2/27/2013

Sobre un fragmento del "Lapidario"


  En el prólogo a su Lapidario, dice Alfonso X:

  Los que escribieron de las piedras, así como Aristóteles que hizo un libro en que nombró setecientas de ellas, dijeron de cada una de qué color era y de qué tamaño y qué virtud tenía y en qué lugar la hallaban; y así hicieron otros muchos sabios que en estas cosas tocaron. Mas entre aquellos hubo algunos que se metieron más a saber el hecho de ellas y pensaron que no les bastaba conocer su color, su tamaño y su virtud, si no conociesen cuáles eran los cuerpos celestiales con que habían atamiento y de los cuales recibían la virtud por la que se enderezaban a hacer sus obras según el enderezamiento del estado de los cuerpos de arriba, en toda obra de bien o de mal (…) de cada una, cuál color y cuál nombre y qué virtud tiene y en qué lugar es hallada; dice de la estrella y de la figura que está en el grado de aquel signo, de donde ella recibe fuerza y virtud; y esto según el sol corre en todo el año por los grados de las figuras de los doce signos.

  ¿Debemos erigir monumentos a quien así nos habla? La ciencia y la modernidad nos dicen sin duda que no. Y, sin embargo, ciencia y modernidad tampoco nos libran de seguir sin saber nada más que excepciones infinitas y muy poco a bien vivir. De manera que no podemos negar de plano el pasado, porque ni estábamos allí ni hemos mejorado tanto; la libertad humana escasea como siempre pese a que la sustancial libertad del caos entreverado donde deviene el universo, es lo más que columbra últimamente la ciencia, y guardar sin reverencia en la memoria frases que se nos oponen, ayuda a ensancharla; aunque en nada coincidan con nuestro punto de vista y nuestra conveniencia, aun sin creerlas, dan paso a lo que ignorábamos, iluminan algo que permanecía hasta entonces en la oscuridad; cambian el pensamiento, que se hace libre, vivo, capaz de nutrirse con aquello que al principio sólo le produjo rechazo.


