8/09/2012

Una resistencia paradójica en lo humano


  Que la izquierda se ha vuelto tan retrógrada, simplista y dogmática como la derecha, se advierte claramente en su flamante manía de tildar de ultraderechistas a quienes no nos reconocemos ni en los discursos de la derecha ni en los de la izquierda y preferimos pensar la actual catástrofe política en otros términos, -Masa y Poder, por ejemplo-, hartos de ver a socialistas gobernando como fascistas y a liberales agigantando el estado hasta confines inhumanos, bestiales, diseñados a medida para reses. Derecha e izquierda no se diferencian desde hace mucho en sus actos de gobierno, orientados a alienar, controlar, reprimir y exprimir cada vez con más saña y ahínco a la población, y en lo que dicen son asimismo idénticas puesto que ambas, fundamentalmente, mienten. Tanto derecha como izquierda procuran sólo conservar su puesto en el poder a costa de los ilusos que aún les votan en ingente manada.
  Resulta curioso observar cómo los últimos conatos de rebelión se han arrogado también el destierro de la mentada dialéctica. “No somos ni de derechas ni de izquierdas”, repiten sin descanso las asambleas, para, una vez dirimido el circo de vanidades, banalidades y frivolidades sin cuento, la espectacular farsa de la revolución, introducir, a modo de nota, propuestas directamente extraídas de Marx y demás festivos y novedosos reformadores.
  También llama la atención recordar a esos mismos callados como putas respecto del totalitarismo entretanto transcurrían los años de así llamada bonanza, regocijándose como monos en las múltiples celebraciones del nuevo orden tecnológico, cuidándose mucho de sacar tajada, y que sea precisamente ahora, porque no hay un duro, cuando se inflaman contra los abusos del poder. ¿Qué quieren?, ¿libertad o dinero?
  Uno, en cambio, tiene por su más sagrado deber y derecho defender contra viento y marea la independencia de juicio. Así lo aprendió de sus maestros y en esa búsqueda incesante todavía no ha encontrado argumento que invalide las ventajas derivadas de ello.
  Es una pena que con la creciente pujanza de Masa y Poder, así como de la ciega inercia inherente a éstos, el destino inexorable del independiente sea la soledad, la paulatina despolitización, una resistencia paradójica en lo humano: cada vez menos humana en el sentido de política que lo humano ha conllevado hasta ahora.
  Sin embargo, la bestialización de Masa y Poder obliga a ello, pese a que en el horizonte nada se adivine con seguridad y la incertidumbre sea acaso la única relativa certeza presente; el futuro, que se sepa, jamás ha acaecido.
  Permitid que me aparte. Tarde o temprano hemos de abandonar las ciudades, que son nuestras tumbas, las mismas que cavamos día tras día sin desmayo; y venir al campo, a la mar, hambrientos de una humanidad que ya no tenemos y que aquí es cosa del pasado, porque en la naturaleza las metamorfosis continúan sin tregua, de acuerdo con la obstinada permanencia del cambio. Es en creer que somos esto o lo otro, que las cosas son esto o lo otro, -en vez de simplemente dejarse y dejarlas ser-, en la obediencia y la dominación, donde la muerte se nos está adelantando.

8/06/2012

Un fantasma de Yerba


A Encarna Ros y a Gabriel Batán,
y a sus hijos: Carlos, Gabriel y Sergio.


  “Apaga y vámonos”.
  En sueños, suele ser Baudelaire el único capaz de una respuesta convincente cuando, después de eso, alguien pregunta: “¿Adónde?”
  “¡Anywhere, out of the world!” –responde enérgico, y así nos calma, aunque sigamos perdidos.

