Salvo
que se aplique el derecho a la pereza o la ley del mínimo esfuerzo,
a la hora de interpretar el mundo, parece claro que es preferible una
teoría más compleja y más acertada a una más simple y menos
acertada. La pereza y la racanería, -auténticos motores de esa
hipocresía llamada principio de parsimonia-, tal vez sean oportunas
en política, son legítimas en ética e indiferentes para la moral,
pero son filosóficamente erróneas, puesto que la filosofía, aunque
no pueda impedir descalabros particulares, tampoco debe apoyarlos. El
menor número de axiomas en que se sostienen las teorías simples no
presupone la existencia de éstos en las teorías complejas, que, al
contrario que aquéllas, no tienen por qué fundarse necesariamente
en axiomas, o, eventualmente, de hacerlo, no exigen de tales
axiomas que se resuman en uno solo, primen unos sobre otros o se
excluyan entre sí, pudiendo darse simultánea y contradictoriamente,
en equilibrio inestable o como juego armónico, inagotablemente
descriptivo y creador. La economía de la naturaleza lleva la
impronta de la fecundidad, no de la escasez, y lo complejo pone de
manifiesto esa infinitud, negando la necesidad de reducir el mundo al
simplismo de dogmas indemostrables que sólo sirven para ocultar y
falsear la ignorancia fundamental, socrática, que toda teoría
desvela cuando es cierta.
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