Tuve que esperarla más
de dos horas, de pie bajo la lluvia, helándome de frío. Finalmente
llegó. Abrió la puerta y subimos sin cruzar una palabra. Entramos
en la habitación y empezó a besarme, a arrancarme la ropa. Aguarda
un poco, le dije, y ella calla, déjate hacer. Su lengua revoltosa se retorció en mi boca. Tomó mi mano, la llevó a su culo y apretó con fuerza. La suya frotaba mi entrepierna. Me tiró en la
cama de un empellón, riendo. Sus ojos brillaban. Te quiero, dije;
calla, repitió mientras se sentaba a horcajadas sobre mí. La
excitación me ganó enseguida, sus gemidos precipitaron mi orgasmo
en cuanto se hizo penetrar. Tres, cuatro sacudidas a lo sumo y me
derramé dentro como un principiante. ¿Ya? y había irritación en
su pregunta. Perdona, murmuré. Me tienes harta, Alí. Cada vez que
pronunciaba mi nombre un espasmo me azotaba el pecho. ¿Por qué sólo
lo dices para protestar? ¿Qué? Mi nombre. No empieces, Alí. ¿Lo
ves?, otra vez.
Desmontó para
encender un cigarro y se encerró en el baño. Escuché correr el
agua de la ducha y prendí un cigarro también yo. Miré arriba, al
techo, la pintura desconchada de otra habitación anónima, los insectos muertos al trasluz en el cristal del deprimente plafón, siempre
en pensiones mortecinas y ruinosas, desde que llegué, y eso con suerte.
Miré abajo, mi cuerpo moreno, mi sexo encogido, impregnado aún,
húmedo. Sentí frío. No me acostumbro al frío del norte, ni a la
lluvia.
Salió del baño
bien acicalada. ¿No te vistes? inquirió, rezumando hastío. Callé.
Haz lo que quieras, prosiguió, la habitación está pagada hasta
mañana. Saldré luego, añadí, he quedado con el párroco ése,
dijo que me ayudaría. ¿Ese? replicó ella, ya sé yo lo que busca
ése. ¿Qué insinúas? le pregunté. No conocía al sacerdote, sólo
había hablado con él por teléfono, en una ocasión, aquella misma
mañana, apenas dos minutos. Tampoco me quedan más opciones,
continué, si no renuevo ya papeles acabarán echándome. No empieces
otra vez, Alí. No empiezo nada, es sólo que a ti te importa un
bledo si me expulsan o no. No es verdad. Claro, no es verdad, una
polla así no es fácil de encontrar por estos pagos. No entiendes un carajo, Alí. Yo he sido sincera, nunca te he ocultado nada, y tú dices que quieres aceptarlo así, pero está claro que no puedes. Pero sabes que sería muy sencillo, que podrías
arreglarlo si te diera la gana. Te he dicho mil veces que no pienso
casarme contigo, Alí, ni lo sueñes, ¿de veras crees que estoy tan
loca? Que nos acostemos juntos de vez en cuando no significa nada.
¿Nada? yo, ingenuo. ¡Nada! ella, tajante. Y ahora me voy. Cogió su
bolso. ¡Espera! exclamé. Me levanté de la cama y sentí
el suelo helado bajo mis pies. ¿Qué quieres? Nada, respondí, sólo
que charlemos un rato. ¿Charlar? Lo siento, Alí, ahora
tengo que irme. ¿Adónde? Tengo una cita. ¿Con quién? Ya lo sabes,
no insistas. Con él sí, ¿no? Con él sí, ¿qué? A él sí
piensas cazarlo, ¿no es eso? Callaba, y su silencio me enardecía
como una descarga eléctrica. ¿Sólo somos eso?, ¿una
buena polla o una cuenta corriente? Estás mal, Alí, no lo pagues
conmigo. Me voy. No, no te vas. La agarré del brazo. Vas a quedarte
un poco más, conmigo. Me haces daño, suéltame. Vas a escucharme tú
ahora. ¡No aprietes tanto!
Le solté un
bofetón con toda el alma y cayó de bruces. Me miró con odio,
espetándome una sonora carcajada. Sentí dolor de la humillación. Ella reía y
reía, y su risa tenía un sonido horrible. No podía soportarlo, las
lágrimas se me escurrían de los ojos, nublándome la vista. Su risa
no cejaba, infernal. ¿Qué voy a hacer ahora? grité. Eso no es
asunto mío, ella, gélida como un glaciar. Rió de nuevo. Me
enfurecía oírla. Volví a pegarle, con más rabia. Se asustó. Ver
el miedo en su semblante me hizo reír a mí esta vez. Volví a
castigarla aún más duramente, con el puño en la sien. Clamaba. Me
abalancé sobre ella, inmovilizándola con mi peso. ¡Puta! mientras
le golpeaba la cabeza contra el piso.
