1. Lugares comunes: política.
Eso que se ha dado en llamar sociedad humana, se asentó durante largo tiempo en la obediencia a Dios, que aseguraba la supervivencia incluso más allá de la muerte, superstición de la cual algunos aún hoy hacen negocio y que el racionalismo se encargó de destronar. A cambio, el racionalismo preconizó una sociedad no ya de súbditos, sino de individuos que, conformados como pueblo soberano, decidirían democráticamente el futuro de la sociedad.
A grandes rasgos, el
individualismo consiste en aquella forma de ser que otorga al hombre
una identidad propia e inalienable. El individuo, uno,
indivisible, posee un yo entero y acabado, claros lindes que le hacen
ser quien es: él mismo, distinto de todos los demás, sólo igual a
sí mismo, idéntico a sí mismo solamente. Con ello, el
individuo sabe de sí, por contraste con el otro, porque no es el
otro. Cada identidad vive distinguiéndose del resto, y ocupa su
lugar específico. De este modo, el yo está cerrado, es fijo;
franquear sus límites constituye la aniquilación de la identidad
individual y, por ende, la de la sociedad entera. El sistema requiere
de identidades, que cada cosa sea cada cosa y cada quien sea cada
quien, para que todo sea predecible y seguro, para que todo esté
bajo control.
A esto se lo llamó
progreso.
Igual que la sola
superstición no puede satisfacer al hombre por cuanto sus respuestas
niegan las explicaciones de la razón e intentan que en lugar de
plantear interrogantes, el hombre obedezca simplemente, tampoco la
sola razón puede bastarle, ya que se ve de continuo abrumado
por fenómenos que la razón no puede explicar y que, por más que
ésta niegue, espolean su curiosidad y agudizan sus preguntas,
preguntas a las que ni la fe ni la razón pueden responder por sí
solas de forma satisfactoria. Ambas concepciones, irracionalismo solo
o racionalismo solo, radicalmente limitados como son, condenan al
hombre a conformarse no ya con un aspecto parcial de sí mismo y del
mundo, sino con un prejuicio acerca de sí mismo y del mundo. Se
ensalza a Dios o a la Ciencia y se trata luego por todos los medios
de que el mundo se adecue a esas ideas; se le obliga a hacerlo
mediante amenaza y coerción si demuestra contumacia. Sometido a su
señorío, el hombre queda mutilado de manera cruel, reducido,
despojado de cualquier atisbo de plenitud.
Pero como lo
propio de la vida es permanecer precisamente cambiando y dado que el
hombre no es ajeno a esto, tampoco el racionalismo ha cumplido su
ideal. El mundo ha persistido en su rebelde naturaleza, mutando sin
tregua. Ese cambio, sin embargo, no ha sido fruto de la voluntad del
hombre como se nos prometía, puesto que los individuos, estancados
en su identidad irrenunciable y, por tanto, incapacitados para
adaptarse a un entorno que nunca es igual, bastante tienen con no
sucumbir en medio del fragor como para encima constituirse en pueblo
soberano y gobernarse libremente. La sociedad se transforma con los
impulsos de la técnica a un ritmo cada vez más rápido. El tiempo
es más denso; el espacio se agosta. En esa sociedad cambiante,
acelerada, el individuo, obcecado en su ser igual a sí mismo, en el
rigor de la fijeza, ve amenazada su identidad por lo otro y por los
otros sin desmayo. Sus fronteras, tan seguras antaño, empiezan a
difuminarse peligrosamente; neurosis, ansiedad y demás trastornos,
crecen. Ante el asedio, su defensa ha consistido en refugiarse más y
más en su individualidad, replegándose una y otra vez hacia sí
mismo, manteniendo su identidad menguándola, puesto
que sólo en ella es, sólo aferrado a ella puede sobrevivir. Su
identidad es su única certeza, su única realidad, y, aunque sea
minúscula, lo salva. La sociedad, entretanto, como si de un ser vivo
autónomo más se tratase, prosigue sus metamorfosis con creciente
desdén hacia el individuo; éste, consumido por el miedo, tiende a
simplificarse al máximo, para que le sea más fácil preservar su
identidad. El proceso termina por vaciar al individuo hasta rebajarlo
a la condición de mera cifra. No existen dos números iguales, cada
guarismo conserva su identidad, por consiguiente, como es lógico,
sólo degradado al estatuto de número puede el individuo sobrevivir
en un mundo que cambia sin cesar. La identidad termina por resultar
indiferencia y la sociedad fruto de la razón una sociedad de masas.