2/18/2013

Los papeles de Alí


  Tuve que esperarla más de dos horas, de pie bajo la lluvia, helándome de frío. Finalmente llegó. Abrió la puerta y subimos sin cruzar una palabra. Entramos en la habitación y empezó a besarme, a arrancarme la ropa. Aguarda un poco, le dije, y ella calla, déjate hacer. Su lengua revoltosa se retorció en mi boca. Tomó mi mano, la llevó a su culo y apretó con fuerza. La suya frotaba mi entrepierna. Me tiró en la cama de un empellón, riendo. Sus ojos brillaban. Te quiero, dije; calla, repitió mientras se sentaba a horcajadas sobre mí. La excitación me ganó enseguida, sus gemidos precipitaron mi orgasmo en cuanto se hizo penetrar. Tres, cuatro sacudidas a lo sumo y me derramé dentro como un principiante. ¿Ya? y había irritación en su pregunta. Perdona, murmuré. Me tienes harta, Alí. Cada vez que pronunciaba mi nombre un espasmo me azotaba el pecho. ¿Por qué sólo lo dices para protestar? ¿Qué? Mi nombre. No empieces, Alí. ¿Lo ves?, otra vez.
  Desmontó para encender un cigarro y se encerró en el baño. Escuché correr el agua de la ducha y prendí un cigarro también yo. Miré arriba, al techo, la pintura desconchada de otra habitación anónima, los insectos muertos al trasluz en el cristal del deprimente plafón, siempre en pensiones mortecinas y ruinosas, desde que llegué, y eso con suerte. Miré abajo, mi cuerpo moreno, mi sexo encogido, impregnado aún, húmedo. Sentí frío. No me acostumbro al frío del norte, ni a la lluvia.
  Salió del baño bien acicalada. ¿No te vistes? inquirió, rezumando hastío. Callé. Haz lo que quieras, prosiguió, la habitación está pagada hasta mañana. Saldré luego, añadí, he quedado con el párroco ése, dijo que me ayudaría. ¿Ese? replicó ella, ya sé yo lo que busca ése. ¿Qué insinúas? le pregunté. No conocía al sacerdote, sólo había hablado con él por teléfono, en una ocasión, aquella misma mañana, apenas dos minutos. Tampoco me quedan más opciones, continué, si no renuevo ya papeles acabarán echándome. No empieces otra vez, Alí. No empiezo nada, es sólo que a ti te importa un bledo si me expulsan o no. No es verdad. Claro, no es verdad, una polla así no es fácil de encontrar por estos pagos. No entiendes un carajo, Alí. Yo he sido sincera, nunca te he ocultado nada, y tú dices que quieres aceptarlo así, pero está claro que no puedes. Pero sabes que sería muy sencillo, que podrías arreglarlo si te diera la gana. Te he dicho mil veces que no pienso casarme contigo, Alí, ni lo sueñes, ¿de veras crees que estoy tan loca? Que nos acostemos juntos de vez en cuando no significa nada. ¿Nada? yo, ingenuo. ¡Nada! ella, tajante. Y ahora me voy. Cogió su bolso. ¡Espera! exclamé. Me levanté de la cama y sentí el suelo helado bajo mis pies. ¿Qué quieres? Nada, respondí, sólo que charlemos un rato. ¿Charlar? Lo siento, Alí, ahora tengo que irme. ¿Adónde? Tengo una cita. ¿Con quién? Ya lo sabes, no insistas. Con él sí, ¿no? Con él sí, ¿qué? A él sí piensas cazarlo, ¿no es eso? Callaba, y su silencio me enardecía como una descarga eléctrica. ¿Sólo somos eso?, ¿una buena polla o una cuenta corriente? Estás mal, Alí, no lo pagues conmigo. Me voy. No, no te vas. La agarré del brazo. Vas a quedarte un poco más, conmigo. Me haces daño, suéltame. Vas a escucharme tú ahora. ¡No aprietes tanto!
  Le solté un bofetón con toda el alma y cayó de bruces. Me miró con odio, espetándome una sonora carcajada. Sentí dolor de la humillación. Ella reía y reía, y su risa tenía un sonido horrible. No podía soportarlo, las lágrimas se me escurrían de los ojos, nublándome la vista. Su risa no cejaba, infernal. ¿Qué voy a hacer ahora? grité. Eso no es asunto mío, ella, gélida como un glaciar. Rió de nuevo. Me enfurecía oírla. Volví a pegarle, con más rabia. Se asustó. Ver el miedo en su semblante me hizo reír a mí esta vez. Volví a castigarla aún más duramente, con el puño en la sien. Clamaba. Me abalancé sobre ella, inmovilizándola con mi peso. ¡Puta! mientras le golpeaba la cabeza contra el piso.
  Después sólo recuerdo estar en la calle, bajo la lluvia y el frío, temblando, empapado, esperando al párroco en la puerta de la iglesia. No aparecía. Aquel bastardo también me hacía esperar. Llegó, finalmente llegó exhibiendo una estúpida sonrisa. Yo estaba furioso. Entramos en un bar y comenzó su perorata insufrible, apenas escuché una sola frase de lo que dijo, pero podía advertir la tierna compasión con que observaba mi infortunio desde su seguridad, clavándose en mi cuello como un cuchillo, cortante, sajándome por dentro. Sentí náuseas y corrí al retrete a vomitar. Él se quedó pasmado, mirándome con una mueca despectiva. Me lavé la cara, las manos, me mojé la nuca y me enjuagué la boca. El frescor en la garganta me apaciguó un poco. Salí de nuevo. No, la verdad era que no me encontraba bien. Sí, tal vez lo mejor fuese tomar aire, respirar hondo el aire de la noche. Afuera seguía diluviando. El cura no cesaba su parloteo; yo no escuchaba. Era como un runrún indescifrable que martilleaba mis oídos. ¿Va a ayudarme? le pregunté al fin, ¿logrará que renueve los papeles? ¿sí o no?, para eso ha venido, ¿verdad? Permaneció callado un instante y luego dijo que sí, pero también dijo que no era seguro, y que no resultaría fácil. Tengo frío, dije yo, tiritando. ¿Tienes dónde pasar la noche?, preguntó. Sí, he alquilado un cuarto en una pensión cerca de aquí. Sugirió acompañarme para tratar allí los detalles necesarios. Asentí y le señalé el camino. Poco me importaba ya cualquier cosa, andar o quedarme parado, mojarme en la calle con el estómago vacío o dormir caliente después de un festín. Sin trabajo, sin dinero, solo. Lo único que deseaba era conseguir los malditos papeles para dormir en paz, aunque sólo fuera una noche, dormir.
  Abrí la puerta de la habitación sin pensar en lo que hacía. Ella seguía allí, tumbada boca abajo sobre el charco de su sangre oscura, pastosa. El cura emitió un alarido chirriante. Cerré la puerta y le pedí que se calmara. Le acerqué una silla y le expliqué que habíamos reñido, que le había pegado pero que pensaba que estaría bien, que se habría marchado ya cuando yo regresara. Y allí estaba, muerta. Yo la había matado.
  Rompí a llorar y de rodillas me aferré al párroco suplicándole auxilio. Estoy solo, sollocé. El clérigo tomó mi cabeza entre sus manos, acarició mis cabellos. Me rogó sosiego con voz suave. No temas, susurró dulcemente, yo te ayudaré, tranquilo. Levantó mi cabeza sosteniéndola entre sus manos delgadas, pálidas. Acercó la suya. El caudal de lágrimas chorreaba por mis mejillas. De pronto sentí su lengua fría en mi boca, moviéndose de un lado a otro como un reptil nervioso. Lo arrojé lejos de mí con toda la fuerza de que fui capaz, salió por los aires su cuerpo menudo y al caer dio con la cabeza contra el suelo. Sonó un chasquido sordo, un hilo de sangre manó de entre sus labios, sus miembros se convulsionaron dos, tres veces, y se quedó rígido.



