We
are America.
We
are the coffin fillers.
We
are the grocers of death.
We
pack them in crates like cauliflowers.
The
Firebombers. Anne Sexton (1)
Seguir
en su delirante andadura a quien se autoproclama como líder quizá
sea, salvo contadas excepciones que no hacen sino confirmar la regla,
una de las pruebas más fehacientes de la humana tontería. Antes al
contrario, observarlo detenidamente, estudiar sus movimientos,
retórica y acciones con rigor, adivinar sus contradicciones
internas, sus flancos débiles, sus vicios y virtudes o incluso su
estilo, esto es, aprehenderlo en su específica complejidad, supone
garantía de protección ante los más que probables atropellos que
de su parte se han de recibir en cuanto la guardia baje, ya que, de
otro modo, enfrentarlo abiertamente en plena exhibición de su
desmesura no revela sino imprudente temeridad. Parafraseando a
Jünger: cuando un rinoceronte embiste, lo sensato es apartarse sin
perderle de vista, no oponérsele de forma suicida.
Esto
es, a mi juicio, lo que lleva a cabo Miguel Espinosa en el libro que
nos ocupa. Lejos de conformarse con la retahíla de lugares comunes,
prejuicios infundados, etiquetas vacuas y clichés tan en boga, a
saber: que los Estados Unidos constituyen un pueblo sin apenas
historia (2),
sumamente inculto y orgulloso de ello, cimentado sobre la peor calaña
europea, ignorante de cuanto existe allende sus fronteras, ajeno a
cualquier eventualidad salvo a un autocomplaciente mirar la
superioridad del propio ombligo embobados los ojos en la televisión
y su omnímoda realidad, etcétera (3),
sorprende que Espinosa, en estas Reflexiones, escritas cuando
apenas contaba treinta años y que publicó la Revista de Occidente
en su primera edición allá por 1957 con el título de Las
grandes etapas de la Historia Americana, manifieste no sólo un
profundo conocimiento del sentido de la Historia, sino gran claridad
y agudeza de análisis a la hora de abordarla. Insólita opera prima,
pues, estas Reflexiones, cuyo más claro antecedente se
encuentre quizá en el tratado que Alexis de Tocqueville dio a
conocer en 1835 acerca de La democracia en América. En ellas,
Espinosa, sin titubeos, se expresa ya con ese estilo culto, preñado
de influencias clásicas y fervor por la antigüedad mediterránea
que libros posteriores consumarían, que recoge magistralmente
el mejor legado de Cervantes y el barroco español, donde el sentido
de lo estético queda vertebrado mediante una apuesta ética
insobornable, sin la que no se concibe, y que no sólo trasluce
el poderoso aliento especulativo que animará toda su obra, su
contrastada familiaridad con la Historia de la Cultura, de Platón a
Hegel pasando por Spinoza y la Ilustración, sino que le exime, pese
a su juventud, de caer en ingenuidades, demostrando poseer
sobradamente esos dos elementos necesarios en toda Filosofía que se
precie: intuición y amor veritas. Veámoslo en un fragmento que
resulta esclarecedor y en el cual define el autor murciano tres
conceptos clave a partir de los que estructurar su ensayo:
Infrahistoria, Historia Natural e Historia Universal (4):
«La
Infrahistoria carece de calendas, estética, orden, sistema, figuras
y concepción del Universo. En ella no transcurre el tiempo; se
detiene simplemente. Todo es allí idéntico, inmutable, eterno,
falto de consciencia, fatal y determinado. Tales son los ejemplos del
salvaje y de ciertos pueblos donde apenas cuenta la persona, pues no
existe Historia donde no hay individualización.
»La
Historia Natural posee calendas, estética, orden, sistema, figuras y
concepción del Universo. Sin embargo, su especial característica
estriba en materializar la expectativa humana de felicidad, a cuyo
servicio están todas las demás categorías. Por ello resulta una
empresa interior e inmanente, como la vida de las mujeres; algo
absorto en sí mismo, que no ha podido elevarse y trascender a un
empeño superior. El elemento fundamentalmente histórico de la
memoria es aquí un valor subjetivo, sólo capaz de recordar el
placer o el dolor. De ahí que esta realidad surja en la adolescencia
o en la vejez de los grupos humanos, aunque su ideal llegue a
concebirse como alto proyecto de sabiduría en ciertas comunidades o
espíritus debilitados, verbi gratia, en la Europa nihilista o en
Rousseau.