En esa sociedad cada individuo es una cifra estadística cuyo único
interés reside en sobrevivir, en conservar su posición a costa de
lo que sea. El miedo se convierte en elemento exclusivo de
integración social. La gestión de lo público, la política, o
mejor dicho, el poder -usurpador por antonomasia de lo político- no
es más que administración de ese miedo, único universal vigente
aquí y ahora. Como describió Canetti, el asunto se resume en un
paisaje de Masa y Poder.
Sobre la masa actúan
fuerzas que rivalizan entre sí, a veces contrapuestas y a veces
coincidentes: gobiernos, líderes, instituciones, medios de
información, partidos políticos, modas, iglesias, nacionalismos,
terrorismos, poderes financieros... La presión que estas fuerzas
ejercen marca el rumbo, normalmente identificando enemigos de los que
librarse, apelando al miedo común. La ridícula voluntad de números
que ignoran su condición inmersos en una competición sin cuartel,
no puede hacerlo. Sin embargo, ninguna de esas fuerzas ha adquirido
todavía poder suficiente como para sobreponerse a las demás, de
manera que la masa vaga sin dirección, sin un objetivo concreto,
menos aún con un proyecto de convivencia compartido, aterrorizada y
compelida por una inercia irresistible que arrastra consigo todo y
a todos, siempre ávida de crecimiento. En su seno, la libertad se
convierte en un chiste para oligofrénicos o incautos. Constatar este
hecho es constatar que el pueblo, tal y como lo definió el
racionalismo, ha muerto.
Semejante estado de cosas obliga a examinar qué sentido, qué grado de verdad, qué realidad efectiva pueden tener el derecho y la democracia como instrumento y forma, respectivamente, de gobierno de la sociedad humana. Más aún porque, como apuntábamos arriba, el poder se ha enseñoreado de la política arbitrando desde el principio mecanismos que le habilitasen para continuar ejerciendo su control, o incluso para acrecentarlo. Rasgo muy de acuerdo con nuestra época, marcada por la preeminencia del sucedáneo.
Semejante estado de cosas obliga a examinar qué sentido, qué grado de verdad, qué realidad efectiva pueden tener el derecho y la democracia como instrumento y forma, respectivamente, de gobierno de la sociedad humana. Más aún porque, como apuntábamos arriba, el poder se ha enseñoreado de la política arbitrando desde el principio mecanismos que le habilitasen para continuar ejerciendo su control, o incluso para acrecentarlo. Rasgo muy de acuerdo con nuestra época, marcada por la preeminencia del sucedáneo.
Dejando aparte que la
representación política impide al individuo responsabilizarse de
los asuntos públicos de manera directa y es oligopolio exclusivo de
partidos organizados jerárquicamente, que es irrevocable y, por
tanto, contraria al derecho, y que tal representación carece ya de
justificación puesto que la técnica permite que la voz de los
individuos sea oída sin intermediaciones; dejando aparte leyes
electorales amañadas; dejando aparte que la separación de poderes
se ha esfumado, puesto que es el ejecutivo el que mayormente legisla
y no ya el Parlamento, y puesto que el gobierno se inmiscuye de
continuo en el poder judicial; dejando aparte incluso que, en aras de
la seguridad y la eficacia, la administración goza de
discrecionalidad creciente a la hora de ejercer sus funciones,
vaciando de contenido el principio de legalidad –único principio,
dicho de paso, que garantiza la única seguridad posible, esto es, la
seguridad jurídica-. Dejando aparte todos estos resortes de los que
el poder se ha servido para perpetuar su dominio, cabe decir que lo
más grave estriba en continuar creyendo con fe ciega que el
individuo-masa, ocupado en trabajos meramente productivos, en los
cuales muere cualquier destello de espontaneidad que pudiera quedarle
-en tanto que número irracional tal vez-, adoctrinado de continuo
por noticias unilaterales donde se le exhiben toda suerte de peligros
y males y se le ordena cómo debe comportarse para evitarlos,
mediante las que cree percibir qué pasa en cada rincón del mundo,
experimentando así el mundo sólo a través de intermediaciones
-nunca de primera mano-, y embrutecido con divertimentos que no le
proporcionan placer sino narcosis, sigue participando como buen
demócrata del gobierno de la sociedad, y que derecho es sinónimo de
legislación. La trampa consiste en hacerle creer que en ese
escenario su libertad persiste, que posee librepensamiento, autonomía
moral y sensibilidad estética. La mentira radica en hacer que el
lenguaje, atributo humano par excellence, carezca ya de
significado, en degradarlo hasta la saciedad, hasta vaciarlo de
sentido para remitirnos a aquello que al poder –dinerario,
religioso, político...- conviene en cada momento para lograr sus
propósitos, pues aunque el poder fracase sin excepción a la hora de
lograr sus propósitos, venderá al individuo su derrota como un
éxito impar en la historia. La tragedia estriba en que así,
sólo así, puede el individuo subsistir, creyendo que su libertad,
su voluntad y su virtud permanecen intactas, y que su obediencia
contribuye al desarrollo ineluctable del progreso. Aunque sea un
número insignificante e indiferente, manipulable a diestro y
siniestro y su libertad, su voluntad y su virtud existan sólo en la
medida en que afiance su fe en ellas, sólo en la medida en que su
respeto al lenguaje sea aniquilado: cuando llama libertad, verdad y
belleza al miedo, a la mentira y a lo feo; cuando a la muerte la
llama bienestar, y sonríe complacido.
