Esta mañana he visto a Claudio Magris en Murcia. Ha hablado de autocrítica, memoria y amor, en italiano, yo no le entendía bien, apenas se oía, la gente no paraba de entrar y salir de la sala y los fotógrafos se le tiraban al cuello, sin cesar de rondar frente a la mesa donde estaba sentado junto a Jarauta y Ladrón de Guevara, su traductor. Hace diez años, después de leer El Danubio, escribí esto, no me parece inoportuno recordarlo:
El germanista italiano
vuelca su portentosa erudición en esta especie de diario de viaje a lo largo
del gran río europeo. Libro fluvial en todos los sentidos, cuyos
breves capítulos, como meandros, oscilan entre los géneros sin quedarse en ninguno, cuenta con levedad la Civilización Danubiana,
fronteriza como pocas, desde la Selva Negra hasta el Mar Negro
pasando por Austria, Chequia, Eslovaquia, Hungría, los Balcanes,
Rumanía y Bulgaria, a través del espejo de la
misma que representan las huellas de su cultura: sus libros, sus
poemas, sus pinturas, su música, sus vicisitudes políticas y
religiosas, sus razas, sus vinos, sus lenguas... Magris prescinde
deliberadamente de ofrecer una mirada inocente de esa civilización,
prefiere observarla a través del prisma de Céline, Goethe, Musil,
Kafka, Lukács, Canetti, Celan y un interminable etcétera. Por
encima de conflictos y de diferencias coyunturales, sin embargo,
permanece el río, misterioso e insondable, pues, como dice Holderlin, “lo que hace el
río nadie lo sabe”.
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