  Lo normal era terminar en una librería. Puesto que éramos alérgicos al trabajo, carecíamos de dinero suficiente para emborracharnos todo el tiempo, y ningún otro lugar hubiera resultado acogedor. Y menos en Pantanosa, ciudad a la que nos había confinado un destino arbitrario. La costumbre era terminar en Yerba.
  Recuerdo la primera vez que entré; entonces conocí a Charles. Yo removía entre los anaqueles, buscando un par de títulos que me rondaban el magín. Pero no había forma de dar con ellos. Aquellos libros se me resistían desde hacía meses, parecían haberse borrado de la faz de la tierra, y no me atrevía a pedírselos a los libreros. El encanto se hubiera esfumado de inmediato. En cuanto abriese la boca para pronunciar los nombres, mi deseo de leerlos habría desaparecido. No me pregunten por qué. Entonces alguien me tocó el hombro. Miré a mi espalda, alrededor, y no vi nada. Nada salvo la calva reluciente del librero envuelta en una espesa nube de humo. Estaba solo en la librería.
  De pronto oí una voz cascada en mi oído. Un tipo prematuramente avejentado, con barba cana de varios días, el pelo grasiento, la piel del rostro triturada de cicatrices y que apestaba a alcohol, me dijo:
  -No hay suerte hoy, ¿eh?
  -No estoy de pesca –dije yo, antipático adrede, y añadí-: ¿De dónde ha salido?
  -Llevo meses aquí.
  Su aliento me hizo sentir náuseas, hedía como una cloaca. Me alcanzó un libro y continuó:
  -Prueba esto. Lo escribí yo hace años. Está basado en una peli –y, sorprendido de su ingenio, rompió a reír con estruendo, como un demonio venático.
  Me di la vuelta, pero el librero no se inmutaba, seguía fumando. Cuando me giré de nuevo, el tipo había desaparecido. Ni siquiera el olor del alcohol me dejó. Sólo el grueso volumen.
  Observé el libro: Hollywood, Charles Bukowski, pulcramente encuadernado en blanco plastificado, con una ilustración en rojo y naranja y violeta chillones. El dibujo era un retrato en el que un vejestorio arrugado empinaba una botella de licor ante un fondo de palmeras imposibles, azules, dejando que el líquido descendiera copiosamente por su garganta. Era clavado a la aparición de instantes antes; los ojos reflejaban el mismo brillo demencial.
  Pagué el libro, me fui a casa y lo leí de un tirón, soltando carcajadas sin cesar. “Menudo loco pervertido”, pensé, y acabé de un trago la botella de tinto con la que aderezaba mis lecturas. La tarde siguiente regresé a Yerba y allí estaba el viejo borracho otra vez, visiblemente más bebido que el día anterior, riendo de manera desagradable.
  -¿Leíste el libro? –inquirió nada más verme.
  -Sí, es bueno –le dije.
  -Es una jodida obra maestra... Pero nadie se fija en la pasión. Creen que sólo es la historia de un borracho salido que tuvo suerte al final.
  -¿Y no es así? –pregunté. Quería provocarle-. Parece que los coños y el alcohol sean lo único que le importa a Chinaski.
  -Sólo lo parece. No te dejes engañar como hacen esos adolescentes.
  -Pero... soy un adolescente.
  El viejo salió de la librería y cruzó al bar de enfrente. Le seguí. Pidió vino. Me senté a su lado y pedí cerveza.
  -¿Bebes? –preguntó, y vació su vaso.
  -Siempre que puedo –respondí, y apuré el mío.
  Pedí otras dos y el camarero las puso encima de la barra.
  -Gracias –dijo, y bebió de nuevo-. Me llamo Henry. Pero ahora que me has invitado puedes llamarme Hank.
  Y siguió bebiendo.
  -¿Qué haces en Yerba? –le pregunté.
  -Es la única librería de esta ciudad donde no me han prohibido la entrada. El librero deja a la gente en paz, y tiene libros míos siempre. Es un asco esto de tener que venderlos yo mismo, pero no hay otra forma de seguir bebiendo.
  -Pero el libro decía que habías muerto... el año pasado.
  -No creas todo lo que dicen los libros.
  Pidió otro lingotazo y prosiguió:
  -Es la pasión lo único que importa. Confía en ella porque es lo único cierto. No toda esa mierda de la sabiduría y la felicidad o la belleza. Todo eso es una mierda. La literatura es una mierda. Sólo la pasión es de verdad.
  Los vasos apenas duraban llenos entre sus manos.
  -Tal vez, pero los libros son lo único seguro que existe -insistí.
  -Durante años pensé lo mismo, pero ya no –dijo, echando otro trago-. ¿Quién necesita seguridad? –preguntó, bebiendo otra vez-, un libro no vale nada sin pasión, apréndetelo bien. La mayoría son sólo cerebro o sentimentalismo imbécil, con la barriga llena, claro. Si quieres acertar siempre, dedícate al alcohol. Ahí no caben errores.
  -In vino veritas –recité.
  -Exacto –dijo, y desapareció de súbito.
  Estuve días sin regresar a Yerba. Pero una tarde encontré a Hank emborrachándose en el banco de un parque.
  -¿No trabajas hoy? –le pregunté.
  -Ven conmigo –contestó.
  Me llevó al MAL (Monopolio Anglofrancés del Libro). Un edificio gigantesco, repleto de dependientes solícitos, que simulaba la arquitectura de un estadio de fútbol.
  -Esta gente cree que los libros son perfumes –protestó-, no tienen ni idea. Los que no piden que los envuelvan para regalo es porque se llevan libros de texto. Ni fumar te dejan. Escucha la música de lata que ponen. ¡Y no paran de comprar, fíjate! ¡Se dedican en cuerpo y alma a la literatura pero sólo les importa el dinero! Y ni siquiera lo gastan en beber. Sólo en coches, hipotecas y maquinitas... Mira a ése, acércate.
  Me puse con disimulo junto al hombre que me había señalado, un individuo de traje y corbata con el cabello engominado. Sus zapatos resonaban en el mármol del suelo al caminar. Tap, tap, tap. Se aproximó al mostrador, de espaldas a las estanterías, carraspeó y dijo:
  -Señorita, estaba buscando... Idiotas, del Doctor Yekil.
  -Un momento –dijo la mujer con voz atiplada, y componiéndose el uniforme verdiazul, empezó a teclear en el ordenador- ...ummmmm... creo que no, no tenemos nada de ese autor.
  -Entonces, a ver... –el tipo se sacó un papel doblado del bolsillo, lo desplegó, lo miró y dijo–: El Papa Gordo entonces. Sí, El Papa Gordo, de Valsak.
  -¿Valsa, dice, con uve?
  -Correcto, con uve, y con ka al final.
  La empleada escrutó en el ingenio electrónico durante un par de minutos. Al cabo, salió de su mutismo y anunció:
  -Ese no le tenemos, pero hay otro aquí que quizá te interese... Antología postpoética en neolengua, con un prólogo del Papa... ¿los Papas son gordos siempre, no?
  El tipo asintió, confirmando la lúcida observación; pese al leísmo y el tuteo, le pareció que la chica era eficiente.
  -Me lo llevo. Póngame ése y tres kilos de premios Cosmos. Todo para regalo.
  -Enseguida, caballero. Gracias por comprar en el MAL. ¿Conoce usted las ventajas de nuestra tarjeta VIP?
  Hank había vuelto a escabullirse. Salí a la calle y lo encontré vomitando sangre en los muros de la universidad.
  -¡¿Lo ves?! -aulló-. ¡Y no paran de leer! ¡No son los libros! ¡Es otra cosa! ¡Pasión, pasión! ¡Nada más que eso!
  Extrajo una petaca del bolsillo de su raída, sucia chaqueta y echó un generoso trago. Me la pasó y bebí. El contenido sabía a rayos, pero me insufló calor y ánimo.
  -¿Dónde vamos ahora? –inquirí.
  -A Yerba, claro.
  No volví a verle. Pude abandonar Pantanosa por unos meses, pero siempre terminaba retornando; el arbitrario destino me obligaba. Me quedaron sus libros, y otros más que me recomendó o que parecían llamarme a gritos desde las estanterías de Yerba, envenenados con todos los demonios de la pasión. Pero no lo vi más, a Henry. En realidad, no volví a encontrar a nadie en la librería, siempre vacía, tranquila, hospitalaria. Daba gusto estar allí. Algún rezagado silencioso y tímido de vez en cuando, como un fantasma.
  Al final tuvo que cerrar. Una pura ruina, claro. El MAL acaparaba la clientela. Todo el mundo compraba sus regalos allí. Y los lectores eran cada vez más pobres. Apenas gastaban su dinero en Yerba.

