8/06/2012

Un fantasma de Yerba


A Encarna Ros y a Gabriel Batán,
y a sus hijos: Carlos, Gabriel y Sergio.


  “Apaga y vámonos”.
  En sueños, suele ser Baudelaire el único capaz de una respuesta convincente cuando, después de eso, alguien pregunta: “¿Adónde?”
  “¡Anywhere, out of the world!” –responde enérgico, y así nos calma, aunque sigamos perdidos.

  Lo normal era terminar en una librería. Puesto que éramos alérgicos al trabajo, carecíamos de dinero suficiente para emborracharnos todo el tiempo, y ningún otro lugar hubiera resultado acogedor. Y menos en Pantanosa, ciudad a la que nos había confinado un destino arbitrario. La costumbre era terminar en Yerba.
  Recuerdo la primera vez que entré; entonces conocí a Charles. Yo removía entre los anaqueles, buscando un par de títulos que me rondaban el magín. Pero no había forma de dar con ellos. Aquellos libros se me resistían desde hacía meses, parecían haberse borrado de la faz de la tierra, y no me atrevía a pedírselos a los libreros. El encanto se hubiera esfumado de inmediato. En cuanto abriese la boca para pronunciar los nombres, mi deseo de leerlos habría desaparecido. No me pregunten por qué. Entonces alguien me tocó el hombro. Miré a mi espalda, alrededor, y no vi nada. Nada salvo la calva reluciente del librero envuelta en una espesa nube de humo. Estaba solo en la librería.
  De pronto oí una voz cascada en mi oído. Un tipo prematuramente avejentado, con barba cana de varios días, el pelo grasiento, la piel del rostro triturada de cicatrices y que apestaba a alcohol, me dijo:
  -No hay suerte hoy, ¿eh?
  -No estoy de pesca –dije yo, antipático adrede, y añadí-: ¿De dónde ha salido?
  -Llevo meses aquí.
  Su aliento me hizo sentir náuseas, hedía como una cloaca. Me alcanzó un libro y continuó:
  -Prueba esto. Lo escribí yo hace años. Está basado en una peli –y, sorprendido de su ingenio, rompió a reír con estruendo, como un demonio venático.
  Me di la vuelta, pero el librero no se inmutaba, seguía fumando. Cuando me giré de nuevo, el tipo había desaparecido. Ni siquiera el olor del alcohol me dejó. Sólo el grueso volumen.
  Observé el libro: Hollywood, Charles Bukowski, pulcramente encuadernado en blanco plastificado, con una ilustración en rojo y naranja y violeta chillones. El dibujo era un retrato en el que un vejestorio arrugado empinaba una botella de licor ante un fondo de palmeras imposibles, azules, dejando que el líquido descendiera copiosamente por su garganta. Era clavado a la aparición de instantes antes; los ojos reflejaban el mismo brillo demencial.
  Pagué el libro, me fui a casa y lo leí de un tirón, soltando carcajadas sin cesar. “Menudo loco pervertido”, pensé, y acabé de un trago la botella de tinto con la que aderezaba mis lecturas. La tarde siguiente regresé a Yerba y allí estaba el viejo borracho otra vez, visiblemente más bebido que el día anterior, riendo de manera desagradable.
  -¿Leíste el libro? –inquirió nada más verme.
  -Sí, es bueno –le dije.
  -Es una jodida obra maestra... Pero nadie se fija en la pasión. Creen que sólo es la historia de un borracho salido que tuvo suerte al final.
  -¿Y no es así? –pregunté. Quería provocarle-. Parece que los coños y el alcohol sean lo único que le importa a Chinaski.
  -Sólo lo parece. No te dejes engañar como hacen esos adolescentes.
  -Pero... soy un adolescente.
  El viejo salió de la librería y cruzó al bar de enfrente. Le seguí. Pidió vino. Me senté a su lado y pedí cerveza.
  -¿Bebes? –preguntó, y vació su vaso.
  -Siempre que puedo –respondí, y apuré el mío.
  Pedí otras dos y el camarero las puso encima de la barra.
  -Gracias –dijo, y bebió de nuevo-. Me llamo Henry. Pero ahora que me has invitado puedes llamarme Hank.
  Y siguió bebiendo.
  -¿Qué haces en Yerba? –le pregunté.
  -Es la única librería de esta ciudad donde no me han prohibido la entrada. El librero deja a la gente en paz, y tiene libros míos siempre. Es un asco esto de tener que venderlos yo mismo, pero no hay otra forma de seguir bebiendo.
  -Pero el libro decía que habías muerto... el año pasado.
  -No creas todo lo que dicen los libros.
  Pidió otro lingotazo y prosiguió:
  -Es la pasión lo único que importa. Confía en ella porque es lo único cierto. No toda esa mierda de la sabiduría y la felicidad o la belleza. Todo eso es una mierda. La literatura es una mierda. Sólo la pasión es de verdad.
  Los vasos apenas duraban llenos entre sus manos.
  -Tal vez, pero los libros son lo único seguro que existe -insistí.
  -Durante años pensé lo mismo, pero ya no –dijo, echando otro trago-. ¿Quién necesita seguridad? –preguntó, bebiendo otra vez-, un libro no vale nada sin pasión, apréndetelo bien. La mayoría son sólo cerebro o sentimentalismo imbécil, con la barriga llena, claro. Si quieres acertar siempre, dedícate al alcohol. Ahí no caben errores.
  -In vino veritas –recité.
  -Exacto –dijo, y desapareció de súbito.
  Estuve días sin regresar a Yerba. Pero una tarde encontré a Hank emborrachándose en el banco de un parque.
  -¿No trabajas hoy? –le pregunté.
  -Ven conmigo –contestó.
  Me llevó al MAL (Monopolio Anglofrancés del Libro). Un edificio gigantesco, repleto de dependientes solícitos, que simulaba la arquitectura de un estadio de fútbol.
  -Esta gente cree que los libros son perfumes –protestó-, no tienen ni idea. Los que no piden que los envuelvan para regalo es porque se llevan libros de texto. Ni fumar te dejan. Escucha la música de lata que ponen. ¡Y no paran de comprar, fíjate! ¡Se dedican en cuerpo y alma a la literatura pero sólo les importa el dinero! Y ni siquiera lo gastan en beber. Sólo en coches, hipotecas y maquinitas... Mira a ése, acércate.
  Me puse con disimulo junto al hombre que me había señalado, un individuo de traje y corbata con el cabello engominado. Sus zapatos resonaban en el mármol del suelo al caminar. Tap, tap, tap. Se aproximó al mostrador, de espaldas a las estanterías, carraspeó y dijo:
  -Señorita, estaba buscando... Idiotas, del Doctor Yekil.
  -Un momento –dijo la mujer con voz atiplada, y componiéndose el uniforme verdiazul, empezó a teclear en el ordenador- ...ummmmm... creo que no, no tenemos nada de ese autor.
  -Entonces, a ver... –el tipo se sacó un papel doblado del bolsillo, lo desplegó, lo miró y dijo–: El Papa Gordo entonces. Sí, El Papa Gordo, de Valsak.
  -¿Valsa, dice, con uve?
  -Correcto, con uve, y con ka al final.
  La empleada escrutó en el ingenio electrónico durante un par de minutos. Al cabo, salió de su mutismo y anunció:
  -Ese no le tenemos, pero hay otro aquí que quizá te interese... Antología postpoética en neolengua, con un prólogo del Papa... ¿los Papas son gordos siempre, no?
  El tipo asintió, confirmando la lúcida observación; pese al leísmo y el tuteo, le pareció que la chica era eficiente.
  -Me lo llevo. Póngame ése y tres kilos de premios Cosmos. Todo para regalo.
  -Enseguida, caballero. Gracias por comprar en el MAL. ¿Conoce usted las ventajas de nuestra tarjeta VIP?
  Hank había vuelto a escabullirse. Salí a la calle y lo encontré vomitando sangre en los muros de la universidad.
  -¡¿Lo ves?! -aulló-. ¡Y no paran de leer! ¡No son los libros! ¡Es otra cosa! ¡Pasión, pasión! ¡Nada más que eso!
  Extrajo una petaca del bolsillo de su raída, sucia chaqueta y echó un generoso trago. Me la pasó y bebí. El contenido sabía a rayos, pero me insufló calor y ánimo.
  -¿Dónde vamos ahora? –inquirí.
  -A Yerba, claro.
  No volví a verle. Pude abandonar Pantanosa por unos meses, pero siempre terminaba retornando; el arbitrario destino me obligaba. Me quedaron sus libros, y otros más que me recomendó o que parecían llamarme a gritos desde las estanterías de Yerba, envenenados con todos los demonios de la pasión. Pero no lo vi más, a Henry. En realidad, no volví a encontrar a nadie en la librería, siempre vacía, tranquila, hospitalaria. Daba gusto estar allí. Algún rezagado silencioso y tímido de vez en cuando, como un fantasma.
  Al final tuvo que cerrar. Una pura ruina, claro. El MAL acaparaba la clientela. Todo el mundo compraba sus regalos allí. Y los lectores eran cada vez más pobres. Apenas gastaban su dinero en Yerba.

  “Apaga y vámonos”.
  “¿Adónde?” –me pregunté.
  “¡A cualquier sitio, fuera del mundo!”.
  Charles tenía razón, decidí seguirle.


[Publicado en el diario La Opinión de Murcia, el 22 de julio de 2012.]

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