7/11/2012

La muerte como hecho doble


Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte,
y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
Spinoza
Sin la muerte, difícilmente se habría filosofado.
Schopenhauer


  Es evidente que los hombres mueren.
  Cabe pensar que un niño empieza a dejar de serlo cuando aprende eso. Que también viven lo descubre a continuación. En medio del silencio y la oscuridad de la noche, a solas consigo, el niño recuerda lo que oyó de labios de algún adulto: “Yo también moriré” –se dice, y, como es audaz (*), piensa: “aunque, si muero, es que estoy vivo”. Una vez ha visto morir a alguien, una vez la muerte se le ha hecho presente, cae en la cuenta de que sucesos tan misteriosos ocurren sencillamente porque se vive.
  El binomio vida-muerte es un hecho sumamente extraño, un hecho doble, que se sustrae a la lógica revelándonos que lo que es, no es.
  Sin embargo, una cosa es esa verdad tangible -que los hombres mueren- que el niño ha comprobado con sus propios ojos, y otra muy distinta la que los adultos le han dicho enseguida: que también él morirá. Entre ambas, subrepticiamente, ha hecho aparición el tiempo.
  La muerte se le ha hecho presente y el niño ha preguntado “¿qué es esto?”. Los adultos, probablemente espantados, se han apresurado a asegurarle que también a él le tocará, lo cual es comprensible, puesto que si la respuesta eludiera ese extremo, el niño podría quedarse en que un hombre concreto, tal hombre, Fulano, ha muerto y punto, sin pensar necesariamente que la muerte también va con él. Podrá incluso averiguar que otros mueren, que los otros mueren, pero si no se le dice expresamente, el niño no tiene por qué pensar que va a morir. Entre otras razones porque él preguntó por la muerte, no por el tiempo. Pero ya ha curioseado y, de repente, como si un hecho doble fuera poco, le cuelan, además, futuro.
  Esto abre grietas abismales por debajo de la fe, el saber y la duda. La experiencia nos enseña que los hombres mueren; que otro, el otro, los otros, mueren, y que sólo con mala fe cabe negarlo. En cambio, la certeza sobre la propia muerte no puede sostenerse sino en una mera creencia, puesto que si uno no está dispuesto a creer, si exige experimentar algo para poder afirmarlo, el único medio de que dispone para probar su propia muerte es el suicidio. Sólo suicidándose demuestra uno que también la propia muerte es verdad.
  Con todo, entretanto uno no muere, la muerte permanece fuera de su experiencia, así que nada prueba. Y si ya ha muerto, o bien deja de sentir, de manera que no experimenta ni su muerte ni su vida, o bien sucede cualquier otra cosa imposible de averiguar, pues, comoquiera, quien muere deja de comunicarse, de modo que su muerte sólo puede ser comprobada por los que viven aún, en cuyo caso es, de nuevo, la muerte de otro.
  El único de quien podemos afirmar a ciencia cierta, siempre, que muere, es otro.
  El binomio vida-muerte constituye un hecho doble hasta tal punto que la propia muerte -la muerte de uno, mi muerte- sólo es cierta en tanto uno mismo, yo, sea también otro. Por tanto, utilizar el concepto de identidad -algo que jamás puede ser sino lo que es- para referirse a los hombres, constituye un error, puesto que resulta evidente que los hombres mueren. La identidad puede referirnos lo ya muerto o lo que no vive aún, pero con la vida no tiene nada que ver. Lo que vive es ajeno a identidades, ya que muere, y, entonces, inexorablemente, es otro.


(*) ¿Qué niño no es audaz, qué niño teme?

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