Pese a todo, la vida se
obstina en su rebelde naturaleza, e igual que sobre la masa no se
impone poder alguno de forma omnímoda y de la pugna entre ellos es
una inercia irresistible y sin rumbo el único fruto, tampoco la masa
se impone, ni son todos los hombres un número... no todavía al
menos. ¿Quienes son, entonces, esos hombres? ¿Qué son?
Coaccionados, sin fe, atronados por el tráfago de palabras huecas
mientras todo en torno suyo se derrumba. Invisibles, sin voz, sin
saber qué hacer, intuyendo que el poder no oculta sino mentiras,
pero sin albergar certeza alguna tampoco, indefensos en mitad del
caos. Negándose a asumir la triste, huera, fría, intercambiable
condición del número, negándose a sí mismos, negando su
identidad, con dolor profundo. La naturaleza y su rebeldía se
obstinan en ellos.
Un hombre así no es un
individuo. Cuando siguió a Heráclito y se dejó de historias, Hegel
lo expresó mejor: “es lo que no es y no es lo que es”, o sea,
pura posibilidad. No es fijo ni uno ni se acaba nunca, no se deja
apresar, no es nadie y puede ser cualquiera; como la rebelde
naturaleza, se transforma sin desmayo, in-idéntico. Ni como
el individuo-masa ni como él mismo siquiera, cambiando en todo
momento de máscara... persona.
Digamos que, como todas
las palabras, el término “persona” es una metáfora. Pero sin
duda constituye una metáfora más exacta que el término
“individuo”, ya que éste, referido al ser humano, resulta ideal,
puesto que o bien termina por reducirlo a simple número conformador
de la masa, o bien, siendo como es el individuo, fijo, unitario,
indiviso, un yo cerrado e idéntico sólo a sí mismo, niega la
genuina naturaleza del hombre: “ser lo que no es y no ser lo que
es”, substancia plural que permanece cambiando. Por eso la palabra
persona supone una metáfora más acertada, que se atiene con más
rigor a lo que está designando y permite al hombre esa
indeterminación implícita en todo lo viviente, sin obligarle a
creer que es el que es, no otro.
Ahora bien, ¿qué puede
hacer cualquier persona ante una situación como la descrita? O en
palabras de Ernst Jünger: qué puede hacer “en presencia de la
catástrofe y en el interior de ella”.
Considerando la cuestión
política, que es de la que en este punto se trata, lo primero que
puede destacarse es que la persona no dispone de fuerzas ni recursos
suficientes para enfrentarse a la masa, ni siquiera para plantearle
una mínima oposición. Tratar de destruirla por la fuerza sería un
suicidio, y esperar que los individuos-masa despierten o tratar de
despertarlos no puede sino conducir a desesperación. Todo esfuerzo
en contra del statu quo fracasa de antemano, pues implica
situarse en la posición del enemigo, de modo que será criminalizado
de inmediato, contribuyendo a alimentar el miedo y, lejos de alcanzar
su objetivo, servir de argumento al Leviathan, que todo lo devora en
beneficio propio, desvirtuando el lenguaje a su antojo para que cada
cosa sea lo que en cada momento es conveniente que sea.
Intentar cambiar el
mundo es absurdo, pues el mundo no es sino cambio en estado puro.
Tratar de dirigir o controlar ese cambio es algo que ni siquiera la
acción de los actuales poderes ha logrado, consiguiendo sólo
depredar el mundo paulatinamente. Esfuerzos de esa índole son
inútiles y desembocan directamente en la frustración y la
melancolía. Si, encima, tratan de organizarse en grupo, ya ni
siquiera es necesario que la masa y el poder los aplasten -aunque a
buen seguro lo harán-, ellos solos habrán ahorrado ese trabajo
adjudicándose una identidad en el momento mismo en que, por
contraste, tratan de diferenciarse de los otros, del otro, y, cómo
no, sojuzgarlo. La situación ha adquirido tales proporciones que
sólo resistirse a ser arrastrado por la inercia de los
acontecimientos puede surtir algún resultado provechoso. La persona
es capaz de resistirse a ser convertida en un número más, aunque su
intento sea retribuido con soledad y rechazo por parte de la masa;
puede conservar su libertad y su soberanía, puede otorgarse su
propia ley, salir de los caminos trillados y reconocerse en la
rebelde naturaleza, incluso, fugazmente, en otras máscaras o,
parcialmente, en individuos, pero no por contraste, no por no ser
como ellos, pues la persona no puede distinguirse de nada: es
cualquiera, y nunca uno: más lenguaje que matemática. Su tarea no
es social, sino personal, y su propiedad no es pecuniaria, sino
ética.