  Los periódicos locales no cuentan nada de esto. Tampoco la televisión. Ni la radio. A la salida del juzgado la turbamulta hacía guardia. Me escupían con cólera, me lanzaban imprecaciones y amenazas; un huevo podrido me alcanzó de pleno en el rostro mientras los policías me empujaban a rastras dentro del furgón. Como un perro. Nada puedo esperar ya. A sus ojos soy un asesino frío y sin escrúpulos; yo encarno la crueldad. Soy un monstruo que nada merece. Ni siquiera nombre tengo ahora. Todas las noticias me refieren con sólo dos palabras: «el marroquí». Al principio me costó entender que hablaban de mí, no me reconocía en ellas. Sigo sintiéndolas algo ajeno, lejano. Solamente por casualidad me tocan. Me he convertido en lo que ellos quieren que sea. Soy lo que estaban buscando, lo que más necesitan. Prestarme a ello ha sido el más infame de todos mis crímenes. 


2/14/2013

Haiku de las tres luces


          La luciérnaga
          en el jazmín estival.
          Estrellas... Alba.



1/25/2013

Mis problemas con la televisión


  Ayer, mientras me comía una deliciosa pizza delante de la tele, asistí a la ejecución de un hombre. En la imagen, su figura se recortaba de espaldas en medio de un pedregal polvoriento, arrodillado y maniatado, con una venda en los ojos. En primer plano, una silueta oscura le apuntaba con el fusil. Luego, un disparo sordo, la ráfaga iluminando, un instante, y el cuerpo de aquel hombre se desplomó en el suelo como un saco de cebollas.
  Mi reacción inmediata, automática, instintiva, no pensada, consistió en dejar de comer, como si mediante el ayuno pudiera expresar mi condolencia. Pero no sentí dolor. Apenas podía sentir nada. Continué con los ojos clavados en la pantalla, contemplando el enésimo homenaje que el mundo rendía a un futbolista.
  Recuerdo haber presenciado otras veces escenas semejantes en televisión, recuerdo entristecerme o indignarme ante ellas, cambiar de canal o apagar la máquina con horror. Pero no ayer. Ayer permanecí inmerso en mi inercia de telespectador, arrastrado por la espiral de imágenes, sin saber qué pensar, ni cómo.
  Horas después, avanzada la tarde, la secuencia se repetía en mi memoria. El hombre de espaldas, arrodillado, la detonación y el fulgor, y el cuerpo que caía. Una y otra vez.
  Esta mañana he vuelto a recordarlo con nitidez, y sigo sin saber con certeza qué pensar. Es más, me pregunto si debo o no extraer alguna conclusión de todo esto.
  Un hombre armado mata a un hombre indefenso. Algo que ha ocurrido desde el origen de la humanidad y que, por tanto, puede considerarse como propio de la naturaleza humana. Algo que, en cualquier caso, no constituye una novedad.
  Lo nuevo estriba en que ese hecho es registrado y transmitido a todo el orbe de manera instantánea. Podemos verlo aun estando a miles de kilómetros. ¿Nos ayuda eso a comprenderlo?, ¿dice algo de nosotros mismos?, ¿debería hacerlo?
  Lo primero que observo es el rechazo. Sin excepciones, el hecho es condenado por cualquiera que tenga noticia de él. Pero esa negación no impide que el asesinato se repita. Ahora mismo, en algún sitio, un hombre armado está matando a un hombre indefenso, y mañana otra noticia mostrará la nueva imagen de ese mismo acto.
  Condenar una acción no evita que esa acción vuelva a producirse. ¿De qué sirve, entonces, el juicio?
  Para encontrar un sentido, sólo puedo interpretar todo esto de una forma: veo al asesino y lo juzgo cruel, malvado. Me veo a mí mismo, que no soy un asesino, que no soy, por tanto, cruel ni malvado como él. Y entonces pienso: soy bueno.
  Sin embargo, ¿podría llegar a esa conclusión de no existir el asesino?
  ¿Qué es peor, un asesino o quien necesita de asesinos para saberse bueno?
  Otra posibilidad excluye juicios, pero temo que también el sentido: un hombre armado mata a un hombre indefenso. Yo no soy un asesino, ni voy armado; aunque tampoco me han asesinado, ni estoy indefenso. ¿Me parezco a alguno de ellos?, ¿no soy humano como ellos?

