras. Pensemos primeramente en el concepto de ello que alimentó el cristianismo. Como es sabido, Demonio, allí, equivalía a mal. La mitología representaba a Satanás como antagonista de Dios, como su antónimo por excelencia. Junto a mundo y carne, el demonio era el pecado. Desde un punto de vista estrictamente moral esto es ya significativo, pues parando mientes en lo que dicha religión prescribió como bueno, de ninguna otra forma que dejándose tentar por el mal podía el hombre sentir todavía un mínimo vínculo con la vida y huir de esa escatología necrófila y masoquista propia del cristianismo. Sin querer, ya la grey del crucificado estaba revelando por sí misma los beneficios de lo demoníaco. Profundizando un poco en el mito de esa figura antagónica, contemplamos cómo Lucifer se ve obligado a desempeñar su ingrato papel para dar cumplimiento al castigo con el que Dios retribuye el pecado de su rebeldía. Y así, Lucifer hace honor a su nombre, se muestra como “el que porta la luz”, alumbrando el camino de regreso a una vida sin culpa: la desobediencia.
     Pero más allá de tan toscas maquinaciones, cuya ruin aspiración es amedrentar a niños desvalidos, el carácter multiforme, plural, indomeñable de lo demoníaco, se manifestó certeramente en los misterios de Dioniso -el endemoniado dios llegado de Oriente-, que relacionaban al hombre más estrecha y plenamente con la vida, que desvelaban su carácter trágico y lo obligaban a experimentarla a fondo, a extraviar su identidad, a confundirse, a mirar cara a cara al miedo. Este legado de la sabiduría y el coraje de los paganos, que trata de acercarse a lo desconocido sin ideas preconcebidas, podría estimular aún hoy y servir de ejemplo. En una orgía hay infinitamente más oportunidades de saber que en cualquier universidad. Pese a todo, que ese potencial se realice depende a fin de cuentas de la actitud que se adopte, pues si como suele acaecer, tal actitud ante los misterios de Baco es frívola, el aprendizaje que allí pudiera adquirirse resultará suprimido ipso facto. Es evidente que el misterio requiere de predisposición al juego, pero eso es algo de todo punto opuesto a cualquier clase de impaciencia por la obtención de placeres inmediatos, placeres que así se buscan no pueden menos de ser groseros, y no colman la necesidad espiritual de conocimiento que subyace a la embriaguez, al “juego de la naturaleza con el hombre”, como la llamaba Nietzsche.
     La physis, el mundo físico, se propone como juego. Si no apuesta por el juego, el hombre se desgaja del espíritu del mundo para someterse al espíritu del tiempo, donde queda determinado y caduca irremisiblemente, dedicado a contar los días que restan hasta que el suyo se agote. Vencer al tiempo, salirse de él, imbuirse en la eternidad del instante que se vive hasta la hez... he ahí el secreto. El acceso vendrá propiciado por el juego; es el juego mismo.
     Ni pasado que obligue, ni futuro que alcanzar. Continuo, restallante presente que dinamite el tiempo y lo haga saltar por los aires. La vida no juega a la espalda, ni después, sino aquí y ahora; no admite demoras ni debe nada a quien ya no juega, menos aún a quien no quiere jugar o sólo se presta a ello con naipes marcados, menos que a nadie a quien busca seguridad, certezas. Se carcajea de la historia y despliega su juego fuera del tiempo, donde no hay “hechos reales” y las cosas son sencillamente posibles. Cada vez que el hombre se entrega de corazón a ese juego se libera del tiempo, vive poéticamente y se experimenta verdadero. Su inmortalidad es fugaz, pero hacia ese margen del río ha de lanzar todas sus escalas, tender todos sus puentes. Inscribirse en la historia es morir ya en vida y habitar un tiempo vacío, permitir que sea el miedo, no el juego, el juego trágico, quien guíe la acción, las palabras.



Fanzine la cabra. nº último. junio´2004

2 comentarios:

  1. Paco, leído con interés. Buen fanzine te marcaste. La última parte me ha hecho pensar en Wittgenstein. Aunque no creo haberle entendido del todo (entre otras cosas porque no lo he leído del todo), sí creo que él pensó precisamente a partir de algo que tú dices del lenguaje: que no es un instrumento del hombre sino más bien todo lo contrario.

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    1. Muchas gracias por tu lectura, Miguel. Tampoco yo he leído mucho a Wittgenstein, y me interesa más su Diario de guerra que el Tractatus, que es donde profundiza en esto a lo que te refieres, si no recuerdo mal. Así que seguramente llevas razón. Lo retomaré a ver. Comoquiera, cuando se escribió esto, no lo había leído aún. Desde luego, coincido en que somos del lenguaje más que ser nuestro el lenguaje. Pero el instinto de dominación, ay, carece de límites para nuestra especie. Hasta de las palabras se exige obediencia, cuando tal vez se trata antes bien de dejarse fecundar por ellas.

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