Actuar políticamente a
través de las instituciones establecidas significa ser absorbido por
ellas, pasar a engrosar las filas de la masa, otorgar al número
capacidad de decisión, prescindir de la propia libertad y prostituir
el lenguaje. Participar en política desde las vías que a la masa se
le proponen entraña renunciar a una vida digna de tal nombre y
convertirse en cómplice de una farsa. La persona actúa
políticamente de forma paradójica: al margen de la sociedad. Ahí
sí es posible que su tarea resulte efectiva, pero lo principal no es
que su labor fructifique y repercuta en el sistema, sino que le
permite mantener su libertad incólume, le permite seguir cambiando,
le permite vivir. No puede partir del orden imperante. No puede
servirse de la realidad convencional con su vacuo parloteo. Ha de
abrir las puertas al misterio, a lo posible, a aquello que “es lo
que no es y no es lo que es”, ha de reconocerse en ello, disolverse
en ello, en perpetua metamorfosis. Sólo así la política recobra su
sentido: proteger y ensanchar la libertad. Y sólo así la libertad
guarda aliento para hacer todavía preguntas.
2. Lugares desconocidos:
arte.
La llave que sirve a la
persona para abrir las puertas del misterio y de lo posible, para
aproximarse a ellos, para darles libertad, para poder ella vivir
verdaderamente, es el arte. La vida es arte o no es nada. Literatura,
plástica y música palidecen separadas de la vida concebida como
obra de arte; sólo entreveradas con ésta recobran su sentido.
Se dice que libertad,
belleza o virtud no existen más, que son términos ilusorios,
convenciones arbitrarias carentes a fin de cuentas de significado.
Esto es falso. El hecho de que se haya impuesto un uso
arbitrario o interesado de tales conceptos no revela sino la
degradación a la que el lenguaje está siendo sometido, el desprecio
cada vez mayor del poder y de las masas, pero no invalida tales
términos, que tal vez no puedan explicarse, pero que sin duda pueden
comprenderse, que quizá escapan a todo intento de definición pero
cuyo sentido último es el desvelamiento de “algo que se siente con
todo el cuerpo”, como proponía Borges.
Un uso arbitrario,
interesado del lenguaje no sólo es incapaz de acercar las cosas,
sino que aniquila cuanto nombra. La tarea del arte estriba en
permitir que su lenguaje –verbal, plástico, musical...-
reconquiste su rango y vuelva a acercar lo que nombra. Consiste,
fundamentalmente, en una destructiva labor de conservación. Lo
primero que debe hacer quien se embarque en esa aventura es profesar
auténtica veneración hacia el lenguaje con el que se mida, pues
sólo a través suyo cabe al hombre tender puentes con la naturaleza.
Cuando masa y poder han
alcanzado tal expansión que las posibilidades del ser humano de
participar todavía del mundo corren peligro de extinguirse, no puede
el arte buscar revolución alguna, ha de conformarse con llamar a las
cosas por su nombre, sin tratar de suplantarlas o controlarlas, para
lograr conocerlas y hacer posible todavía el contacto con ellas. Y
sobre todo, ha de poner de manifiesto la mentira, desnudar la
impostura que masa y poder esconden, pero recordando al mismo tiempo
que nada tiene que ver su raíz con masa y poder, y que si se ocupa
de ellos es sólo porque están degradando el lenguaje, porque están
destruyendo cualquier camino que pudiese quedar abierto al hombre
para vivir de acuerdo a su naturaleza.
Es una tarea hercúlea,
inmensa, que exige la entrega total de quien la acomete. De nuevo se
hace imposible que pueda atenerse a los senderos trillados, que pueda
esperar respuesta positiva por parte de la masa y el poder. En el
momento en que trate de conciliarse con éstos estará rompiendo los
lazos con su fuente originaria de vida, se estará prestando a usar
un lenguaje envilecido. De nuevo ha de volver la espalda a la
sociedad e internarse en tierra de nadie, no buscar el reconocimiento
de los otros, sino reconocerse en lo otro, transgredir esa deletérea
frontera que separa el arte de la vida o que, peor aún, considera el
arte sólo un aspecto de la vida, un entretenimiento más, un lujo.
No es un lujo el arte, más aún: si algo hay necesario es la
poesía.