1/13/2013

Curvas


  Cada vez que corto un pedazo de cartón para la boquilla de un porro, me paro a pensarlo. Siempre enrollo la boquilla en espiral. “Esta espiral abrirá un camino” –me digo. Pues no encuentro manera más rápida y fácil de abrir camino, de «hacer camino», como decía el poeta escribiendo, que esa espiral. Así que prosigo mi camino buscando el encendedor en un bolsillo. Prendo el cigarrillo de cáñamo y a través del tubo de cartón, la sustancia, entra y fecunda la sangre de mis pulmones, directa al cerebro por las carótidas, ahíta de oxígeno.
  El jardín resplandece. Crea formas. Siluetas contra el disco borroso del sol, que lanza a mis ojos trozos del filo de su circunferencia ígnea, sin recorrerla, no deja recorrerse el sol de cuánto brilla y se ve claro. Es una instantánea espiral negra con pétalos bermejos de flores de pascua contra el cielo espumoso del sol nublado de música y alimentos.
  -Alucinación –escucho que digo.
  -Eso es sólo una manera de llamarlo –me contradice para mi sorpresa la imagen del espejo.
  -“Eso” –replico, marcando las comillas con los dedos alzados de mis manos- es una carta blanca salvaje.
  -Pues si de “eso” se trata –continúa ella, es decir, yo, remedando mi propio gesto-, déjame hablar del relieve de surcos en la piel de piedra de las palmeras, de racimos de dátiles color naranja, de rosales amarillos empreñados en lechos de tréboles, de pinos monumentales, de cien ramas, altísimos y verdes, llenos de piñas y raíces, de animalillos pequeños, del petirrojo, la serpiente y el escarabajo de pico de hierro, del musgo marrón, seco de las cortezas, de los gusanos de dentro, de los alcaloides de la seta del suelo, de arbustos espinosos y rastrojos, de las estrellas indiferentes arriba, refulgiendo, ¡soles innúmeros alrededor de nosotros!
  Pero es imposible.
  -¿Y si lo mejor de ti lo es porque lo ignoras? –me tiento, como un demonio.
  -¡Basta, basta! -grito.

 

12/26/2012

Policía y locura


La policía... ¿qué puede pensarse de un estamento cuyos perros son yonquis?

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El criminal más hábil puede ser asimismo un habilísimo policía, y viceversa.

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Da la impresión de que para erradicar la ilegalidad, la Seguridad del Estado se comporta a menudo ilegalmente. De manera que cabe preguntarse hasta qué punto no es ella la responsable principal de esa ilegalidad que combate. Sobre todo a la vista de sus probadas corruptelas y de la escasa eficacia que demuestra en su misión, la cual -como en el caso de las drogas prohibidas y la violencia arbitraria contra los peatones- resulta a veces indiscernible de la barbarie.

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La realidad es un delirio compartido, hasta los sueños de un policía encierran más verdad que todo eso.

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Un método infalible para distinguir la realidad consiste en haber enloquecido alguna vez. Después de que uno ha experimentado en carne propia la pérdida o inhibición de las convenciones -eso que la terminología psiquiátrica confunde y denomina «delirios»-, lo real se torna inequívoco. El único inconveniente reside en que, tras ese viaje, la realidad pierde toda importancia.

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Cervantes muestra en El Licenciado Vidriera que el loco, al asumir el lenguaje desde un lugar absolutamente propio, ajeno a las convenciones, sólo puede expresarse de forma comprensible y comunicar mediante aforismos.

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La psiquiatría trata de eliminar la locura. Pero tal pretensión, a la vista del comportamiento de los hombres, no parece muy realista, y, si fuera imposible -de lo cual tiene toda la pinta-, habiendo como hay infinidad de acciones posibles, sería en sí misma una locura, y locura en el sentido de obsesión destructora. Por eso quizá fuera conveniente tratar de dar luz a la locura, (en vez de obstinarse en suprimirla), pues de esa forma bien pudiera ocurrir que la locura desapareciese sola.