  “Apaga y vámonos”.
  “¿Adónde?” –me pregunté.
  “¡A cualquier sitio, fuera del mundo!”.
  Charles tenía razón, decidí seguirle.


[Publicado en el diario La Opinión de Murcia, el 22 de julio de 2012.]

8/01/2012

La escuela del buen oír, de Elias Canetti




  Auto de fe. Esta es la historia de un hombre-libro. Peter Kien, “el mayor sinólogo vivo”, pasa los días traduciendo y reconstruyendo manuscritos orientales, obnubilado por los 25000 volúmenes de su biblioteca. La vida social se le antoja una pérdida de tiempo; los hombres sólo le inspiran desprecio. Kien vive para la Ciencia. Pese a todo, Teresa, su ama de llaves, conquista su confianza y Kien se casa con ella, accediendo al mundo burgués. Sin embargo, su rígida razón le impide desenvolverse en esa nueva vida llena de ambigüedades. Su trabajo queda reducido al mínimo, y su soledad se puebla de personajes extraños. Pero Kien será incapaz de comunicarse con ellos, será incapaz incluso de advertir esa imposibilidad, de forma que las circunstancias lo arrastrarán a una espiral de malentendidos sin retorno. Auto de fe huye de toda complacencia, es un libro desgarrador, incómodo. Arroja luz a un mundo desintegrado a través de un personaje desintegrado. Arremete contra los excesos de la razón abstracta y de la ciencia, que fracasan en su intento de ordenar el mundo, ajenas a lo que el mundo en verdad es. Pero también denuncia ese mundo dominado por la inercia de las masas, cuyo resultado es la degradación del lenguaje y donde, por tanto, la persona singular está indefensa.

  Las voces de Marrakesch. A partir de una serie de estampas que evocan un viaje realizado en 1954, Canetti describe la vida en esta ciudad marroquí. Antes de su estancia, el autor descartó la posibilidad de aprender árabe o bereber. “Quería que los sonidos me llegaran tal y como eran, sin debilitarlos con ningún conocimiento artificioso e insuficiente”. El resultado es un cuaderno de recuerdos que en efecto logra transmitir toda la sensualidad de esa música, en el que la curiosidad y la fascinación del viajero se ven espoleadas de continuo. La mirada del occidental se posa sobre ese paisaje desconocido y sus gentes ávida, inocente, aunque en ocasiones le cueste comprender y constate asombrado que lo único exótico e inexplicable allí es él.

