Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte,
y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
Spinoza
Sin la muerte, difícilmente se habría filosofado.
Schopenhauer
Es evidente que los
hombres mueren.
Cabe pensar que un niño
empieza a dejar de serlo cuando aprende eso. Que también viven lo
descubre a continuación. En medio del silencio y la oscuridad de la
noche, a solas consigo, el niño recuerda lo que oyó de labios de
algún adulto: “Yo también moriré” –se dice, y, como es
audaz (*),
piensa: “aunque, si muero, es que estoy vivo”. Una vez ha visto
morir a alguien, una vez la muerte se le ha hecho presente,
cae en la cuenta de que sucesos tan misteriosos ocurren sencillamente
porque se vive.
El binomio vida-muerte
es un hecho sumamente extraño, un hecho doble, que se sustrae
a la lógica revelándonos que lo que es, no es.
Sin embargo, una cosa es
esa verdad tangible -que los hombres mueren- que el niño ha comprobado
con sus propios ojos, y otra muy distinta la que los adultos le han
dicho enseguida: que también él morirá. Entre ambas,
subrepticiamente, ha hecho aparición el tiempo.
La muerte se le ha hecho presente y el niño ha preguntado “¿qué es esto?”. Los adultos, probablemente espantados, se han apresurado a asegurarle que también a él le tocará, lo cual es comprensible, puesto que si la respuesta eludiera ese extremo, el niño podría quedarse en que un hombre concreto, tal hombre, Fulano, ha muerto y punto, sin pensar necesariamente que la muerte también va con él. Podrá incluso averiguar que otros mueren, que los otros mueren, pero si no se le dice expresamente, el niño no tiene por qué pensar que va a morir. Entre otras razones porque él preguntó por la muerte, no por el tiempo. Pero ya ha curioseado y, de repente, como si un hecho doble fuera poco, le cuelan, además, futuro.
La muerte se le ha hecho presente y el niño ha preguntado “¿qué es esto?”. Los adultos, probablemente espantados, se han apresurado a asegurarle que también a él le tocará, lo cual es comprensible, puesto que si la respuesta eludiera ese extremo, el niño podría quedarse en que un hombre concreto, tal hombre, Fulano, ha muerto y punto, sin pensar necesariamente que la muerte también va con él. Podrá incluso averiguar que otros mueren, que los otros mueren, pero si no se le dice expresamente, el niño no tiene por qué pensar que va a morir. Entre otras razones porque él preguntó por la muerte, no por el tiempo. Pero ya ha curioseado y, de repente, como si un hecho doble fuera poco, le cuelan, además, futuro.
Esto abre grietas
abismales por debajo de la fe, el saber y la duda. La experiencia nos
enseña que los hombres mueren; que otro, el otro, los otros, mueren,
y que sólo con mala fe cabe negarlo. En cambio, la certeza sobre la
propia muerte no puede sostenerse sino en una mera creencia, puesto
que si uno no está dispuesto a creer, si exige experimentar algo
para poder afirmarlo, el único medio de que dispone para probar su
propia muerte es el suicidio. Sólo suicidándose demuestra uno que
también la propia muerte es verdad.
Con todo, entretanto uno
no muere, la muerte permanece fuera de su experiencia, así que
nada prueba. Y si ya ha muerto, o bien deja de sentir, de manera que
no experimenta ni su muerte ni su vida, o bien sucede cualquier otra
cosa imposible de averiguar, pues, comoquiera, quien muere deja de
comunicarse, de modo que su muerte sólo puede ser comprobada por los
que viven aún, en cuyo caso es, de nuevo, la muerte de otro.
El único de quien
podemos afirmar a ciencia cierta, siempre, que muere, es otro.
El binomio vida-muerte
constituye un hecho doble hasta tal punto que la propia muerte -la
muerte de uno, mi muerte- sólo es cierta en tanto uno mismo, yo, sea
también otro. Por tanto, utilizar el concepto de
identidad -algo que jamás puede ser sino lo que es- para referirse a
los hombres, constituye un error, puesto que resulta
evidente que los hombres mueren. La identidad puede referirnos lo ya
muerto o lo que no vive aún, pero con la vida no tiene nada que ver.
Lo que vive es ajeno a identidades, ya que muere, y, entonces,
inexorablemente, es otro.
(*) ¿Qué niño no es audaz, qué niño teme?
(*) ¿Qué niño no es audaz, qué niño teme?
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