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Lectura de Leopoldo María Panero.- La locura ocurre donde una cabeza explota. Pero hay cabezas que explotan para horror y escándalo de las gentes, como las de los poetas, y otras que lo hacen para su adhesión y tortura, como las de los que gobiernan.

12/17/2012

Mirando al suelo, de Franki Béjar



  Sería de agradecer y celebrar que Mirando al suelo, de Francisco Béjar Galera, se abriese camino entre los lectores. Personalmente, me ha alegrado mucho descubrir esta novela negra.
  Tiago y el Alergias, amigos inseparables y a veces indiscernibles que deambulan por Murcia traficando con cocaína, viven su ajetreada existencia rodeados de basura lo más honradamente posible, pero el curso de sus negocios los envuelve, entre otras peripecias, en el oscuro episodio protagonizado por un postmoderno Consejero regional de Cultura apalizado en misteriosas circunstancias. Mediante esta ficción anclada en lo real, Franki Béjar plantea una crítica social y política desde la perspectiva del materialismo filosófico y la lucha de clases, pintando con soltura, acierto, coraje y poesía paisaje y paisanaje. Dice Franki que el Carvalho de Vázquez Montalbán es una de sus influencias. Leopoldo Mª Panero y L. F. Cèline son otros autores a los que apunta. En mi opinión, cabe pensar que también La fea burguesía de Miguel Espinosa ilumina su análisis. Sin embargo, la novela no se pierde en literaturas, sino que indaga y experimenta la sensualidad de lo físico con acción, en su misma verbalidad, apegada al mundo que describe sin eludir su carácter barroco. Cuenta historias de barrio, de bares, de la huerta, de amores perros y de personajes entrecruzados con marcado sentido del humor, suscitando pasmo, ternura o rechazo y poniendo de relieve las injusticias, las contradicciones y los disparates de una sociedad desventuradamente sometida al corrompimiento y el poder.