Cualquier forma de arte
que olvide esta preocupación esencial traiciona su naturaleza. El
arte no puede ser amable dado el estado de cosas. Dado ese estado de
cosas, resulta difícil que pueda siquiera hallar eco. Es un trabajo
de zapa silencioso, que se desarrolla las más de las veces en los
subterráneos. En el momento en que ese lenguaje corrompido de
la masa y el poder se apropie de él, quedará esterilizado, separado de
su raíz más honda. Logra su propósito en la medida en que consiga
sustraerse a esa manipulación, en la medida en que no se deje
apresar por componendas ni pueda ser experimentado a través de
intermediaciones, en la medida en que no exista antídoto para su
veneno, cuanto más peligroso e inaceptable resulte para masa y
poder.
Ciertamente, las así
llamadas “obras de arte” proliferan por doquier, pero en el fondo
obras tales no son más que ejemplos del nivel de putrefacción
alcanzado por el lenguaje, pues su finalidad acostumbra a ser
estrictamente mercantil, un medio más de hacer dinero que si en algo
se ocupa de la libertad, la virtud o la belleza es para venderlas
como si de artículos de supermercado se tratase. Asimismo, su
inflación contribuye al mantenimiento de un circo mediático
revestido de nobles propósitos que entretiene a las masas
concediéndoles la ilusión de permanecer en contacto con el
espíritu, aunque el motor de ese circo sean intereses obscenos y el
nulo respeto a la verdad o la belleza. Vanidad, relaciones de dominio
y acaparamiento monetario es a lo que tales “obras de arte”
sirven, y sólo en la medida en que lo hagan son reconocidas como
tales. Cargos, premios, becas y subvenciones sostienen ese mecanismo
perverso para mantener al individuo en la fe de que aún tiene acceso
al arte, para que toda forma de arte que pudiera surgir sea
fagocitada de inmediato, etiquetada y rentabilizada, desligada así
de su detonante natural, de todo misterio. Como decía Stevenson, “lo
primero que debe hacer cualquiera que escoja un arte como oficio es
olvidarse de prosperar económicamente”. Un arte subvencionado es
un arte prostituido. Nada a lo que el poder o la masa favorezcan
favorece a la vida. No es posible vivir del arte, vivir del arte es
insultarlo, solamente hecha arte puede la vida seguir. El arte se
obstina en su rebeldía y fluye incontrolable.
La palabra es uno de los
medios de los cuales dispone el hombre para conocer el mundo, acaso
el más importante. En cuanto el hombre olvida o elude esto y
mediante la palabra trata de controlar el mundo para que éste se
pliegue a los caprichos de su indolencia, en vez de conocerlo y con
ello conocerse a sí mismo, en vez de aprender, niega la libertad.
Sólo fiel a la palabra puede el hombre reconciliarse con el mundo,
aunque esa reconciliación constituya una mera posibilidad. Un uso
riguroso del lenguaje no constriñe a la naturaleza ni es
incompatible con la libertad, aún más: un uso riguroso del lenguaje
abre los ojos a una visión plural del mundo, abre el mundo al
hombre, concediéndole la posibilidad de vivir. No proporciona
seguridad ni certezas, antes al contrario desvela un flujo inagotable
de abundancia que engendra por doquier, participa de ese océano
inasequible al dominio y la predicción, feraz, caótico, donde nada
sucede si no es en íntimo acoplamiento con el resto, que en su
orgía, en la confusión de su urdimbre, trasluce forma, orden,
veneros de poder cosmogónico restallando sin pausa y que mudándose
emanan eternidad.
Ese torrente de
vitalismo no puede sino horrorizar al hombre y que, empequeñecido,
humillado, inerme, éste tema ser arrasado. La primera tarea del
lenguaje que abre la intuición humana a ese mundo consiste en
librarle del miedo. De otro modo la reacción del hombre será
nombrar el mundo de forma que el lenguaje no sirva sino para subsanar
su ausencia de coraje e inteligencia a la hora de afrontar ese
misterio. El lenguaje no será ya un medio de conocer el mundo y
relacionarse con él naturalmente, sino de pervertirlo, de ocultarlo,
de apuntalar en el hombre la ilusión de dominio. El arte recobra así
su sentido: desatar la naturaleza reprimida en el hombre. Aunque el
hombre sienta pánico ante un lenguaje de esta índole, el arte le
muestra que él no es ajeno a eso que se escapa de su control y le
aterra por desconocido. Le muestra que forma parte de ese flujo
impetuoso, y que sólo mezclado con él puede conocerlo, pero que
antes ha de enfrentarse al miedo.