Después sólo recuerdo estar
en la calle, bajo la lluvia y el frío, temblando, empapado,
esperando al párroco en la puerta de la iglesia. No aparecía. Aquel bastardo también me hacía esperar. Llegó, finalmente llegó
exhibiendo una estúpida sonrisa. Yo estaba furioso. Entramos en un
bar y comenzó su perorata insufrible, apenas escuché una sola frase
de lo que dijo, pero podía advertir la tierna compasión con que observaba mi infortunio desde su seguridad, clavándose en mi cuello como un cuchillo, cortante, sajándome por dentro. Sentí náuseas y corrí al
retrete a vomitar. Él se quedó pasmado, mirándome con una mueca despectiva. Me lavé la cara, las manos, me mojé la nuca y me enjuagué
la boca. El frescor en la garganta me apaciguó un poco. Salí de
nuevo. No, la verdad era que no me encontraba bien. Sí, tal vez
lo mejor fuese tomar aire, respirar hondo el aire de la noche. Afuera
seguía diluviando. El cura no cesaba su parloteo; yo no escuchaba.
Era como un runrún indescifrable que martilleaba mis oídos. ¿Va a
ayudarme? le pregunté al fin, ¿logrará que renueve los papeles?
¿sí o no?, para eso ha venido, ¿verdad? Permaneció callado un
instante y luego dijo que sí, pero también dijo que no era seguro, y que no resultaría fácil. Tengo frío, dije yo, tiritando. ¿Tienes
dónde pasar la noche?, preguntó. Sí, he alquilado un cuarto en una
pensión cerca de aquí. Sugirió acompañarme para tratar allí los detalles necesarios. Asentí y le señalé el camino. Poco me
importaba ya cualquier cosa, andar o quedarme parado, mojarme en la
calle con el estómago vacío o dormir caliente después de un
festín. Sin trabajo, sin dinero, solo. Lo único que deseaba era conseguir
los malditos papeles para dormir en paz, aunque sólo fuera una
noche, dormir.
Abrí la puerta de
la habitación sin pensar en lo que hacía. Ella seguía allí, tumbada boca
abajo sobre el charco de su sangre oscura, pastosa. El cura emitió un
alarido chirriante. Cerré la puerta y le pedí que se calmara. Le
acerqué una silla y le expliqué que habíamos reñido, que le había
pegado pero que pensaba que estaría bien, que se habría marchado ya
cuando yo regresara. Y allí estaba, muerta. Yo la había matado.
Rompí a llorar y de rodillas me aferré al párroco suplicándole auxilio. Estoy solo, sollocé. El clérigo tomó mi cabeza entre sus manos,
acarició mis cabellos. Me rogó sosiego con voz suave. No temas,
susurró dulcemente, yo te ayudaré, tranquilo. Levantó mi cabeza
sosteniéndola entre sus manos delgadas, pálidas. Acercó la suya.
El caudal de lágrimas chorreaba por mis mejillas. De pronto sentí
su lengua fría en mi boca, moviéndose de un lado a otro como un
reptil nervioso. Lo arrojé lejos de mí con toda la fuerza de que
fui capaz, salió por los aires su cuerpo menudo y al caer dio con la
cabeza contra el suelo. Sonó un chasquido sordo, un
hilo de sangre manó de entre sus labios, sus miembros se
convulsionaron dos, tres veces, y se quedó rígido.
Los periódicos
locales no cuentan nada de esto. Tampoco la televisión. Ni la radio. A la salida del juzgado la turbamulta hacía guardia. Me
escupían con cólera, me lanzaban imprecaciones y amenazas; un huevo
podrido me alcanzó de pleno en el rostro mientras los policías me
empujaban a rastras dentro del furgón. Como un perro. Nada puedo
esperar ya. A sus ojos soy un asesino frío y sin escrúpulos; yo
encarno la crueldad. Soy un monstruo que nada merece. Ni siquiera
nombre tengo ahora. Todas las noticias me refieren con sólo dos
palabras: «el marroquí». Al principio me costó entender que
hablaban de mí, no me reconocía en ellas. Sigo sintiéndolas algo
ajeno, lejano. Solamente por casualidad me tocan. Me he convertido en
lo que ellos quieren que sea. Soy lo que estaban buscando, lo que más
necesitan. Prestarme a ello ha sido el más infame de todos mis
crímenes.