12/11/2012

Jose y yo

 
  -Un poco de higiene -o- Hay que cuidar un poco la higiene -dijo ella. No lo recuerdo bien. En sus pechos veía las motas negras que le habían dejado los restos de mi barba mal afeitada la noche antes, cuando la llamé con una polla por cerebro en la cabeza.
  Lo asombroso es que hubiera contestado por la mañana, y que a mi todavía achispado ofrecimiento de venir a comer hubiese respondido que sí, y que lo dijera además sin dejar lugar a dudas ni llamarse a engaño.
  “Si cambias lo de horror por sexo, ni me lo pienso” –fue su respuesta al sms que le envié.
  Y yo, sin embargo, impaciente, consciente de que no iba a ser aquello sino la enésima prueba de que nuestros polvos apenas tenían ya significado, de que habíamos reducido su sentido al de una mera satisfacción fisiológica que en absoluto podía considerarse satisfactoria, antes al contrario.
  Una y otra vez incurría en errores similares, quizá era el alcohol lo que me mantenía apegado a querencias fuera de moda, o inactuales, como me gustaba llamarlas, o anticuadas, como otros con más razón que yo dirían, o leer casi exclusivamente a los muertos o vivir como si sólo después de muerto fuera mi vida a ser comprendida por alguien más que no fuese yo, por vete a saber qué jugada del destino que no podía desentrañar tampoco en esa ocasión, porque nunca, jamás podía estar seguro sino de las conjeturas y las divagaciones, éstas, entre la rotundidad de la afirmación y el pudor de la sugerencia, parecían capaces de expresarse más claramente que cualquiera de mis exabruptos de franqueza.
  La ebriedad es eficaz contra la rutina, pero se convierte en una costumbre. Y yo, animal de costumbres, no quería renunciar a las mías. La embriaguez me empujaba a evocaciones gratas. Eterno retorno de lo idéntico me devolvía, nuevas, aquellas sensaciones (otra vez los límites léxicos, ¿qué otra cosa es la vida sino lenguaje impropio?) tantas veces exprimidas del placer, con todo el gusto pasando por los poros. Y cedía. Ah, sí. A sabiendas del desliz imperdonable de la cerveza siguiente, de la décima de más que me obstinaba en apurar. Porque entonces la magia surgía inseparable de hechos reales absolutos como la muerte y la política.
  Cuántas veces, inmerso en situaciones prometedoras junto a mujeres jóvenes y bonitas, al principio de la fiesta, cuando el gozo se paladea en la boca y el cuerpo empieza a sentirse penetrado de turbulencias mentalmente prefiguradas e invocadas pero sólo entonces vívidas, cuántas veces no había tenido al alcance de los dedos cuerpos apabullantes, mediando un poco de prudencia, sólo un poco, y una y otra vez, una sinceridad inútil -que únicamente para mí y sólo relativamente, con los ojos puestos en mi carácter o personalidad o como quiera llamárselo, podía llegar a ser, en último extremo, relevante- me abocaba fatalmente a la torpeza, a presumir que aquel despliegue improvisado de momentánea elocuencia, de gracia, belleza y sabiduría instantáneas (que tal vez solamente yo valoraba), resultaría suficiente para que la mujer joven y bonita de cuyo cuerpo y cuya voz y cuya manera de moverse y beber o trabajar o fumar o reír yo llevara horas imaginando o pensando o conjurando el deseo de enamorarme, me aceptara, y aquella sinceridad inútil, una y otra vez, me hacía desvariar con la más incorrecta de las actitudes.
  Pero Jose había sonreído, quitándose las gafas de sol. Mostrando con timidez mal disimulada la deslumbrante emergencia de sus pezones bajo una blusa de algodón blanco probablemente carísima.
  Llevaba el coño rasurado de la misma forma que los últimos dos años.
  La primera vez que la ví así me chocó.
  -¿Tú también? –le pregunté con sarcasmo.
  -Se llaman ingles brasileñas.
  -¿Por qué? –riéndome, y con un hilo de voz, casi avergonzado- no me gusta… no es bonito.
  Ahora, en cambio, antes de bajarle las bragas ya sabía lo que me iba a encontrar. Y no me sorprendió. Ni a ella mi naturalidad al comerle aquel mismo coño que cinco años antes hubiese hundido mi erección en la más patética flacidez.
  Sólo cuando me quejé confesó que me estaba clavando sus colosales piernas de jugadora de voléibol de metro ochenta en los muslos deliberadamente, para hacerme daño.
  -Algunos son tan imbéciles que dicen que no les molesta –afirmó con seriedad, lo cual me contrarió, porque a mi me molestaba.
  El café –descafeinado para más inri- se había acabado y yo ya no sentía deseo alguno hacia aquellas tetas salpicadas de pequeñas rayas negras procedentes de mi barba. A pesar de toda la gratitud mezclada de cólera que me ardía en el pecho, mi deseo era que se fuera.
  -¿Por qué pierdes el tiempo? –hubiera querido que descifrara sin dolor en mis ojos. Porque amarme ni me hacía a mi mejor ni a ella. Era, nuevamente, una especie de costumbre. Y nosotros, animales de costumbres equivocadas, volvíamos, andado el tiempo, por aburrimiento, por la derrota constante de todos los días que nos empeñamos en negar especulando con que quizá a veces uno, de verdad, vive, Jose y yo, volvíamos a caer en ella, a practicarla, a revivirla en medio del caos.
 
*****
 
  -“¿Llevo vino?” –preguntó su sms.
  Me acordé de Li Bo y de Omar Jayyam y pensé que sí. Por supuesto, vino. Al menos esa noche, me mantenía sobrio. No había probado ni gota en toda la semana. Y sin que me costara gran esfuerzo. Después de la última depresión, lo que menos me había apetecido era oler siquiera ningún mejunje alcohólico.
  Aunque si empezaba a beber con ella quizá fuera distinto.
  -“Barro seremos en manos de alfarero” –le respondí.
  Poco más tarde, Jose apareció en la puerta con el pelo largo y castaño cayéndole en los hombros y la espalda como una cascada de ondulaciones mareantes. Llevaba la botella en la mano y el bolso lleno de cosas, como pude comprobar en cuanto entró, lo puso encima del sofá y empezó a sacar de dentro tabaco, el teléfono, un bote grande de cristal hasta arriba de marihuana y una caja de condones.
  Entonces me miró como si estuviera riéndose.
  -¿Cenamos primero o vamos directos a la cama? –deliré que me preguntaba.
  Nuestros ritmos diferían invariablemente. Ella esperaba mientras que yo trataba de ir lo más deprisa posible, lo cual me exigía, sobre todo, permanecer en calma.
  En sus labios se insinuaba una sonrisa tras la que asomaban en fila los dientes blancos y brillantes. Me giré hacia la mesa dispuesta en el comedor, con una pizza de atún y verduras humeando en el centro, y cogí el vino.
  Esta vez sí, la música iba a servir de ayuda. Antes de que llegara, había dejado sonando adrede en el ordenador una de mis listas favoritas: dj aleatorio. De modo que, por algún sitio, la cosa saldría bien. No iba a ser difícil darse cuenta. A veces salía bien.
  El jardín le gustó más de noche. La vieja buganvilla seguía cuajada de flores moradas y las ramas de las palmeras proyectaban sus sombras en la hierba alrededor de hibiscos y rosales.
  -No sería mala idea bailar –dije.
  Entré un momento a la casa, me puse una chaqueta y regresé al frío de fuera con la copa de vino en la mano.
  Jose se había arrancado a cantar:
 