  El testigo oidor. Este curioso juego literario se sitúa entre la sátira moral y el análisis psicológico. Canetti se inventa cincuenta caracteres distintos, todos ellos exagerados, y los retrata con marcado humor. Un amplio catálogo de vicios es sometido a escrutinio en estas páginas, que suscitan una continua sonrisa y donde el lector reconocerá puntuales reflejos de la vida cotidiana, incluso de sí mismo. El testigo oidor sugiere el conocimiento de la realidad mediante ficciones desmesuradas. Así, la realidad aparece como un grotesco desfile de flaquezas humanas que sólo puede sobrellevarse desde una ironía sin fisuras.



[Elias Canetti. Obras completas, III. La escuela del buen oír.
Traducción de Juan José del Solar.
Ed. Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2003.]

7/26/2012

Dos libros de Ramón Gaya


  En Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica), Ramón Gaya siente el arte de una forma absolutamente radical. A su juicio, el arte no es eso en torno a lo cual merodean los entendidos, puesto que el arte no puede entenderse. No es algo sobre lo que emitir un veredicto, no puede ser objetivado ni analizado ni clasificado. Tales actividades, propias del crítico, resultan artificiales, un postizo que se le endosa al arte, y no hacen sino alejarnos de la verdad del arte. Conducen a un malentendido, a una confusión acerca de lo que es el arte. Todo lo más, el crítico, el hombre moderno, habla de cultura.
  Gaya sostiene que el arte ha de comprenderse, que ha de aprehenderse con el cuerpo, con todo el ser del hombre común, del hombre pleno de salud, inocente, silvestre, -el superhombre común-, intuitivamente, sin la mediación de crítica ni doctrina ni academia ningunas. Porque el arte pone de manifiesto un venero subterráneo que escapa incluso al control de su coyuntural creador. Es una expresión de la divina naturaleza; antes que a un individuo concreto, pertenece al pueblo. Si pudiera entenderse o explicarse, no sería. El arte es, precisamente, por esa incapacidad del hombre de entender o explicar el misterio de la vida.




  En Velázquez, pájaro solitario, Gaya se pregunta a propósito del creador de Las Meninas. Gaya conoce bien la pintura del sevillano, ha estudiado a fondo sus cuadros, los ha copiado. Pero sin encontrarles ninguna característica particular, definitoria. Velázquez se escabulle, vuela solitario y silencioso, independiente del espectador, porque no pinta cuadros en sentido estricto, sino que ha creado criaturas de aire, vivas, que bien podrían empezar a moverse o a hablar en cuanto volviésemos la cabeza, irse incluso del supuesto cuadro. Velázquez ha experimentado, ha visto en la vida Algo, ese algo intenso e inapresable que nos transmite con su pincel. Según Gaya, nada pone suyo: Diego de Silva y Velázquez -andaluz un tantico portugués-, carece de relevancia; la vida que nos muestra es lo importante, él sólo intenta revelarla sin interferir, abriéndola piadosamente a su ser libre. No es su tiempo, ni el color, ni la composición, no es un cuadro lo que nos participa Velázquez, sino la Vida en su constante fluir, más allá del arte.

[Ramón Gaya. Obra completa. Ed. Pre-Textos, 2010.]



  

7/22/2012

Minima moralia


  Disfraces del miedo.- Lo abyecto de la mediocridad no es que renuncie a la excelencia por miedo, sino que obvia o niega sistemáticamente la libertad dondequiera que ésta aparece y, a la vez, se ensalza a sí misma como portadora de libertad.

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  Feudos del dualismo.- No saber qué se quiere es una de las formas más frecuentes y angustiosas de experimentar la nada. Pero todavía más penoso -aunque no menos raro- resulta saber lo que se quiere y no atreverse a ir en su busca. Ahí ya no hay vacío, sino miedo; la culpa germina como en un campo de estiércol y todo se simplifica fatalmente: o bueno o malo, o amigo o enemigo, o blanco o negro, o creer o desesperar...

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  Nadie es más que nadie; todos tenemos vanidad en mayor o menor grado. Negar la nefasta vanidad es ridículo. Pero es preferible mirarla a la cara y ponerla en su lugar antes que no mirarse para no tener que hacer autocrítica.

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  No es que los seres humanos no distingamos el bien y el mal; la mayoría reconoce el mal sin grandes dificultades. Lo que ocurre es que casi nunca sabe cómo hacer el bien, o lo evita culpando a otro por creerse obligado a ello.

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  Descartes, para mantener su utopía del pensamiento puro sin verse forzado a reconocer en ello el lugar de la mera nada, a pesar de la evidente certeza de un cuerpo falible, prefirió reinventar a Dios y resolver otra vez con Él todas sus dudas. Pero el pensamiento, ay, no es puro, y como dice Polibio: "La humanidad no posee mejor regla de conducta que el conocimiento del pasado".