Esta actitud acarrea
ingentes cantidades de dolor: no sólo no sabemos a ciencia cierta
casi nada acerca de ese paisaje exuberante de la vida, sino que
tratar de reivindicarlo tal cual, sin intentar controlarlo, apenas
describiéndolo, reportará en primer lugar el rechazo del poder,
puesto que tal perspectiva disgrega la realidad en lugar de ponerle
límites, impidiendo al poder alcanzar efectividad, y en segundo
lugar rechazo también por parte de las masas, que exigen seguridad
ante lo incierto y se opondrán con virulenta furia a todo punto de
vista que siembre la duda o resquebraje sus dogmas. Por eso esta
actitud ha de expresarse en forma de batalla contra el miedo a la
muerte, que es siempre, en último extremo, el temor que subyace a
todas las manifestaciones del miedo.
Es preciso, pues,
subrayar el dolor. No reclamar dolor, en ningún caso decir que el
dolor es un precio necesario a pagar, otra especie de sacrificio,
pero sí señalar que es harto inusual una vida en la que esa
contingencia esté ausente y, más aún, que, dado el carácter de la
época, cuanto más cerca de sus fuentes primordiales se halle esa
vida, puesto que la sociedad rueda por autopistas cada vez más
alejadas de tales fuentes, más dolor sufrirá esa vida, marginada
del resto de la sociedad, sin más fuerzas que las propias pero sin
dejar por ello de ser humana, sin dejar, en consecuencia, de ser
social. El dolor no es un corolario derivado en relación
causa-efecto del aferrarse a la vida, sino más bien al contrario:
del progresivo extrañamiento de ésta en el que se empecinan las
masas y el poder, que son en última instancia quienes lo infligen al
apóstata en la mayoría de los casos.
La propuesta es
arrogarse un talante trágico como forma de estar en el mundo y
saber que no hay otro modo de sobrellevar esa tragedia que la
alegría. Cabe pensar que tanto dolor, tanta soledad, tanto rechazo,
tanta incertidumbre, serán al cabo la prueba más sólida de que la
libertad pervive. Esa debe ser la fuente de toda dicha, más aún, de
todo placer. Caer en la tristeza, finalmente, no conduce sino a la
inacción. Es urgente plantear batalla sin pensar siquiera en la
opción de rendirse, aun cuando la oposición de masa y poder se
ensañe. La palabra acude entonces como un bálsamo, derramando sus
frescos manantiales, irradiando al que se sostiene digno la libertad
y la belleza del mundo, o creando incluso realidades nuevas, si por
azar se le brinda el don de la poesía.
No hay otra manera de
preservar y agrandar la libertad que el cuidado meticuloso de la
palabra. No hay más forma de vivir que dando nombre a las cosas,
pero no para dominarlas, desplazarlas o sustituirlas, sino para
aproximarlas. El lenguaje expresa su esencia no tanto mediante
definiciones como en forma de inacabables descripciones, y es por
ello tanto más riguroso e imaginativo, tanto más exigente. Una vez
nos acercamos a los fenómenos sin prejuzgarlos, sin intentar
someterlos, descubrimos cuánto de ellos nos estábamos perdiendo, de
una modesta flor, de una brizna de yerba o un trozo de tierra, que el
infinito late ahí sólo a la espera de ser nombrado poco a poco, y
que esa tarea de precisión no tiene utilidad ni objetivo; ella sola
es el fin: ir viviendo. Se la puede incluso calificar de trabajo
en la acepción más excelsa del término: la de arte. La vida entera
vivida como trabajo creador, no el arte concebido como profesión o
medio estrictamente material de vida. El arte no satisface
materialmente la vida, sino que revela su ánima, modela el germen
inasible que palpita en ella. Buscar en el arte resuello, o paz, y
seguir luego malviviendo en medio de otros negocios, constituye un
error cuya consecuencia inmediata es la esclavitud.
Razón e imaginación se
unen aquí, vigilia y sueño fluyen como un continuum,
complementándose, arrojándose luz recíprocamente. Sólo desde esta
perspectiva integradora y dinámica cabe hablar de libertad sin
aniquilar lo que esta palabra sagrada encierra y no sabemos.
Por eso mismo es necesario seguir indagando y no contentarse con un
arte que entretenga meramente. El arte ha de poner al hombre contra
las cuerdas, señalar su cobardía, sus mentiras y sus crímenes; ha
de apuntar a la belleza del mundo, exaltar la libertad, despojado de
todo condicionamiento que la manía dineraria pretenda imponerle. Ese
arte ayuda a vivir, aunque pueda resultar sumamente turbador, y
demuestra que sólo una vida libre merece la pena ser vivida. Acceder
a su lenguaje surte de tesoros incalculables en sentido estricto:
tesoros que no se pueden cuantificar. En ello reside su riqueza, que
no es crematística, sino moral, estética.