Puedo hacer lo que quiera
 
  La abracé tan fuerte que sentí su risa alegrándome por dentro. Besé su cuello, sus dedos, su boca, todos y cada uno de aquellos dientes duros y cortantes… la boca de húmedos labios abiertos, su lengua dulce como la pulpa de un dátil, el hueso en el cielo de su paladar.

11/23/2012

Un día en Delfos




Atenas, 26 de octubre de 2000

  En la habitación del albergue, calle Victor Hugo, con dos checos y Pek, el koreano. Ayer, en lugar de los checos había un surafricano y un turco. Esperan impacientes que apague la luz. Pero no se puede impedir a la oruga que hile.
  Esta mañana me levanté con la aurora, cogí un tren y llegué a Levadia, allí dos horas o más esperando: he conocido a Francesca, una joven italiana que me aseguraba tarea imposible ir a Delfos desde Atenas y retornar en la misma jornada. El autobús no llegaba, así que he empezado a dudar, se hacía tarde y no parecía posible regresar a tiempo para tomar el tren de vuelta. Finalmente, el autobús a Delfos se ha presentado; ignorando si podría volver, he subido. Al llegar, he sabido que sí era posible. Como dice Atenea en el poema: “si el hombre es audaz más fortuna consigue en su empresa cuando quiere triunfar, sobre todo si es un extranjero”.
  Delfos me ha estremecido. El templo de Apolo se halla en la falda del monte Parnaso, donde se divisa un hermoso valle, anchuroso y fértil. El sol brillaba en su cénit, los abejorros zumbaban, pinos, cipreses, umbríos recodos donde sentarse a contemplar el milagro constante de la naturaleza. En el templo, he rezado al dios para que de prudencia a mis excesos; también Dioniso, dicen, durmió entre aquellas columnas.
  He escrito las notas correspondientes al día de ayer y una postal a J.P.L. contándole lo de los abejorros, que según la física, por el tamaño de sus alas y su peso, no podrían volar; pero como los abejorros esto lo ignoran, sin embargo, vuelan.
  Y he caminado, trepando, bajando riscos lleno de alegría, escribiendo, bebiendo en las frescas fuentes, como si pasara un rito de purificación. En el santuario de Atenea le he pedido inteligencia. Y me he marchado sintiendo una gratitud inmensa por estar vivo. No es fácil ir y volver a Delfos en un día desde Atenas. Los autobuses griegos son imprevisibles, lentos, impuntuales; aunque un poco menos, los trenes igual; los paisanos no prodigan amabilidad precisamente, parecen  “asustados de que los examines”, como ha señalado Francesca, y sin embargo, yo, hoy no he tenido otra opción que tratarlos una y otra vez, cuando uno está en territorio extraño ha de preguntar a cuantos encuentre para saciar su curiosidad.
  El museo arqueológico de Delfos me ha impresionado tanto o más que el de Nápoles. Había allí una estatua de un anciano, probablemente un filósofo, rezaba la cartela. Apenas la he visto aparecer, he presentido que aquel viejo barbado y calvo era Sócrates; luego he cruzado a la sala del auriga.
  Nada me ha augurado el oráculo en Delfos. Supongo que no estoy lo suficientemente abierto a las dimensiones telúricas de la naturaleza. Comoquiera, prefiero no conocer el futuro, prefiero que mi futuro sea obra mía, que no exista más destino que el azar. El destino acontece donde azar, necesidad y libertad confluyen.
  Pek acaba de mirarme con elocuencia y tiene razón. Es tarde y estoy cansado. No obstante, escribiría durante horas.
  Otra curiosidad: entre Delfos y Levadia, un pueblo llamado Karakolithos me ha recordado de nuevo al bueno de Ártur; el caracol es uno de sus tótems. Le echo de menos. Como dice Alcinoo en el poema: “Nunca es inferior a un hermano un amigo prudente”.