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  Dos propiedades éticas.- 1) Cualquiera puede ser, para sí, su peor enemigo; pero también su mejor amigo. 2) La propia decisión en cada instante, decidir libremente cada momento qué se hace, dónde se va, con quién y a qué, hace a cualquiera más rico que al atareado, agresivo y programado propietario.

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  Si uno se niega a incurrir en errores vulgares, escuchará por doquier un clamor sordo de voces que se afanan en convencerle de lo equivocado que está. Por evidente que sea su acierto al obrar, no cesarán de atormentarlo con ese nuevo error.

7/14/2012

Pensamiento de mediodía


   Después de la así llamada crisis económico-financiera, la spanishrevolution o como lo quieran denominar, y las elecciones del 20 N, en la política española sólo queda la inscripción de Dante a las puertas del Infierno: Lasciate ogni speranza.
   Esta última y falsa revuelta, su estrepitoso fracaso, certifica la derrota. Los lobos están desatados; nos encontramos a merced de criminales que harán pasto de nosotros. Únicamente resta ya seguir el consejo de Epicuro: "Libérate, hombre libre, de la cárcel que es la política".
   Pero es un consejo misterioso éste de Epicuro. Pues, a decir de su maestro Aristóteles, para lograr semejante proeza el ser humano habría de mudarse en bestia o en dios. Y está claro que andamos más cerca de convertirnos en bestias que en dioses. Lo prueban el creciente agrupamiento de mutas (*) en las calles y el funcionamiento de las redes masivas de internet: vanidad, banalidad, griterío, dogmatismo, frivolidad, propaganda y tontuna son la norma actual ahí; como en toda manada, el pensamiento ha sido desterrado a los márgenes. No tendría que suceder necesariamente así, pero la estupidez del hombre se impone; la perversión semántica ha degenerado hasta el punto de que tales eventos pasan incluso por arte.
   No obstante, cabe aún un pensamiento optimista. Si para aspirar a alguna clase de liberación, el ser humano ha de cambiar indefectiblemente su naturaleza social, más que nunca opera la sentencia de Zaratustra: "El hombre debe ser superado". La condición de artista genial en la que los universitarios han intentado confinar a Nietzsche, se demuestra una vez más errónea. Nietzsche fue, en efecto, un artista genial, pero porque fue un pensador lúcido. Apostó por el siglo XXI y no fue moderno, sino absolutamente moderno, como Hölderlin y Rimbaud. La libertad pasa trágicamente por él, por Grecia, por Epicuro... De lo contrario, lo nuestro será un futuro de reses anestesiadas en manos de carniceros.
   ¿Soportaremos el frío de estar a la altura?
   Dicen que la muerte por congelación tal vez sea la muerte más dolorosa.


(*) Vid. Elias Canetti. Masa y poder. Alianza editorial.

7/12/2012

Migajas políticas



  Ser ciudadano de una democracia no consiste en adherirse a un partido, sino en votar las leyes.

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  En una democracia, nadie está moralmente obligado a obedecer una ley si no ha podido participar en su elaboración. Aunque lo decisivo aquí es preguntarse qué ley puede crear una democracia que no haya solicitado la participación de hasta el último de sus ciudadanos.

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  En gran medida, la solución política es una democracia directa y sin jerarquías públicas de hombres y mujeres libres e iguales ante la ley. Pero eso tan claro, casi nadie está dispuesto a aceptarlo, y menos dispuesto aún está a luchar por ello sinceramente, con todas las consecuencias, sin esperar a que otros actúen para hacerlo él mismo.

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  En determinadas coyunturas, el hombre puede verse astringido a decidir entre la sociedad o la libertad. Optando por esta última hará infinitamente más por la primera que cualquier obediente ciudadano.

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  Dadas las circunstancias, toda propuesta política que se precie de ser justa, no solamente legal, pasa, indefectiblemente, por propuestas éticas, es decir, por acciones, conductas y costumbres aplicables ya, aquí y ahora, sin necesidad de decisiones conjuntas o democráticas al respecto, radicalmente éticas, de las cuales cada uno es soberano precisamente porque realizándolas no daña a otro. La política nos iría mejor si cada uno se ocupara más de sí mismo que de los demás; no sólo de sí mismo, pero sí más de sí mismo que de los demás.

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  A los veinte años es muy fácil amar la libertad. Lo difícil es seguir amándola y mantenerse fiel a ella cuando la juventud empieza a ser ya un recuerdo. En esa etapa se diría que los hombres dejan de amar la libertad y que por eso le son infieles. Pero los hombres no pueden dejar de amar la libertad, aunque le sean infieles; tristemente, siguen amándola y, pese a ello, la traicionan de continuo.

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  El único límite de la libertad estriba en que nunca puede ser absoluta porque es inabarcable. No se impone, sino que vive, a pesar del poder.