Aumentan los ejércitos,
las prohibiciones, la sed de dominio y el afán de lucro en una
espiral vertiginosa y sin retorno. Crece el desprecio por la libertad
y los ecosistemas son destruidos. La ignorancia, el crimen y lo feo
siguen predominando entre los hombres. En esas condiciones, un arte
complaciente constituye una inmoralidad. Como postulaba Cioran: “Un
libro debe ser un peligro”. El arte, la poesía, son lo más alto a
lo que puede aspirar el hombre; degradarlos para halagar la humana
vanidad equivale a firmar su sentencia de muerte.
El lenguaje no puede
seguir escudándose en un altruismo edificante, porque la tragedia
del hombre no va a desaparecer por más que se trate de aligerar el
viaje con burdas mentiras. Y tampoco puede el lenguaje refugiarse en
el cinismo, porque la alegría no es cosa de risa: es trágica. El
lenguaje tiene que recuperar su rango y afirmar la verdad, por más
que a los hombres les pese, por más que esa verdad desgarradora se
les haga insoportable y antipática. El hombre ha de aprender a vivir
con ello, ha de aprender a vivir otra vez. Lo contrario, la
tolerancia para con el hombre, no oculta en el fondo más que una
absoluta falta de respeto hacia el hombre y el lenguaje. O, en otras
palabras, proclamar que el hombre es una especie abyecta, lejos de
difamarle, constituye un acto de filantropía. Como escribió
Nietzsche: “El hombre debe ser superado”... por él mismo.
3. Utopías: filosofía.
En lo divino creen
únicamente aquellos que lo son
Hölderlin
Afirmar un arte de estas
características, que tenga en el respeto insobornable por el
lenguaje su interés capital, ¿implica afirmar la existencia de lo
trascendente? Es decir, ¿afirma ese lenguaje una naturaleza oculta,
independiente de los hombres? Este discurso sostiene esa posibilidad,
mas no para ensalzar a Dios, pues tal conclusión resolvería el
misterio con una simpleza. Se trata, antes bien, de multiplicar ese
misterio, de multiplicar los dioses y las posibilidades de
experimentarlos. Para afrontar el misterio no es necesario recurrir a
fe alguna, basta con la experiencia; en definitiva, toda Fe supone
una renuncia al misterio. “¡La divinidad consiste en que haya
dioses pero no Dios!” –así habló Zaratustra.
La vanidad del hombre
aboca a un mundo antropomorfo, diseñado a su medida mediante un
lenguaje ramplón, meramente funcional, con el que el hombre pretende
que el mundo sea sólo en tanto se ajuste a su miopía. La palabra
pasa de ser un medio a constituirse en fin, fija las cosas en lugar
de esclarecerlas, en lugar de darles forma. Prescinde de la creación
para limitarse a legislar.
Antes que apelar a un
Dios con atributos de prestidigitador, que extrae conejos de su
chistera en cuanto el cansancio vence al hombre, o creer que el
lenguaje pertenece a éste en exclusiva y negar cualquier realidad
fuera de su subjetividad, puede el hombre sondear sus propios
demonios. Tal vez así le sea dado seguir andando el camino y no
quedarse en la cuneta aguardando que venga Dios a confirmar su
cortedad de miras o la muerte a zanjar su yermo ensimismamiento. Toda
explicación totalizadora del mundo, tanto si lo niega como si lo
reduce a una ecuación, es la expresión de una limitación que el
hombre resulta incapaz de admitir. Dios no puede aparecer y la muerte
nunca es ahora; entretanto giran los dados, lo divino juega, habla
misteriosamente en mitad de la calle, y el hombre, ciego, se engaña
o se deprime, aunque disfrace su fe de ciencia y de risa su
desesperación. ¿Por qué?
Pensaban los paganos que
entre los hombres y los dioses la diferencia era sólo una cuestión
de grados. La creatividad de su lenguaje así lo demuestra. El
racionalismo, que empeñado en perseguir fantasmas por poco no acaba
con el espíritu, persuadió al ser humano de que el lenguaje le
pertenecía, craso error que nos ha traído donde estamos.
Ciertamente el hombre es lenguaje, pero éste no le pertenece, antes
al contrario. ¿Puede el lenguaje dar forma al mundo para que el
hombre se reconcilie con él? ¿Puede la palabra reconducir esa
relación?
Hemos mencionado de
pasada lo demoníaco como territorio donde vale al hombre penetrar en
busca de respuestas que rompan sus ataduras. Pensemos primeramente en
el concepto de ello que alimentó el cristianismo. Como es sabido,
Demonio, allí, equivalía a mal. La mitología representaba a
Satanás como antagonista de Dios, como su antónimo por excelencia.