11/14/2012

Ojos y respiración


  "Broch era muy reservado y, como he dicho, producía la impresión de ser un hombre inseguro. Absorbía cualquier cosa sobre la que su mirada cayese, pero el ritmo de esa absorción no era el ritmo de deglutir, sino el de aspirar. Él no chocaba contra nada, todo seguía igual que antes, inmodificado, y conservaba su especial aura de aire. Parecía acoger dentro de sí las cosas más dispares para protegerlas. Desconfiaba de las prédicas vehementes, y por muy bien intencionado que fuese el propósito con que se enunciasen, siempre sospechaba que ocultaban algo malo. Más allá del bien y del mal no había para él nada, y el hecho de que, desde la primera frase, hiciese profesión de una actitud responsable y no se avergonzase de ella, le ganó mis simpatías. Esa actitud responsable se manifestaba también en la reserva de sus juicios, en lo que antes he llamado su forma «entrecortada» de hablar, de bloquearse, en cierto modo."

Elias Canetti. El juego de ojos. Historia de una vida 1931-1937
Traducción de Andrés Sánchez Pascual

11/02/2012

Por no gobernarse, luchan

 

  En España hay lugares, hombres y mujeres admirables. Pero el tono general -a mi juicio- es de chiste trágico, un esperpento. Los españoles son héroes negadores del heroísmo, infinitamente hambrientos y serviles. Luchan por no gobernarse. Obedecen. Creen. Apenas leen y no viajan, menos aún por el interior; salvo los músicos de carretera y manta y los de la España gris, los inciertos. Acechan con torpeza a las heroicas españolas, heroínas puras de paz esquiva. Las playas griegas en Almería. Velázquez. Mientras curas y reyes y corruptos a su servicio, la canalla de sierpes, exprime y humilla a todos de nasciturus a cadáver.

10/16/2012

Colegio


  El colegio, cercado por las alambradas, parece una jaula durante el recreo. Hay griterío de niños que juegan, descansan de su encierro en las aulas del mastodonte de ladrillo rojo. Entran en los baños, corren tras la pelota, ríen, saltan, patinan, se juntan en grupos a conversar, tramando amistades y amores, deseos, rivalidades y envidias. Se los ve viviendo sus primeros años ahí, arremolinados bajo las farolas, pisando tierra seca y cemento, y se recuerda la propia infancia sin nostalgia, no muy distinta en el fondo, con las mismas demasiadas horas perdidas en un simulacro.


10/03/2012

Fare Ala



  La cultura como excusa.- Desde una perspectiva biológica, la cultura es, fundamentalmente, innecesaria. Quizás el acto fundacional de la cultura tuvo lugar cuando el animal llamado hombre mató por vez primera a un semejante sin que le resultara imprescindible para mantenerse con vida. De la cultura forman parte tanto La Odisea como la santa inquisición española; acervo de la cultura universal son, en idéntico grado, Las Meninas, la esclavitud y los concursos de televisión. Que la música sea tal vez la expresión más excelsa de la cultura, no disminuye un ápice el carácter igualmente cultural del garrote vil y la silla eléctrica.
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  Hay que llamar a las cosas por su nombre, pero para eso primero hay que llamar a las palabras por su nombre.

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  Para hacer notar que ciertas palabras suelen usarse mal, es más eficaz emplear una estrategia oblicua y, sencillamente, usarlas bien, sin tener que andar a cada momento señalando como inquisidores que en este o aquel punto son utilizadas de manera espúrea.
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  Si hay algo políticamente incorrecto ello tal vez sea, precisamente, el ejercicio del poder político por parte de los seres humanos; algo que tiene más que ver con nuestras acciones que con los lenguajes o símbolos con que las representamos. Y si una cosa sabemos del ser humano en el ejercicio del poder a lo largo de la Historia, es de su inmensa capacidad para realizar desastres. Por eso quizá lo idóneo no consista tanto en seguir experimentando nuevas formas de perpetuar ese dominio como en tratar de repartirlo entre todos al mismo ras para ver si así se disuelve.
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  Podemos buscar un lenguaje más representativo o descriptivo que valorativo, sabiendo, no obstante, que valoramos, que esa búsqueda rara vez ha de ser completa y seguiremos valorando. Pero podemos hacerlo legítimamente si juzgamos nuestras valoraciones con más severidad que ninguna otra cosa.
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  Postpoesía.- Que a los así llamados "poetas" ya no les baste con las palabras para cumplir su tarea, no acontece por insuficiencia de las palabras ante la enésima metamorfosis del mundo, sino porque los así llamados "poetas" han dejado de leer el código penal y, naturalmente, no saben hablar.
 [ Aforismos publicados en los números 9 y 12 del Fanzine Fare Ala. http://fareala.blogspot.com.es/ ]