7/11/2012

La muerte como hecho doble


Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte,
y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
Spinoza
Sin la muerte, difícilmente se habría filosofado.
Schopenhauer


  Es evidente que los hombres mueren.
  Cabe pensar que un niño empieza a dejar de serlo cuando aprende eso. Que también viven lo descubre a continuación. En medio del silencio y la oscuridad de la noche, a solas consigo, el niño recuerda lo que oyó de labios de algún adulto: “Yo también moriré” –se dice, y, como es audaz (*), piensa: “aunque, si muero, es que estoy vivo”. Una vez ha visto morir a alguien, una vez la muerte se le ha hecho presente, cae en la cuenta de que sucesos tan misteriosos ocurren sencillamente porque se vive.
  El binomio vida-muerte es un hecho sumamente extraño, un hecho doble, que se sustrae a la lógica revelándonos que lo que es, no es.
  Sin embargo, una cosa es esa verdad tangible -que los hombres mueren- que el niño ha comprobado con sus propios ojos, y otra muy distinta la que los adultos le han dicho enseguida: que también él morirá. Entre ambas, subrepticiamente, ha hecho aparición el tiempo.
  La muerte se le ha hecho presente y el niño ha preguntado “¿qué es esto?”. Los adultos, probablemente espantados, se han apresurado a asegurarle que también a él le tocará, lo cual es comprensible, puesto que si la respuesta eludiera ese extremo, el niño podría quedarse en que un hombre concreto, tal hombre, Fulano, ha muerto y punto, sin pensar necesariamente que la muerte también va con él. Podrá incluso averiguar que otros mueren, que los otros mueren, pero si no se le dice expresamente, el niño no tiene por qué pensar que va a morir. Entre otras razones porque él preguntó por la muerte, no por el tiempo. Pero ya ha curioseado y, de repente, como si un hecho doble fuera poco, le cuelan, además, futuro.
  Esto abre grietas abismales por debajo de la fe, el saber y la duda. La experiencia nos enseña que los hombres mueren; que otro, el otro, los otros, mueren, y que sólo con mala fe cabe negarlo. En cambio, la certeza sobre la propia muerte no puede sostenerse sino en una mera creencia, puesto que si uno no está dispuesto a creer, si exige experimentar algo para poder afirmarlo, el único medio de que dispone para probar su propia muerte es el suicidio. Sólo suicidándose demuestra uno que también la propia muerte es verdad.
  Con todo, entretanto uno no muere, la muerte permanece fuera de su experiencia, así que nada prueba. Y si ya ha muerto, o bien deja de sentir, de manera que no experimenta ni su muerte ni su vida, o bien sucede cualquier otra cosa imposible de averiguar, pues, comoquiera, quien muere deja de comunicarse, de modo que su muerte sólo puede ser comprobada por los que viven aún, en cuyo caso es, de nuevo, la muerte de otro.
  El único de quien podemos afirmar a ciencia cierta, siempre, que muere, es otro.
  El binomio vida-muerte constituye un hecho doble hasta tal punto que la propia muerte -la muerte de uno, mi muerte- sólo es cierta en tanto uno mismo, yo, sea también otro. Por tanto, utilizar el concepto de identidad -algo que jamás puede ser sino lo que es- para referirse a los hombres, constituye un error, puesto que resulta evidente que los hombres mueren. La identidad puede referirnos lo ya muerto o lo que no vive aún, pero con la vida no tiene nada que ver. Lo que vive es ajeno a identidades, ya que muere, y, entonces, inexorablemente, es otro.


(*) ¿Qué niño no es audaz, qué niño teme?

7/09/2012

Algunas clases de tontos (III)


  La tonta:

  Apenas hay palabras para describir a la tonta. La tonta es inefable, abundante e inconcusa.


  Quien se hace el tonto:

  Hacerse el tonto es una forma de defensa arraigada en el ser humano cuando una situación le infunde miedo. Y es que el miedo atonta, irremediablemente. De hecho, uno de los mayores peligros que se corre en este caso -y en no pocas situaciones el miedo nos asalta tentándonos a pasar por tontos-, es hacerlo demasiado bien, ya que entonces se tiende al acomodo y la tontería acaba por enseñorearse de todo.


  El sincero:

  Este sabe de su tontuna, y que también la sinceridad miente, porque es personal, exclusiva. La sinceridad es la verdad de alguien, su verdad, no necesariamente la verdad. Y el sincero, obstinado en que es imposible callarse del todo, como no encuentra nada mejor, dice lo que piensa, y, así, se coloca siempre ante el abismo del error.


  El silencioso:

  Este no está aún libre de la tontería, pero le queda poco.


  El tonto a medias:

  Este se conforma con ser tonto la mitad de la vida y ver qué pasa en la otra mitad, pero arrastra siempre un lastre muy pesado.


  El maleducado:

  Este no respeta a los demás, probablemente para no tener que respetarse a sí mismo. Como Borges, comete "el peor de los pecados que un hombre puede cometer", pero no porque no sea feliz, sino porque ahuyenta de su lado cualquier forma de amistad.