Junto a mundo y carne, el demonio era el pecado. Desde un punto de
vista estrictamente moral esto es ya significativo, pues parando
mientes en lo que dicha religión prescribió como bueno, de ninguna
otra forma que dejándose tentar por el mal podía el hombre sentir
todavía un mínimo vínculo con la vida y huir de esa escatología
necrófila y masoquista propia del cristianismo. Sin querer, ya la
grey del crucificado estaba revelando por sí misma los beneficios de
lo demoníaco. Profundizando un poco en el mito de esa figura
antagónica, contemplamos cómo Lucifer se ve obligado a desempeñar
su ingrato papel para dar cumplimiento al castigo con el que Dios
retribuye el pecado de su rebeldía. Y así, Lucifer hace honor a su
nombre, se muestra como “el que porta la luz”, alumbrando el
camino de regreso a una vida sin culpa: la desobediencia.
Pero más allá de tan
toscas maquinaciones, cuya ruin aspiración es amedrentar a niños
desvalidos, el carácter multiforme, plural, indomeñable de lo
demoníaco, se manifestó certeramente en los misterios de Dioniso
-el endemoniado dios llegado de Oriente-, que relacionaban al hombre
más estrecha y plenamente con la vida, que desvelaban su carácter
trágico y lo obligaban a experimentarla a fondo, a extraviar su
identidad, a confundirse, a mirar cara a cara al miedo. Este legado
de la sabiduría y el coraje de los paganos, que trata de acercarse a
lo desconocido sin ideas preconcebidas, podría
estimular aún hoy y servir de ejemplo. En una orgía hay
infinitamente más oportunidades de saber que en cualquier
universidad. Pese a todo, que ese potencial se realice depende a fin
de cuentas de la actitud que se adopte, pues si como suele acaecer,
tal actitud ante los misterios de Baco es frívola, el aprendizaje
que allí pudiera adquirirse resultará suprimido ipso facto.
Es evidente que el misterio requiere de predisposición al juego,
pero eso es algo de todo punto opuesto a cualquier clase de
impaciencia por la obtención de placeres inmediatos, placeres que
así se buscan no pueden menos de ser groseros, y no colman la
necesidad espiritual de conocimiento que subyace a la embriaguez, al
“juego de la naturaleza con el hombre”, como la llamaba
Nietzsche.
La physis, el
mundo físico, se propone como juego. Si no apuesta por el juego, el
hombre se desgaja del espíritu del mundo para someterse al espíritu
del tiempo, donde queda determinado y caduca irremisiblemente,
dedicado a contar los días que restan hasta que el suyo se agote.
Vencer al tiempo, salirse de él, imbuirse en la eternidad del
instante que se vive hasta la hez... he ahí el secreto. El acceso
vendrá propiciado por el juego; es el juego mismo.
Ni pasado que obligue,
ni futuro que alcanzar. Continuo, restallante presente que dinamite
el tiempo y lo haga saltar por los aires. La vida no juega a la
espalda, ni después, sino aquí y ahora; no admite demoras ni debe
nada a quien ya no juega, menos aún a quien no quiere jugar o sólo
se presta a ello con naipes marcados, menos que a nadie a quien busca
seguridad, certezas. Se carcajea de la historia y despliega su juego
fuera del tiempo, donde no hay “hechos reales” y las cosas son
sencillamente posibles.
Cada vez que el hombre
se entrega de corazón a ese juego se libera del tiempo, vive
poéticamente y se experimenta verdadero. Su
inmortalidad es fugaz, pero hacia ese margen del río ha de lanzar
todas sus escalas, tender todos sus puentes. Inscribirse en la
historia es morir ya en vida y habitar un tiempo vacío, permitir que
sea el miedo, no el juego, el juego trágico, quien guíe la acción, las palabras.
Fanzine la cabra. nº último. junio´2004
Paco, leído con interés. Buen fanzine te marcaste. La última parte me ha hecho pensar en Wittgenstein. Aunque no creo haberle entendido del todo (entre otras cosas porque no lo he leído del todo), sí creo que él pensó precisamente a partir de algo que tú dices del lenguaje: que no es un instrumento del hombre sino más bien todo lo contrario.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu lectura, Miguel. Tampoco yo he leído mucho a Wittgenstein, y me interesa más su Diario de guerra que el Tractatus, que es donde profundiza en esto a lo que te refieres, si no recuerdo mal. Así que seguramente llevas razón. Lo retomaré a ver. Comoquiera, cuando se escribió esto, no lo había leído aún. Desde luego, coincido en que somos del lenguaje más que ser nuestro el lenguaje. Pero el instinto de dominación, ay, carece de límites para nuestra especie. Hasta de las palabras se exige obediencia, cuando tal vez se trata antes bien de dejarse fecundar por ellas.
Eliminar