»La
Historia Universal conoce también calendas, estética, orden,
sistema, figuras y concepción del Universo. Lo imprevisible,
discontinuo e indeterminado se verifica allí de modo objetivo,
superando la simple calidad de suceso. Se trata de una empresa donde
el conjunto de individuos parece ocupar el lugar de materia informada
por un demiurgo exterior y eminentemente soberano, que opera como
artista sobre la sustancia del hombre, actualizando una nueva y
perenne recreación. Frente al mero suceso de la Historia anterior,
la aparición de tal genio representa un verdadero acontecimiento, es
decir, algo que puede ser expresado en símbolos. Ahora bien: al
pasar del suceder al acontecer, o de la naturaleza al espíritu, se
pasa igualmente de la felicidad a la responsabilidad, o de la
biología a la abstracción. En la Historia Universal brota una
categoría ajena al instinto común. Es la condición de la Cultura,
que arranca la sociedad de los maternales brazos de la rerum natura,
para elevarla a una posición o jerarquía superior, que hace
posible, por así decirlo, la colaboración con el creador. En este
sentido cabe afirmar que la Historia Universal sea parte de la
naturaleza de Dios y del Espíritu, en eterno fluir y
desenvolvimiento.»
Así
pues, la Infrahistoria coincidiría con la etapa previa a la llegada
de los colonos europeos, momento a partir del cual adviene la
Historia Natural de Norteamérica, caracterizada por la decisiva
impronta del alma puritano-cuáquera, no tanto en su vertiente
religiosa-protestante como en su vertiente política, constituyéndose
la sociedad en pequeñas comunidades radicalmente independientes, con
marcado sentido individualista, donde la persona singular es
inseparable del estado y viceversa, y cuya culminación o punto
álgido representa la Declaración de Independencia de Thomas
Jefferson, plasmación de un ideario basado en la subjetividad que
tiene en la libertad, la igualdad y la búsqueda de la felicidad,
derechos naturales comunes a todos los hombres y, como tales,
"verdades evidentes", sus más altos valores. Ese periodo alumbra
los estados federales, que disfrutan de enorme autonomía y cuyo
principio es el autogobierno, desprovistos de inquietud respecto del
exterior. Ahí recibe Norteamérica, encabezada por Jefferson
–embajador en París durante la toma de la Bastilla- la herencia
ilustrada, pero consciente de su peculiar idiosincrasia, de su
diferencia sustancial en relación con el viejo continente, formando
una Weltanschauung o concepción del mundo propia que es quizá el
elemento configurador imprescindible para la nueva república. Tal
coyuntura, que encarna la única revolución no violenta de la
Historia, es el "campo de experimentación de utopías
occidentales".
Esa
Sociedad Natural, apuntalada por un sólido sentimiento de
independencia, en la que la democracia, más que a través de
instituciones, cobra cuerpo a través de los individuos, desemboca en
una tensión insostenible con el poder central, ávido de ampliar sus
competencias, y provocará a la postre, ya con Lincoln como
presidente, la Guerra de Secesión o, como Espinosa prefiere:
Conquista del Sur, pues a su parecer semeja más una guerra de
conquista que una guerra civil senso stricto (5).
La
sociedad surgida tras el conflicto bélico, no ya natural y en
ciertos aspectos telúrica, sino institucional y, en suma, moderno
estado central al modo europeo, es calificada por Espinosa como
Sociedad democrática. En esta renovada situación, Estados Unidos
tiene "en los negocios su negocio", una imparable vocación de
apertura al exterior que se concreta ante todo en Latinoamérica, y a
la vez lleva a término un excepcional proceso expansivo,
desarrollándose el país geográficamente en un territorio cada vez
mayor: Alaska en el norte, Texas al sur y Oregón y California en la
costa oeste.
Serán
el crack de Wall Street el año 29 y Europa abocada hacia una guerra
de inusitadas dimensiones, el punto crítico que producirá una nueva
revisión en los fundamentos de la nación. La subsiguiente llegada a
la jefatura del estado del populista F. D. Roosevelt acarrea una
controversia inédita, jurídica esta vez, pues los métodos
socializantes del New Deal (nuevo trato) se revelan contrarios a la
constitución original, al Weltanschauung de los Padres de la Patria,
de forma que ante el dilema planteado entre optar por un
debilitamiento del estado o recurrir a la intromisión del ejecutivo
en el poder judicial que requería la reforma constitucional, la
utilidad se impone a la libertad y la masa social decide respaldar a
Roosevelt con una aplastante mayoría en su segundo mandato.
Montesquieu se retuerce en su tumba y nace
un nuevo ente político que, según Miguel Espinosa,
trasciende de Sociedad democrática a Estado democrático, concepción
que introduce a Estados Unidos con todas las credenciales en la
Historia Universal preconizada por Hegel. Ahora no es el individuo
quien realiza la democracia, ni siquiera la comunidad, sino el propio
estado. Sólo el estado es ahora democrático, llegando a implantarse
una auténtica "dictadura de la democracia".