  El hipócrita (o falso cínico):

  Este desprecia a los hombres, pero no se separa de ellos ni se atreve a ladrarles, de manera que, ante él, la buena fe se verá siempre traicionada e inerme. No puede haber nada más dañino para quienes intentan ser honrados, para quienes todavía no han claudicado y por lo menos lo intentan. Sin embargo, casi más odioso es contemplar cómo el hipócrita, al reivindicar sus derechos con el argumento de que "sin hipocresía la convivencia resulta insoportable", mancilla grotescamente la memoria de Diógenes. Porque tal cosa sólo ocurre si hablamos de convivencia entre cínicos, ¿y qué cínico reclamaría el derecho a una convivencia soportable?

7/07/2012

Algunas clases de tontos (II)


  El tonto que conoce su tontería:

  Este puede llegar a sabio.


  El tonto que ignora su tontería:

  Aparte de insulso hasta causar sopor, este resulta molestísimo; te mete en líos sin parar. Es preciso permanecer en guardia contra él, lo cual no resulta muy complicado: basta con mantenerse a la debida distancia. Esta clase de tonto es en ocasiones inocente en extremo, así que suele reconocer a quienes se portan con él con benevolencia, aunque ello no garantiza que el tonto en cuestión vaya a agradecerlo cuando se vea en dificultades, antes al contrario, ya que, dadas sus escasas luces, tiene muy mala memoria.


  El tonto que se cree inteligente:

  O que se cree “muy listo”, según su propia terminología. Este es más difícil de sortear, pues se comporta con frecuencia de forma cobarde y pusilánime. Se autoengaña de continuo y no duda en recurrir a la delación o a la mentira ante el menor apuro. Es falso de pies a cabeza. Con él no parece suficiente mantener distancias. Es forzoso lidiarlo de vez en vez; incluso, llegado el caso, dejarlo en ridículo o hacerse respetar contestándole oportunamente con un exabrupto. Esta clase de tonto habla de fútbol y juega a lotería en cuanto se le presenta la oportunidad. En política es voluble: va hacia donde sople el viento, arrimándose al sol que más calienta.


  El tonto que se cree inteligente y, además, está revestido de alguna clase de autoridad:

  Este es el más peligroso de todos. Con frecuencia es un tonto de la clase anterior venido a más. Su creencia ha sido confirmada por el poder, por tanto, es prácticamente imposible que subsane su error. Suele ser violento y, a menudo, cruel, puesto que no concibe las relaciones en pie de igualdad: aunque no exista un motivo, a la menor ocasión pondrá de relieve los errores de quienes han de obedecerle, que sufrirán sin cesar toda clase de acusaciones y abusos por su parte. Necesita pisotear y humillar a otros, de lo contrario cree que es él quien está siendo pisoteado y humillado.


  El tonto que se cree inteligente y, además, exige ser revestido de alguna clase de poder, tratado como una gran autoridad y que se le rinda pleitesía, aunque no ostente poder alguno debido a su vanidad, que le impidió doblegarse cuando tal vez ese poder podía haberle sido conferido, pues sabido es que para disfrutar de algún poder resulta imprescindible someterse previamente. Esta clase de tonto observa como una gran deferencia que se le debe el hecho de contemplar la voluntaria humillación de los demás ante su persona; está, por tanto, frustrado de continuo, pues eso que él tanto espera, no acontece casi nunca.


7/05/2012

Algunas clases de tontos (I)


  El tonto de remate:

  Este aporta la dimensión cómica de la tragedia. La tragedia incluye una dimensión cómica; en su consumación, en vida, es tragicomedia. El tonto de remate dice gol, por ejemplo, o cualquier otra cosa que exprese ese carácter fatal, irremediable de la tontería, que fuerza a la compasión y ya no enfada, ante el cual sólo es inteligente reír.
  El frívolo lo tendría harto difícil sin esta clase de tonto.


  El frívolo:

  Se dirá que frivolidad y estulticia nada tienen que ver entre sí, e incluso que aquella requiere de cierta brillantez intelectual, puesto que el frívolo se divierte, mientras que el tonto aburre (y se aburre) mortalmente. Pero si se observa de cerca, la frivolidad más parece la forma suprema de tontería, pues una cosa es divertirse y otra muy diferente convertirlo todo en diversión.
  El frívolo cree que juega, pero no es cierto, pues ríe siempre, es decir, que, aparentemente, nunca pierde. ¿Y qué juego es ése donde no ha lugar la derrota? Quien así juega, hace trampas. En el juego se está de continuo expuesto al fracaso, más aún: tanta es la tontería del hombre, que se fracasa casi siempre. Pero esto no desmerece en absoluto al juego, cuya virtud reside en que, jugando, el hombre aprende a perder. Porque el juego no es medio, sino fin por entero. No sirve a la diversión, sino que es en sí mismo el soberano que más libre, intensa y verdaderamente hace vivir, aunque sea en perpetua vulnerabilidad ante los peligros.
  El frívolo olvida que, como advirtió Casanova, “un tonto es lo más peligroso del mundo”. Pretende sacar tajada sean cuales sean las circunstancias. A simple vista, da muestras de cierto ingenio, sin embargo, por cuanto se toma todo a broma excepto su propia diversión -que encara con patética severidad-, se halla inmerso en el trance más desesperado que pueda imaginarse. Sabiendo de la irrupción aniquiladora de la tontería, que de todo se adueña y a cada paso con mayor pujanza, actúa como si esto no encerrase un escollo para su alegría; y ríe, ríe sin parar, con una risa estrepitosa, a grandes carcajadas, deformadas las facciones del rostro, creyendo obcecado que risa y alegría son intercambiables, seguro de su superioridad.
  Pero no, la alegría no es cosa de risa. Es trágica. Y el frívolo, que tiene suficiente lucidez para ver la tragedia que encierra el dominio totalitario de la estupidez sobre la vida humana, debido al cual él ha optado por divertirse invariablemente, niega sin embargo que ello pueda suponer un problema, se niega a hacerle frente, se niega, por tanto, a perseguir la sabiduría. Tal vez intuye que entablar esa partida, jugar de veras el juego, le acarreará inexorablemente la derrota. Y esto no lo consiente el frívolo, que prefiere mil veces ahogarse entre muecas decadentes antes que asumir la tragedia, antes que arriesgarse a jugar y perder, y menos aún a perder con alegría, como esos enemigos insobornables de la tontuna que caen sin cesar entretanto el frívolo se divierte con el espectáculo, heridos de muerte ante ella, tontos obstinados en rebelarse contra su ignominiosa condición, a los que su propia tontería no les hace ninguna gracia.

7/03/2012

Fractales


  Veo la urdimbre inconmensurable de relaciones en que me desenvuelvo, tanto individual como políticamente considerado. Mi familia, mis amigos y conocidos, la lengua en que me expreso y que entiendo, los partidos a los que no voto, las religiones en las que no creo, las ideas que no comparto, lo que como y lo que bebo, la mar fulgiendo como un espejo de plata en el horizonte y este calor intenso de todos los veranos, las costumbres que he adoptado, como leer filosofía, madrugar, ducharme a diario, trabajar cinco días a la semana o fumar una o dos pipas de kif de cuando en cuando, las experiencias que he pasado... Recuerdos que una y otra vez vuelven, cada vez con mayor fuerza. Toda la juventud ya en el recuerdo ¡y aun así más viva que nunca! Me veo plenamente consciente de mi juventud y, como siempre, el conocimiento llega después de lo que hubiera deseado.
  Veo que, asímismo, mi familia, mis amigos, mis conocidos, mis desconocidos, y todo bicho viviente contemporáneo o pretérito, se hallan o se han hallado inmersos en amalgamas comparables a la que me afecta a mí, con algunos puntos o incluso ramificaciones en común entre ellas pero originales en casi todo lo demás, siempre nuevas, como fractales.
  Al fin veo eso que quizá en pos de una hipotética objetividad -la cual no deja en el fondo de ser mera asepsia y, por tanto, relación superficial con aquello de que trata- algunos denominan entorno o red sociales; y que dichas perspectivas casi nunca tienen en cuenta aspectos como el clima, la alimentación, la lengua, las costumbres, los pensamientos y las vivencias de cada cual, fijándose fundamentalmente en parámetros económicos y de integración social para establecer esta o aquella visión de la realidad.
  Entorno… red… como si además de rodearlo, no lo traspasara todo eso a uno... ¡Pues también se es entorno y red!, ¡piedra y centro arrojados al mar!
  El viento azota los pinos afuera. Y cuanto más claro lo veo, más complejo se me aparece el mundo. En sabiduría no hemos progresado desde Heráclito. Hegel, que es filósofo, escribe una nota inmensa al pie de Heráclito. Parece que describa ese pie humano con el que el Oscuro midió el sol.


7/01/2012

Dudar o temblar


     ¿No son dudas también esos temblores insondables de la incertidumbre que ante el amor, la muerte, el dolor, la belleza, el arte y tantas otras experiencias significativas de la vida, asaltan el pensamiento y lo estremecen, como si trataran de succionarnos? ¿No son ellos, que lo niegan todo y van sumándose, las verdaderas dudas?
     Sin embargo, afirmar que se siente el vértigo de temblores insondables resulta de mal tono. Tan de mal tono como negar que se alberguen dudas. Y así, se duda sólo hasta ciertos límites. De manera que, por lo general, la duda no guía el pensamiento, sino que el pensamiento se sirve de la duda cuando algo no se ajusta a su visión.
     ¿En tales circunstancias, no es la duda únicamente un útil de la fe?
     Cabe sospechar de la duda hasta el punto de que resulte preferible hablar de temblores insondables de la incertidumbre, pero no de dudas. Para que nadie se llame a engaño y porque, de ese modo, quizá contribuimos a que la duda recupere su rango en el entendimiento humano.