El
discurrir que describe Miguel Espinosa ofrece una sociedad proteica,
metamórfica, pero siempre en una dirección clara: a la sazón que
el poder central se fortalece en detrimento de las atribuciones de
las federaciones y, por ende, de los propios individuos, se despliega
progresivamente una ambiciosa política exterior. Ambos aspectos
sustancian lo que significan hoy los Estados Unidos.
En los antípodas
del tópico que etiqueta a la sociedad yanqui de solipsista, Estados
Unidos es hoy lo que padecemos gracias a su creciente proyección
internacional, que, en el colmo de la hipertrofia, adquiere rasgos
mesiánicos de redentora universal y es en demasiadas ocasiones
indiscernible de una ordalía medieval (6).
Nada más distante de la Weltanschauung de los Padres de la Patria,
cuya religiosidad, por el contrario, era no sólo terrenal, sino
vaga, y cuyo propósito estribaba en conquistar la libertad limitando
el poder con ayuda de las leyes. Republicanos como Jefferson o
Madison jamás se hubieran avenido a la aberración de mantener el
poder menoscabando la libertad y faltando a los más elementales
principios del derecho.
Valdría
la pena un estudio que, medio siglo más tarde, actualizase estas
Reflexiones. Como canta Bob Dylan, Things have changed, y
saber en qué medida aproximadamente nunca está de más.
Uno
se ve tentado a sugerir, por ejemplo, que en los últimos años la
política exterior norteamericana se ha expandido no ya en lo
político, sino en lo puramente económico, de lo cual lo político
se ha trocado obediente hermano menor, mero instrumento al servicio
de los negocios y la despiadada moral a ellos inherente. Ese y no
otro ha sido el pingüe botín de la Segunda Guerra Mundial, respecto
de Alemania y Japón, y de la Guerra Fría respecto del bloque
soviético y China. Contiendas tras las cuales la política de
Estados Unidos ha pasado de tener "en los negocios su negocio", a
hacer de la Guerra el negocio de los negocios. De forma que el
Pentágono administra hoy el miedo global con una rentabilidad
inaudita a lo largo y ancho de Infrahistorias, Historias Naturales y
Universales. En ello ha descubierto el otrora país de Walt Whitman
la empresa mercantil par excellence.
La
duda crece a la hora de elucidar si el propósito de Estados
Unidos radica hoy en erigir un Imperio mundial o antes bien en
limitarse a gobernar el caos, esto es, a permitirlo, suprimirlo o
manipularlo según su particular interés.
Cualquiera
puede, además, darse cuenta de que desde J. F. Kennedy la limpieza
de los procedimientos electorales norteamericanos deja bastante que
desear, alcanzando el paroxismo de la desvergüenza en la elecciones
que encumbraron al dipsómano presidente Bush hijo. Por ello puede
cualquiera preguntarse sin temor a ser tachado de apocalíptico si de
la "dictadura de la democracia" rooseveltiana que señalaba
Espinosa no se habrá acaso pasado a una "dictadura de la economía"
o, por mejor decir, "dictadura del dinero" sin más, pues no
denota excesiva lucidez económica fomentar una industria que en su
mayor parte es pura depredación de los ecosistemas. Tiranía en la
que grandes corporaciones empresariales, corrompidas hasta los
tuétanos (casos Xerox, Enron, Arthur Andersen, etcétera),
subvencionan a los partidos políticos poniendo y quitando
presidentes a su antojo al tiempo que los despojan de toda influencia
respecto de su propio país, librando los delirios de tales títeres
castrados y edípicos hambrientos de poder exclusivamente al ámbito
internacional, donde ejercen su señorío inobjetable con la
pusilánime aquiescencia de los representantes del resto del planeta,
gobiernos europeos a la cabeza, pues es sin duda Estados Unidos el
garante máximo de toda verdadera democracia, como en Florida se
probó de forma transparente.
A
todo esto cabe añadir que el atentado del 11 de septiembre de 2001
sirvió al ejecutivo estadounidense para perpetrar, amparándose
en la consecución de una mayor seguridad (7),
un auténtico Golpe de Estado, ciertamente velado, pero Golpe de
Estado a fin de cuentas, pues cuando a los cuerpos de seguridad y al
ejército de cualquier país les son concedidos en sus actividades
poderes discrecionales poco menos que ilimitados, (y así con la
Administración en general, que más bien se autoconcede tales
prerrogativas), por mucho que esos privilegios sean habilitados
mediante leyes escritas, se conculca el principio de legalidad o rule
of law, que precisamente nace para evitar tal arbitrariedad. El
imperio de la ley consiste en que la entera actividad del estado esté
sujeta a regulación a fin de que pueda preverse cómo el poder va a
actuar en todo momento frente a una u otra situación. Ese principio
es lo único que verdaderamente garantiza cierta seguridad, acaso la
única posible: la seguridad jurídica. Una administración a la que
se le permite actuar discrecionalmente cuando y como desee, por más
que sean las propias leyes las que le permitan hacerlo, no se atiene
a los postulados del estado de derecho, pues éste constituye una
técnica para el control del control, no para la extensión del
Leviathan hasta el espacio de lo íntimo y cotidiano, terreno
inocente donde, si algún vestigio de civismo y respeto mutuo nos
queda, debemos tener por intolerable cualquier clase de injerencia.
Notas:
(1) Nosotros somos América. / Somos los que rellenan ataúdes. / Somos
los tenderos de la muerte. / Los envolvemos como si fuesen
coliflores. (Los Bombarderos. Anne Sexton).
(2) Como si la historia, o el pasado, justificaran lo que hoy pasa sólo
cuando así ha sucedido desde siempre, no teniendo de este modo lo
meramente posible carta blanca para realizarse jamás y condenando a
la historia, que es por esencia dinámica, a un estatismo
incongruente. O peor: como si la historia otorgara derechos en el
presente, olvidando, paradójico fanatismo de la memoria, que no es
la antigüedad lo que sustenta un derecho, sino su íntima justicia,
sin la cual, por viejo que sea, debe desaparecer. Lo más que hace
ese campo asolado de sangre, mentiras e iniquidad que es la
Historia, y conviene valorar esto en la medida que merece, es
ayudarnos a explicar el presente y ser conscientes de los errores
que no han de repetirse. Como dice Polibio: “La humanidad no posee
mejor regla de conducta que el conocimiento del pasado”.
(3) Tópicos de esa ralea resultan intolerables siempre, pero mucho más
cuando se trata de interpretar lo que ya Tocqueville reconoció como
“el gran enigma social que los Estados Unidos presentan al mundo”.
Aun así el oído se acostumbra a escucharlos por doquier,
-simplemente porque evitan la enojosa tarea, a punto de total
extinción, de pensar por uno mismo, siquiera sea cinco minutos, en
lo que verdaderamente puedan ser las cosas e intentar, por más
penoso que intentarlo parezca, ilustrarse al respecto-, velando así
la multiforme realidad, sus variadas y policromas facetas y modos de
aparecérsenos, y abandonando a quien a tales postulados se atiene
en la más honda indigencia intelectual, inerme frente al capricho
del autoproclamado líder en su loca e incierta carrera de
rinoceronte desbocado.
(4) Categorías éstas de clara raigambre hegeliana, y por ello, desde
cierta perspectiva, -a la luz de los trabajos de Friedrich
Nietzsche, Oswald Spengler, Jakob Burckhardt o Walter Benjamin, por
citar sólo cuatro ejemplos que interpretan la historia desde posiciones
escasamente complacientes con Hegel y, además, muy distintas entre
sí-, punto débil de la investigación de Miguel Espinosa. Punto
débil en el sentido de que la vigencia de tales categorías se da
por sobreentendida en las Reflexiones cuando, a esas alturas
del pasado siglo, había ya muestras de que resultaban por lo menos
discutibles. A mi entender el propio Espinosa así lo advierte, y
novelas como Asklepios o Escuela de Mandarines reflejarán una
concepción del tiempo que ya no es histórica o reductible a
categorías sistemáticas, sino tiempo mítico, relato.
(5) Distinción sutil en la que cabe percibir los ecos de la
terminología empleada, a propósito del origen del Estado, por
David Hume.
(6) En referencia a la así llamada Guerra contra el Terrorismo, que
acoge conflictos como el de Afganistán o el de Irak, a los que cabe
prever que se sumen otros, y cuyo objetivo final no parece ser sino
militarizar la vida colocándonos en un permanente estado de
excepción, Bush jr. afirmó que vencerían porque sólo ellos
defienden el Bien, porque Dios está de su lado. Idéntico
paralogismo, dicho de paso, es el que esgrimen sus enemigos
declarados. Probablemente, la denominación dada a esta guerra deba cambiarse en breve por la de III
Guerra Mundial.
(7) Objetivo quimérico por otro lado, teniendo en cuenta que la vida es
más bien equilibrio inestable antes que previsible fijeza; pero
objetivo, además, a todas luces espurio, pues trata de hacer creer
como dogma de fe que seguridad y libertad son conceptos
incompatibles, inversamente relacionados, argumento que está muy
lejos de ser probado y que no hace sino desvelar los intereses
inconfesables de una clase política empeñada en perpetuarse y, por
ello, dispuesta a convencer de su carácter necesario viendo, o
haciendo ver, que allí donde no reina su absoluto control, se
impone el más temible de los peligros. En rigor, no es desechable
la hipótesis de que, directa o indirectamente, sea capaz incluso de
provocar ella misma ese peligro -si es que no lo ha hecho ya-,
puesto que éste representa la conditio sine qua non de su
existencia.